Convergencia ética y pluralidad moral organizacional

En esencia, las sociedades son moralmente plurales. Como componente de la conciencia humana, la moral se nutre de lo histórico y de lo sociológico para expresarse mediante conductas y pensamientos que honran la libertad de conciencia y la libertad de elección. Son esas libertades las que engendran la diversidad, precioso tesoro de la humanidad que abre las puertas al desarrollo, pero también al cuestionamiento y a la incertidumbre, debilitando verdades y tradiciones históricas que tientan al individuo a refugiarse entre las radicales murallas de la negación y del egoísmo, como recursos a los que resulta apetecible recurrir ante los graves problemas morales que acechan su destino.

Pero la ausencia de homogeneidad moral en las sociedades no significa el distanciamiento absoluto de los valores culturales que deban compartirse para construir una vida en común. El pluralismo moral no conduce a la heterogeneidad moral absoluta, ni es razón suficiente para esgrimir las banderas del relativismo ni del subjetivismo, puesto que aún en un mundo signado por los cuestionamientos y las incertidumbres, deben persistir valores universales que no pueden ser relativizados, así como cuestiones morales que no pueden ser concebidas ni legitimadas desde las preferencias de cada individuo.

El pluralismo moral significa la existencia de diferencias y discrepancias de las que derivan múltiples opciones existenciales e ideológicas y que obligan a recordar la famosa sentencia de Jean-Paul Sartre al sostener que el hombre está “condenado a la libertad”, no sólo para decidir qué hacer, sino además para elegir qué creer; elecciones que se tornan cada vez más confusas y apremiantes ante las dos tendencias extremas entre las que oscilan las sociedades contemporáneas: el nihilismo y el fanatismo; vivas respuestas a la incertidumbre y al desasosiego que resultan de la pérdida de fe en el proyecto de la modernidad.

Pero al mismo tiempo, el pluralismo moral constituye la más genuina representación de la diversidad humana y como tal, la esencia de su identidad y su dignidad. Así se entiende que del mismo modo como es imposible hablar de certidumbres científicas, también resulta insostenible cualquier referencia a las certidumbres morales; y es precisamente en este punto de donde emerge la necesidad de alcanzar la unidad de razonamiento ético como medio de aproximación a un futuro que, aun sin ser representativo de valores culturales compartidos, marca la forma de transcurrir por un mundo de vida colmado de discrepancias, pero en el que también confluyen principios mínimos de convivencia amparados en el respeto y en el sentido de justicia.

Este matiz intersubjetivo que sustenta la interacción humana y desde la que brota la expresividad ética a través de la coherencia entre pensamiento y acción, tiene su punto de partida en el diálogo y en el entendimiento, tras el genuino reconocimiento de intereses legítimos que se entrecruzan en el tiempo y en el espacio, albergando las más diversas manifestaciones de la identidad humana y cuya acelerada expansión, inconcebible sin el desarrollo tecno-científico del siglo XX, obliga a acortar las distancias que surgen de la racionalidad egoísta, de la imprudencia en el ejercicio del poder y de la irresponsabilidad en el manejo de las relaciones del hombre consigo mismo.

Tal acercamiento no significa arremeter contra la tradición ética, más bien comporte lo contrario. Se trata de una ética que aun alejada de los fundamentos aristotélicos y kantianos, permita la confluencia de la teleología, la deontología y la responsabilidad, integrando la felicidad con el deber, y delineando los rasgos de la sabiduría práctica necesaria para poder avanzar con sentido de lo humano, en el ambiente de complejidad que caracteriza a la contemporaneidad del mundo de vida.

Por ello y tras la disolución de una sociedad sustentada en fundamentos morales y normativos que ya han perdido su vigencia y legitimidad, es obligante hacer referencia a la postmodernidad como el andamiaje cultural y el sustento ontológico de una nueva forma de pensar y accionar, configurada a partir de dos ejes centrales: el primero de ellos, la racionalidad: esfera cognitiva y emocional auto dirigida de la que emanan los intereses y las intenciones del hombre atendiendo sus fines, medios, alternativas, consecuencias, riesgos y oportunidades; y el segundo, el respeto: componente regulador de la acción humana y dinamizador de los conceptos de reconocimiento, solidaridad, justicia, inclusión, diálogo y argumentación.

De ahí, la eterna lucha entre las convicciones y las responsabilidades; convicciones que devienen de la autonomía e indivisibilidad del ser humano en cuanto a la supremacía de sus fines; y responsabilidades cuya naturaleza dialógica obliga a recurrir a la fundamentación racional de los intereses y las intenciones propias frente a los demás; entendiéndose, en consecuencia, que el carácter social del hombre sólo podrá mantenerse en un clima de apertura a nuevas verdades y a nuevas realidades que sin ser opuestas a la tradición, sean representativas del momento socio-histórico en el que transcurre; momento marcado por el predominio de la dimensión tecno-económica en detrimento de la dimensión moral de la cultura; pero al mismo tiempo caracterizado por la irrupción de nuevos signos de rechazo a la exclusión y a la violencia simbólica que, tras el persistente intento de homogeneizar culturas, neutralizar voluntades y prevenir conductas contrarias a los intereses de las coaliciones dominantes, sintetizan la debilidad moral de nuestro tiempo.

Esta suerte de drama social, producto del determinismo tecno-económico, encuentra en las organizaciones su principal cobijo, puesto que la dinámica de los símbolos que en ellas opera sintetiza dos polos en cuanto al sentido de la acción humana; un primer polo racional que acoge lo normativo, lo estructural, lo formal y lo obligatorio; y un segundo polo emocional que alberga los deseos, los sentimientos, los intereses y las intenciones. Así, las organizaciones, en su papel de representaciones sociales no solo constituyen escenarios de lucha entre el pensamiento y la acción, sino además, espacios culturales en los que se escenifica la aceptación y la resistencia, en los que el individuo confluye con su mundo, y en los que, consecuentemente, la ética está llamada a adquirir su más alta expresividad.

La crisis organizacional que hoy se evidencia es representativa del declive de la modernidad; pero al mismo tiempo, es representativa del renacimiento de la esperanza, porque desde la perspectiva postmoderna, la organización abandona cualquier forma predeterminada de constituirse y operar, para centrarse en la construcción y despliegue de los complejos fenómenos intersubjetivos, dinamizados a través del discurso como constitutivo de lo organizacional y también, como práctica de gestión. Así, la humanización organizacional, mediante la búsqueda de la convergencia ética en la pluralidad moral, se constituye en el mayor reto de la gerencia contemporánea.

Para finalizar, es pertinente citar a Peter Berger, quien haciendo gala de un lenguaje metafórico colmado de contenidos emocionales e intuitivos, logra sintetizar la crisis de la modernidad y postula al mismo tiempo su esperanza en la revalorización de los fundamentos del hombre, tanto en lo referente a su horizonte de vida como en sus prácticas cotidianas. "En un mundo de incertidumbres, los contornos de la realidad son fluctuantes y las estructuras construidas por la sociedad para proteger a la gente de los terrores de la existencia aparecen llenas de agujeros. Pero, a través de esos agujeros, es posible en ocasiones vislumbrar una trascendencia luminosa. Esa precariedad es el talón de Aquiles de la modernidad. También es su promesa religiosa"