Ética y congruencia

Nunca antes el tema ético acaparó tanta atención como en nuestra época. Una época marcada por la sacramentalización de lo efímero y de lo dubitativo; de lo complejo y de lo abstracto. Una época en la que se ha desdibujado el imperativo de la razón como vía de aproximación a un conocimiento que nos amenaza y que hundió sus raíces en el despertar de una conciencia deslumbrada por la pretensión de desarrollo y progreso.

A lo largo de su historia, la humanidad aprendió a vivir al abrigo de determinadas manifestaciones de poder y de profundas convicciones que la han despojado de su responsabilidad trascendental, conduciéndola a edificar un mundo dividido por el debate entre una subjetividad romántica y un objetivismo rudo e insensible. Luces y sombras que conjugadas en la historia, han llegado a imprimir el carácter estético que predomina en la acción y que simboliza el desvanecimiento de los fundamentos morales que hoy no dejan de pasar inadvertidos y que se resumen en la crisis de libertad, de responsabilidad y de futuro.

Si se acepta que la imagen del futuro reside en la libertad de elección de los fines y las metas, se comprenderá que la responsabilidad nunca podrá ser adquirida a expensas de la pérdida de libertad, tal como aún lo siguen intentando ciertas instancias con pretensiones de dominación. No es más responsable quien menos libertad tiene. No es la obediencia normativa la que permitirá superar los graves desequilibrios que hoy se padecen, sino que es en la propia conciencia de los actores sociales en donde se encuentra el germen de la identidad que nos hace responsables de nuestras acciones. Por ello, nunca podrá existir responsabilidad sin libertad, por lo que la libertad, -ya no entendida como lo que se desea hacer, sino como lo que se puede y apetece hacer dentro de un específico contexto cultural- constituye un elemento indispensable para el forjamiento de un carácter mediante el cual se construya racionalmente el futuro del individuo y de la sociedad.

Así, y aún requiriendo de un mínimo de condiciones que le permita asegurar su propia existencia, todo ente dotado de conciencia y de capacidad reflexiva (individuo u organización) debe forjarse un carácter que lo legitime dentro de un determinado orden social, y a la luz de los planteamientos hasta aquí formulados, esta posibilidad de legitimación solamente pudiera producirse en una instancia dialógica que considere los intereses de la totalidad de los actores sociales con los que se relacione e interactúe.

Por ello, el tema de la responsabilidad social de la empresa no puede ser objeto de dobles interpretaciones; no hay espacio para ello. No se trata de abordarla desde una perspectiva idealista y consecuentemente inútil, tal como piensan no pocos gerentes y empresarios; tampoco se puede abordar desde una perspectiva estrictamente funcional o instrumental para la obtención de mayores dividendos, como lo ha hecho la mayoría de organizaciones en las que se ha querido imprimir un tinte de solidaridad y adhesión a las preocupaciones sociales. La responsabilidad de la empresa con la sociedad emerge de su propia naturaleza moral (la cual queda fuera de cualquier discusión) y obliga a la congruencia entre los fines y los medios, armonizando sus requerimientos funcionales internos con las exigencias éticas que le demanda una sociedad cada vez más compleja y plural, pero al mismo tiempo menos dispuesta a tolerar las prácticas gerenciales y empresariales que aún persisten.

La ética ha dejado de ser simplemente deseable para convertirse en una exigencia sobre la que se sustenta la viabilidad de cualquier sistema de negocios, siendo por ello que la racionalidad económica y la moralidad ya dejan de ser interpretados como conceptos incompatibles. De allí que la relación entre empresa y sociedad obtenga un mayor significado ante el reconocimiento mutuo de obligaciones y responsabilidades que van más allá de las que se derivan del estricto cumplimiento de la normativa legal o de la simple producción de bienes y servicios, aún cuando éstos se encuentren plenamente justificados, por lo que no debe dudarse sobre la necesidad de incrementar el capital ético de la empresa como variable interviniente en el sistema de negocios y no como simple instrumento de gestión para la obtención de mayores beneficios.

En conclusión, el actuar ético de la empresa se aleja de lo que hoy se visualiza como lo bueno, lo conveniente y lo necesario para la obtención de un determinado fin, y todo parece converger en la necesidad de redefinir el concepto de responsabilidad empresarial, ampliando su alcance a la obligación moral (no normativa) de responder ante nuevos entes que hasta ahora no habían representado interés alguno para ella, o que no eran considerados como compromisos derivados de la propia actividad de negocios. Es la nobleza del fin la que condiciona la nobleza de la acción, y si el saber ético es aquel que permite obrar racionalmente para alcanzar un propósito consustanciado con la naturaleza humana, fácilmente se advertirá el poder de la rectitud moral en la cotidianidad organizacional, la cual no tendría otra finalidad que la de permitir la aproximación a los fines del hombre, es decir, a alcanzar la plenitud de su vida. La empresa así vista no solo es socialmente responsable, sino que además se constituye en un ente remoralizador de la sociedad.