La organización como arquitectura de lo factible

No existirían razones para promover y respetar la condición humana, mientras dichas razones no se adviertan como factibles. Igualmente, pretender un proyecto común de desarrollo moral no adquiriría sentido práctico hasta que no se aprecie la factibilidad de alcanzar un acuerdo razonado. Por ello, la imagen de lo factible nace en la comprensión, acto racional complejo en el que se funde lo ontológico, lo epistemológico y lo metodológico. Así, ante múltiples racionalidades emergerán también múltiples comprensiones de los hechos y circunstancias que moldean el mundo de vida; por lo que con la expresión «arquitectura de lo factible» se apunta a la construcción de la plataforma reflexiva necesaria para la comprensión de las múltiples realidades objetivas y subjetivas, a partir de la cuales se vislumbre la posibilidad cierta de alcanzar el perfeccionamiento humano en un clima de coexistencia pacífica.

Desde esta perspectiva, la inteligibilidad a partir de la información y la explicación, es condición necesaria para comprender el mundo; pero reducir el concepto de «comprensión» a la aplicación de los medios objetivos de conocer, conduciría al predominio de una lógica simplista que desembocaría en una racionalidad externa centrada en el mundo material, no favoreciendo la construcción de la propia identidad y mucho menos, la aceptación del carácter interrelacionado de la vida. Esto merece dos acotaciones:

En primer lugar, la comprensión de la realidad para determinar la condición de factible o infactible de algo que se pretende, estará supeditada al estilo de pensamiento empleado, así como al rol que se le atribuya al lenguaje, bien como representación del mundo de vida (visión moderna), o como constituyente de éste (visión postmoderna). Es por ello que en el ámbito organizacional postmoderno, reconocer la factibilidad que pudiera emerger de este estilo de pensamiento, obligaría previamente a alejarse de las corrientes cognitivo funcionalistas que han señalado la evolución de las distintas teorías administrativas, adoptando una forma de comprensión capaz de superar los reduccionismos clásicos, para que de este modo, y dentro de un contexto social discursivo, pueda abarcar la complejidad, la pluralidad, la heterogeneidad, la incertidumbre y la subjetividad.

Bajo este punto de vista, aún sin desechar su importancia, la comprensión que resalta la postmodernidad no es la del mundo objetivo, intelectual o cognitivo, sino más bien, la del mundo sociocultural e intersubjetivo construido a partir del lenguaje, por lo que el acto de comprender, más que depender del esfuerzo individual para atribuirle un significado al mundo exterior, derivaría de la interdependencia entre individuos capaces de comunicación; en otras palabras, son los procesos sociales los que le otorgan sentido a la realidad.

Como segunda acotación, debe puntualizarse la imagen de lo factible como evocación de lo aún no realizado. La factibilidad descansa en un ideal proyectado a la luz de la comprensión de las circunstancias que definen la realidad. Ahora bien, siendo el lenguaje el constituyente del mundo de vida -tal como lo aclara la visión postmoderna-, y estando fundamentalmente supeditada la comprensión de la realidad a la interdependencia que opera en los procesos sociales, se advierte la imposibilidad de caracterizar como factible, aquello que no haya sido previamente enmarcado dentro del acuerdo moral que sostendrá el orden social, por lo que desde una perspectiva postmoderna, la factibilidad así entendida no tendría sustento ontológico alguno.

De lo anterior se desprende que la imagen de lo factible deriva de la forma de comprender, y ésta del estilo de pensamiento empleado. Por tanto y de modo asociativo, la perspectiva ética de la factibilidad demanda, a su vez, una ética de la comprensión que sólo podrá emerger tras el cambio en el modo de pensar. Comprensión ésta, abocada al entendimiento intelectual y humano de una realidad intersubjetiva, construida mediante el lenguaje a partir de la individualidad y de la sociabilidad.

Hechas estas aclaraciones, la organización vista como arquitectura de lo factible se inscribe en una nueva geometría de la interdependencia, puesto que no existirán razones morales para quebrar la recíproca relación de dependencia entre el hombre (quien hace vida para la organización) y la organización (la cual existe para el individuo). Ambas instancias son fines y medios al mismo tiempo, por lo que así entendidas, la organización, más que para un fin monológicamente factible, se concibe con el fin de organizar la coexistencia factible, traspasando la frontera de la comprensión para situarse en la acción, la cual se torna apetecible puesto que en esencia, se trata de ejercer la libertad y vivir éticamente la cotidianidad.

La organización como arquitectura del consenso

El segundo momento del actuar ético propuesto por Dussel, da cuenta que la acción humana no sólo debe ser el producto de un consenso entre quienes conducen y controlan la organización, sino también entre quienes trabajan en ella y entre quienes desde el exterior, se ven afectados por sus acciones. Este consenso, alcanzado mediante la racionalidad de las personas dispuestas al entendimiento, es lo que le otorga sentido al mundo social, por lo que sobre la base de estas consideraciones iniciales, las instancias dialógicas de convivencia y comunicación debieran lucir como determinantes éticas de la organización contemporánea, por encima incluso de otros factores históricamente reconocidos como prioritarios, tales como el poder, la remuneración o el estilo de gestión empleado.

Si bien la organización vista como arquitectura de vida se vincula con la naturaleza del hombre y sus fines existenciales, la «arquitectura del consenso» se proyecta como el modo mediante el cual, el ser aspira alcanzar dichos fines con arreglo a su libertad política. Sin embargo, aún reconociendo la intersubjetividad como fuente de diálogo para el acercamiento de los diferentes puntos de vista morales, la búsqueda del consenso en la organización no debiera ser considerada por sí sola como garantía de satisfacción del ideal de vida y convivencia, puesto que tal como lo aclara Ayllón,“el consenso solo es legítimo cuando todos aceptan normas básicas de conducta moral”. En consecuencia, el actuar ético que fundamenta la convivencia, solamente pudiera estar sustentado en sólidos principios morales, no susceptibles de discusión por parte de los miembros de la organización.

De este modo, para que sea legítimo, el pretendido consenso dentro de una determinada comunidad moral (organización), no debiera estar solo enfocado al modo en que deban actuar las personas con divergencias en algunas cuestiones fundamentales, sino que inicialmente debiera estar orientado a crear las condiciones propias del medio en el que se pretendan ejercer esas interacciones, favoreciendo incluso la permanencia de antagonismos, contradicciones, ambigüedades e incertidumbres, como mecanismos de desarrollo moral y aseguramiento de la convivencia pacífica. Esto revela un horizonte mucho más amplio que la tolerancia, el respeto por la diversidad o la simple negociación de acuerdos políticos, ya que lleva implícito la negociación de valores; pero ¿cuáles serían las pautas de esta negociación y el estilo de pensamiento en la que transcurriría?

“La realidad es una construcción mental que se plasma en la comunicación” (Zimmermann) y como tal, cada miembro contribuye a construir una realidad social organizacional configurada a partir de la construcción de significados. En este punto es preciso considerar los postulados de Wenger, quien afirma que dicha construcción supone un proceso de negociación, lo cual, además de implicar una continua interacción, envuelve dos procesos constitutivos: «participación» y «reificación». Según este autor, la participación es el proceso complejo de hacer, hablar, pensar y sentir, en el que se conjuga la experiencia social de vivir en el mundo como miembro de una comunidad social, activamente implicado en ella, mientras que el concepto de reificación está vinculado a la expresión “making into a thing” con la que Wenger refiere el conjunto de procesos, no necesariamente sujetos a reglas prediseñadas o adecuadas a normas de uso, mediante los cuales se construye la experiencia personal y se gestan los diferentes puntos de vista, acotando que incorpora un amplio rango de procesos que, entre otros, incluye la fabricación, el diseño, la representación, la codificación, la descripción, la percepción, la interpretación, el uso, la decodificación y la modificación.

Dicho lo anterior, se advierte que la complejidad de las organizaciones de corte tradicional, caracterizadas por un estilo de pensamiento convergente hacia un objetivo predeterminado por las instancias de poder, sin considerar las distintas percepciones de los actores involucrados, se torna aún más confusa si a la diversidad cultural y al pluralismo moral que reina entre sus miembros, se le añade la brecha entre la experiencia personal (gestada desde la reificación) y la experiencia social (gestada desde la participación). Así pudiera explicarse que dado el debilitamiento de su sentido para la “correspondencia social, que constituye la fuente fundamental de su actitud moral.” (Llano y otros), el hombre se comporte socialmente de modo distinto a como piensa, no siendo de extrañar que ante los posibles dilemas a los que deba enfrentarse, mas que sentir la necesidad de responder ante los demás, prefiera concentrarse sobre sí mismo.

La carencia del consenso genuino en la organización tradicional, deriva del entrecruzamiento de propósitos individuales que desligados del mundo objetivo, y al no compartir una misma fuente de actitud moral, suponen la necesaria aceptación de una incertidumbre creciente, contraria a la lógica que ha dominado la evolución de las distintas teorías administrativas y de la organización. No obstante, el reconocimiento de la incertidumbre, la transitoriedad, la inmediatez y la ausencia de verdades absolutas como características generales del mundo de vida contemporáneo, obliga a la gestión consciente de las instancias de diálogo y comunicación, sustentada en la visión compartida del modo como al hombre se le permitirá alcanzar sus fines existenciales. Solo así, habrá oportunidad para la coexistencia pacífica en la que transcurrirá el proyecto común de desarrollo moral, mediante el cual se pueda garantizar el compromiso y la viabilidad de la realidad social auto-construida y compartida desde las diferencias.

De los párrafos precedentes se desprende que la organización entendida como arquitectura del consenso, no solo defiende la naturaleza existencial del hombre y su autonomía, sino que al mismo tiempo posibilita las decisiones y la cooperación en procura de la equidad, la credibilidad, la confianza y la legitimidad del medio en el que se pretenden ejercer las interacciones entre personas racionales dotadas de diferentes concepciones morales, convirtiéndose éstas en razones de hecho para respetar, de modo consciente, el acuerdo moral que permitirá transitar, como dice Bauman, “entre las rocas del ayer y las arenas movedizas del mañana” .

Consecuentemente, así entendida, la organización transita del actual énfasis monológico en la «imposición», -conducente al acatamiento defensivo de los fines y las normas de convivencia-, a la construcción dialógica intersubjetiva de las razones que sus miembros esgrimirán para coadyuvar al desarrollo de un esfuerzo colectivo, respaldado en un acuerdo moralmente alcanzado para sostener el nuevo orden social, inscribiéndose, por tanto, en una nueva geometría del poder caracterizada por el respeto hacia el conjunto de prácticas discursivas, capaces de sustentar la coincidencia de intereses comunes, en concordancia con los fines contemplados en los múltiples y muy particulares proyectos de vida de sus miembros.

La organización como arquitectura de vida

Para entender en su justa dimensión el concepto de «vida», se asume como cierto el significado que Fernández (2006) le otorga a ese término, refiriéndolo como la “capacidad de realizar operaciones por sí y desde sí mismo”. De este modo se aprecia que el hombre no está limitado a una condición determinada de existir, sino que en función de su propia naturaleza libre y perfectible, es capaz de decidir su respuesta ante un contexto que en principio le luce ajeno, haciendo prevalecer su propia subjetividad no solo para satisfacer una necesidad inmediata, sino también para lograr sus más profundos objetivos e ideales.

Es esa capacidad libre y voluntaria de actuar para alcanzar cierto grado de plenitud, la que le da sentido a su propia existencia y es donde la ética adquiere razón de ser. De ahí que con la expresión «arquitectura de vida» se desea hacer referencia al andamiaje del ámbito espacio-temporal en el que se le otorga sentido y significado a los hechos propios de una realidad práctica, socialmente compartida, aunque moralmente fragmentada. Ahora bien, una sociedad en la cual sus miembros no crean lo mismo al mismo tiempo, no parecerá una sociedad; pero es precisamente esa falta de creencias comunes, la que constituye el sentido contemporáneo de cualquier comunidad, aún cuando esté organizada.

Con esta visión postmoderna, Fernández concibe una atmósfera de vida caracterizada por la “inmediatez y transitoriedad de grupos, pensamientos, sentimientos, objetos, lugares, identidades, normas y verdades”. De este modo, el entendimiento del hombre y su dinámica de vida, presupone abandonar las arraigadas ideas y conceptos que partían del supuesto de la organización como medio para neutralizar a la bestia interior que reside en cada persona, pretendiendo con ello la eficacia, la certidumbre, el orden y el control, con los que se justificaba el acto de organizar.

En el ambiente contemporáneo, la complejidad, la diversidad y el pluralismo definen las pautas de la acción individual ante un colectivo, por lo que intentar una determinada configuración estructural (aún con un estilo concreto de procesos decisorios y dotada de un equilibrio aparente en las relaciones de poder), sin percatarse de que la organización constituye un fenómeno social que no necesariamente se apoya en significados interpretativos compartidos, equivale a negar la identidad individual y por ende, el desarrollo y disfrute de la vida humana, creándose así una nueva bestia, poderosa e indomable, en la que el ejercicio exagerado de la razón eliminaría la afectividad y supondría “en el límite una ausencia de vida” (Edgar Morin)

Las distintas metáforas tradicionalmente utilizadas para estudiar a las organizaciones, no son sino reflejos de las distintas imágenes del hombre «organizado». De hecho, la organización vista como máquina, ve al hombre como un ser obediente, pero deshumanizado; por su parte, la organización vista como organismo, ve al hombre como un ser adaptativo que lucha para sobrevivir (no para vivir) en un mundo de continuos cambios; la organización vista como cultura, considera al hombre como un ser controlable y manipulable en cuanto a sus valores e ideologías; mientras que la organización vista como sistema político, concibe al hombre potencialmente conflictivo y, en consecuencia, manejable en función de sus intereses.

En este punto se avizora el condicionamiento cultural ejercido por la organización sobre sus integrantes, puesto que la acriticidad general sobre las teorías e imágenes del hombre, asumidas y puestas en práctica por quienes son poseedores del poder de decisión, han conducido a legitimar las prácticas organizacionales sustentadas predominantemente en un enfoque instrumental gestado en la modernidad, negando el carácter subjetivo del mundo de vida y, en consecuencia, limitando el desarrollo moral de sus miembros.

Dussel argumenta que actuar éticamente significa producir, reproducir y desarrollar la vida de cada ser humano. Relacionando esta afirmación con el concepto de vida, se advierte que la perfección del hombre solo podrá adquirirse a través del ejercicio su libertad, por lo que todo contexto en el que haga vida, estaría llamado a constituirse en un medio para potenciar su desarrollo personal y coadyuvar a su plenitud. Pero una somera revisión de los fundamentos que sustentan cada una de las imágenes del hombre y de la organización, revela la incapacidad de éstas para responder a las «convicciones de fondo» con las que Habermas introduce su concepto de «mundo de vida», vislumbrándose la ausencia de respeto e interés por la libertad y el deseo de perfectibilidad inmanente a la condición humana, por lo que inconscientemente, ante el vacío ético que la caracteriza, y la posible ruptura del frágil acuerdo moral que posibilita su articulación, las organizaciones se encuentran en permanente riesgo de desintegración.

A la vista de las diferentes formas de control organizativo, y dada la tendencia de las organizaciones tradicionales a restringir la capacidad voluntaria de actuación, esta situación se torna más compleja aún, pues mientras mayor sea el riesgo percibido de desintegración, mayor será también la incapacidad de la organización para respetar el ejercicio de la libertad. Tal como bien lo apuntan Vilariño y Schoenh, en la medida que los problemas sean más generalizados, más graves sus consecuencias, o mayor sea la amenaza a la coalición dominante, más fuerte será también la presión del sistema para recurrir a todo tipo de mecanismos de control.

A partir de los planteamientos críticos aquí formulados, emerge la idea de una nueva imagen organizacional como el lugar en donde el individuo asegure la permanencia de su condición humana. De este modo, la organización enfocada como arquitectura de vida, está sustentada en el acuerdo tácito de alcanzar el objetivo común de coadyuvar a la plenitud y a la perfectibilidad del hombre, a quien concibe como un ser quien antes que responder a una realidad (en principio, ajena), activa la realidad misma en función de su particular proyecto de vida. Consecuentemente, la organización así entendida se inscribe en una nueva geometría de la razón y la pasión, caracterizada por el respeto hacia el conjunto de prácticas racionales y emocionales capaces de configurar -y defender- el acuerdo moral en el que se asienta la búsqueda del perfeccionamiento humano y como tal, el sentido de su existencia.

En el camino de la legitimación moral

La narrativa mediante la que se han descrito, explicado y criticado los distintos paradigmas, enfoques, conceptos, categorías y modelos organizacionales, es compleja, difícil de interpretar y aún más difícil de asimilar satisfactoriamente. Todas las teorías son parciales y fragmentadas, e incluso se reconoce la incapacidad de la ciencia para determinar la mejor perspectiva de solución al problema de la inconmesurabilidad entre dichas teorías, hasta el punto que se ha llegado a proponer el constructivismo metódico a partir del cual, mediante la argumentación, pueda superarse la controversia y alcanzar cierto grado de consenso.

Esto revela la enorme dificultad de la ciencia y de los teóricos de la administración, para encontrar un modelo capaz de responder al problema de legitimación de la organización; dificultad dada por el doble sentido que ésta adquiere cuando es visualizada desde una perspectiva ajena a la estrictamente instrumental: en primer término, el para qué de la organización (legitimación de los fines), y en segundo lugar, la forma cómo se pretenden alcanzar dichos fines (legitimación de los medios). Ambas vertientes poseen imbricadas consideraciones morales que traspasan los límites de la actuación individual, toda vez que las actitudes y los comportamientos personales están fuertemente condicionados por el contexto en el que se actúa.

El filósofo francés Edgar Morin afirma que la comprensión humana comporta no solo la comprensión de la complejidad del ser humano, sino también la comprensión de las condiciones en que se conforman las mentalidades y se ejercen las acciones, y quizás por ello, Lozano argumenta que la ética no es estrictamente personal, debiendo ir más allá del plano individual, tras reconocer que “en nuestro comportamiento nos influye mucho cómo están organizadas nuestras instituciones, cuál es su meta y su misión social, cuál es la imagen que tenemos y qué esperamos de ellas”.
Al interpretar el sentido de ambas afirmaciones a la luz de los elementos constitutivos de la sociedad moral (el respeto y sus razones), y habida cuenta del carácter autónomo de todo individuo dotado de libertad y dispuesto a ejercerla, se advierte que la genuina cooperación entre los miembros de una organización, estaría supeditada, en primera instancia, a la existencia de un acuerdo moral para transitar hacia un objetivo común; y en segundo lugar, a las razones de cada quien para respetar, consciente y voluntariamente, dicho acuerdo.

Nos encontramos, entonces, ante la posibilidad de dos vacíos de legitimación en las organizaciones tradicionales, que requieren una profunda reflexión sobre su posible re-configuración desde la perspectiva moral. De esto se comentará próximamente.