Hacia una ética del conocer

La fragmentación y el reduccionismo, en su papel de guías orientadoras que marcan el sentido de lo racional ante los borrosos límites de la inteligibilidad humana, quizás hayan podido ayudar a desenmarañar los secretos del cosmos, de las ciencias naturales y de la mecánica cuántica; pero la desmedida aspiración del hombre por homologar la vigencia de las ciencias fácticas al ámbito de la complejidad social mediante la disyunción entre lo biológico y lo imaginario, es decir, mediante la cosificación de la naturaleza humana, no sólo luce necia en el buen sentido de la palabra, sino que además representa la marginación de la incertidumbre, la génesis de la sinrazón y un atentado contra la moralidad, ante la vil pretensión de reconocer una única verdad, de convertir la duda en pecado y de sacralizar la razón objetiva, confinando el conocimiento hasta convertirlo en instrumento de utilidad preferente para las instituciones dominantes.

De este modo, la incertidumbre pretende ser neutralizada, los individuos tienden a expresar sus necesidades y deseos en términos coherentes con los conceptos y posturas teóricas que se desprenden del orden social establecido, se privilegian las acciones y proposiciones coherentes con la lógica dominante y se apela a la razón para controlar el entorno, la praxis, la cultura y el pensamiento, creándose tensiones en el sujeto que, aun provisto de autonomía moral, se somete a un poder que le es ajeno y que reprime el libre desarrollo de su propia condición humana. Esta especie de determinismo cognitivo y moral que se produce en todo espacio social, es el que conduce a regular las creencias y los valores, impregnándolo de un carácter coercitivo capaz de autocensurar las perspectivas antagónicas, y de inhibir los discursos alternativos en detrimento de la libertad de conciencia práctica.

Este ciclo recursivo en el que operan las negaciones, las tensiones y los antagonismos, y en el que se funde lo racional con lo afectivo y lo real con lo imaginado, se dibuja con gruesos rasgos que comienzan a decodificarse en la medida en que se asimila la existencia de relaciones contradictorias, pero al mismo tiempo compatibles con el espacio social en el que se hace vida; relaciones de fuerza que luchan por múltiples intereses bajo las reglas tácitas y explícitas de convivencia y entendimiento; reglas que emergen del conocimiento subjetivado en el que se combina lo individual con lo colectivo, pero que al mismo tiempo da origen a nuevas reglas, nuevos deseos, nuevas imágenes y nuevas representaciones. Así, la negación como argumento forma parte de la armonía, del mismo modo que la armonía necesita de solidaridad y justicia.


Del interés racional a la intención moral:
Aun cuando las relaciones de fuerza se conjugan con las prácticas y representaciones que definen las situaciones cotidianas en el espacio social, no es menos cierto que es la propia sociedad la que engendra la noción de interés reflexivo como el germen de ese conjunto de relaciones, advirtiéndose que toda acción mínimamente deliberada deberá estar dotada de al menos una intención específica. Es esa intención, sobrevenida del discernimiento acerca de las posibilidades que brinda la realidad social, la que marca el sentido ético del conocimiento práctico, entendiendo tal conocimiento en los términos expresados por Pierre Bourdieu cuando afirma que “es constituyente de la realidad, no en cuanto idealismo intelectualista, sino como esquemas incorporados en el curso de la historia individual, y constituidos en el curso de la historia colectiva”.

Emerge así la contradicción y la discontinuidad; la fusión de lo individual con lo colectivo en términos de una historia no compartida, pero constituyente de una realidad que clama por el entendimiento y por la unidad de razonamiento ético en un contexto de diversidad moral y a la vez cognitiva. De aquí que amalgamar la razón y la pasión se convierte en el nuevo imperativo ético, pues es de este modo como puede encontrarse la naturaleza del conocimiento que la humanidad necesita para desarrollar el carácter sociológico de las relaciones de interés y de rivalidad en el ámbito de la comunidad, pues tal como lo plantea Edgar Morin "el sentimiento de comunidad es y será fuente de responsabilidad y solidaridad, ellas mismas fuentes de la ética”.

Es precisamente en la dualidad cognición/emoción donde emerge la simbología de la realidad; por ello, no habría lugar para desligar lo cognitivo, de lo simbólico y lo moral, pero en todo caso y sin pretender una defensa a ultranza de la primacía del conocimiento como actividad mental de naturaleza superior (propia del paradigma cognitivista), se advierte que la moralidad debe nutrirse del conocimiento, tanto para la indagación y la reflexión como para la acción continuadora o transformativa.

Bajo este escenario epistémico surge de manera clara la vinculación entre el conocimiento y la libertad, vinculación en la que se sustenta la noción de ciudadanía y en la que sin ella, el hombre se comportaría más como bestia que como miembro de una comunidad dialógicamente sobrevenida de la tradición histórica y de la ruptura trascendente, pero que al mismo tiempo está orientada a la preservación del espíritu emancipador, el cual -paradójicamente- se nutre del cúmulo de convencionalismos que moldean la conciencia colectiva.

Es la vinculación entre conocimiento y libertad la que irrumpe y configura el complejo escenario social. No existieran razones para hablar de pluralismo o de diversidad, mientras no se argumente en base a la libertad sumida en las diferencias, puesto que del reconocimiento de sus legitimidades es de las que se derivan los conceptos de comprensión, inclusión, reciprocidad, complementariedad, corresponsabilidad, reconocimiento, cooperación, diálogo, tolerancia, solidaridad y justicia; todos ellos orientadores del saber práctico y por lo tanto, determinantes éticos.

Desde esta perspectiva, en las sociedades contemporáneas –al menos las gestadas en la tradición cultural occidental– no hay cabida para heroicos fundamentalismos ni para fanáticas fidelidades; tampoco para la polarización de las divergencias, los absolutismos, los despotismos autocráticos o las dicotomías excluyentes. La sociedad siempre ha sabido reconocer la pluralidad que brota de la diversidad y complejidad simbólica; y quizás por ello, Víctor Guédez apunta a que “el problema nunca ha sido la diferencia, sino la actitud ante ella, así como la pretensión de la unidad impuesta”, encontrándose en esta sentencia, dos elementos que adquieren enorme relevancia en el terreno de las ideas morales; por una parte, el conocimiento que se tenga sobre sí mismo (del que deriva toda actitud), y por la otra, la actitud que brota de la concepción del poder, no en el sentido de la autonomía moral y la voluntad deliberativa, sino en cuanto a la pretensión de su dominio sin armonía con el entendimiento, pues nunca habrá ética sin justicia, ni justicia sin entendimiento.

De lo anterior se advierte la indisoluble relación entre el conocimiento como origen del saber práctico, y el poder como instrumento que vehiculiza dicho saber. Vinculación que se sostiene en el concepto de libertad y, por consiguiente, materias de interés en la reflexión ética. Ahora bien, ¿qué es lo que conduce a una ética del conocer, y no tanto a una ética del poder? La respuesta pudiera encontrarse en la propia naturaleza del conocimiento el cual, aun producido bajo el amparo de la complejidad social, no deja de estar supeditado a la capacidad moral del individuo, necesitado y dispuesto a encontrar respuestas sobre sus referentes ontológicos y praxológicos.

Al respecto, es bien conocida la propuesta de Jürgen Habermas en cuanto a la ausencia de neutralidad del conocimiento, basándose para ello en que la orientación de todo conocimiento está definida por los intereses racionales de quien intenta conocer. Desde esta óptica se desvanece la ilusión del objetivismo absolutista como el señalizador preferente del tránsito humano entre lo epistemológico y lo pragmático, ya que son los intereses, en su papel de mediadores entre la teoría y la acción, los que marcan la génesis de la autonomía humana; y en consecuencia, predisponen la acción ante la vida, la sociedad, la economía y la política.

Por otra parte, si las intenciones se circunscriben en el campo de lo moral, sería absurdo argumentar que el conocimiento pueda o deba ser cosificado pretendiendo mantenerlo alejado de la propia esfera moral. Al mismo tiempo, el conocimiento no obedece exclusivamente a las emociones, las pasiones o los sentimientos, sino que también se ubica del lado de los intereses racionales, advirtiéndose desde ya la gran diferencia entre la racionalidad de los intereses y la moralidad de las intenciones.

No se trata, en consecuencia, de debatir entre la naturaleza moral o amoral del conocimiento; tampoco la de argumentar sobre la presencia o ausencia de sus atributos racionales, puesto que el conocimiento en sí mismo, entraña la dualidad razón/pasión; elementos constitutivos de la naturaleza humana sin los cuales el hombre social carecería de propósitos y de sus necesarios cimientos cognitivos. De lo que se trata es de proponer que la ética es conocimiento en sí misma; y al considerar que la ética está sustentada en la idea de futuro, se podrá advertir que toda pretensión de conocer lleva implícita una intención. Es esa intención, motivada por un interés precedente, la que constituye el nudo gordiano que vincula la cognición con la acción, de tal forma que constituiría un sinsentido referirse a la gestión del conocimiento intentando su disyunción, tanto desde la perspectiva anterior en cuanto al interés por conocer, como desde la óptica posterior en cuanto a la aplicabilidad del conocimiento obtenido.

Alcanzado este punto y habiéndose clarificado la compleja relación entre racionalidad, emotividad, conocimiento, libertad, poder y sabiduría práctica, se allana el camino para la reflexión sobre la forma de gestionar el conocimiento en determinado contexto social, lo que a la luz de las ideas expuestas equivaldría al modo de gestionar los intereses y las intenciones de los sujetos cognoscentes; o dicho en otras palabras, equivaldría al modo en que se pretende gestionar el razonamiento práctico.


Ética, conocimiento e interés:
El conocimiento está imbricado con los intereses del hombre al igual que éste actúa en total sintonía con sus propios intereses. Del mismo modo que ocurre en el plano individual, el reconocimiento del otro se deriva de un interés personal respecto a los intereses ajenos conocidos que operan en el espacio colectivo. Ya se trate de una organización, de una comunidad o de cualquier contexto sociocultural, los intereses son los que establecen el marco de actuación y los que definen su naturaleza ética. A modo de ilustración, conviene aquí parafrasear a Fernando Savater, quien refiriéndose al empresario afirma que la capacidad de identificar el interés común constituye, junto con la audacia, la prudencia, la responsabilidad y la eficacia, una de sus principales virtudes; y a Adela Cortina, quien en dura crítica a la moral kantiana que aun sostiene la racionalidad de la economía moderna, llama a conjugar la lógica de la acción individual con la lógica de la acción colectiva, argumentando que “una empresa ética se entiende (…) no como una organización desinteresada, sino que busca satisfacer el interés de todos los afectados por su actividad…”

Los señalamientos de Savater y de Cortina, despejan el camino para comprender el poder del conocimiento y la educación en la remoralización del individuo y de la sociedad. Una educación basada en la razón sentimental y no en la mera transmisión de conocimientos, pues como ella misma lo apunta: "El mundo moral no es el de lo irracional, sino que tiene su lógica: No bastan la razón formal y la científico-técnica para descubrirla. Precisa de una razón plenamente humana, interesada y sentimental pues la razón desinteresada se cansa en sus esfuerzos investigadores".

Ya se comentó en párrafos precedentes la alineación entre la gestión del conocimiento y la gestión de los intereses; pero en el mundo real, complejo, caracterizado por la confluencia de intereses disímiles y contradictorios en un mismo espacio relacional, dicha alineación sólo será posible en la medida que se asuma la postura ética como el postulado básico de la gestión. Tal como lo resaltan Plaz y González "los intercambios productivos basados en el conocimiento se asientan en la idea de que existe una relación de mutuo beneficio entre los agentes que intercambian conocimiento. En esta dinámica es fundamental destacar que los intercambios de interés están basados en una relación de confianza y transparencia."
Quiere decir que en la tríada ética/conocimiento/interés, los principios sustentadores de la sociabilidad (confianza y transparencia) conviven con los intereses basados en el beneficio común, siempre a través de la coherencia racional y emocional. Sin embargo, desde la óptica de la cotidianidad, resulta difícil admitir que todo conocimiento socialmente útil deba estar inspirado en la aséptica imparcialidad de los intereses colectivos, puesto que las cosmovisiones, los sesgos y los prejuicios anularían tal pretensión hasta el punto que sería imposible pretender alcanzar tal grado de acuerdo sin atentar contra el espíritu emancipador de la propia naturaleza humana.

Es así como desde una perspectiva ética, la gestión del conocimiento obliga a encontrar un punto de equilibrio entre los intereses propios y los ajenos para que a través de la prudencia, la moderación, la sensatez, la solidaridad y la justicia, pueda habilitarse la conciencia ética sin necesidad de desdibujar la sutil e inevitable brecha entre las convicciones que residen en la interioridad del ser y las responsabilidades que surgen desde el espacio colectivo. Un reto que debe asumirse en función de preservar la autoestima, amparar la solidaridad y salvaguardar los más nobles ideales que emergen del imaginario social.

Ética, conocimiento e intención:
Toda intención proviene de un interés y como tal, brota también de la interioridad del ser y se proyecta hacia el mundo exterior; pero existe un amplio recorrido entre el interés legítimo (por naturaleza) y la intención legitimada, la cual conviene clarificar.

Las intenciones constituyen deseos deliberados y como tales, provienen del uso de la libertad y de la conciencia formando así parte de la estructura del acto moral. De este modo, sólo las acciones realizadas libre y conscientemente podrán ser juzgadas o valoradas desde una perspectiva moral. Tanto en el ámbito individual como en el colectivo, solamente las intenciones pueden motivar un conjunto de acciones orientadas a la obtención de un fin; pero como ya se sabe, no todas las buenas intenciones conllevan a la ejecución de buenas acciones, lo cual es coincidente con la teoría de la decisión en el sentido de que su valoración nunca podrá ser realizada conforme a los resultados obtenidos, sino en cuanto la forma como haya sido tomada.

Cualquier decisión está revestida de intencionalidad, consecuentemente también está revestida de conocimiento; pero siguiendo a Berthier, debe considerarse que el conocimiento es toda construcción conceptual tendiente a organizar y dirigir cualquier experiencia de vida, sin poder pretenderse su separación de las condiciones en las que se produce, sean éstas lógicas, biológicas, psicológicas, lingüísticas o sociales. De ahí que la intención se enmarca en el ejercicio de la razón práctica, por lo que su análisis adquiere especial relevancia para la reflexión ética, independientemente de la posición epistemológica adoptada.

Puesto que la decisión sobre el fin último se imbrica con la elección de las acciones necesarias para alcanzarlo, la intención, vista como producto de la reflexión y activador de la realidad, adquiere entonces un carácter doblemente normativo para el individuo dispuesto a decidir. Así, la intención en cuanto a los fines discurre de forma paralela con la intención respecto a los medios, no habiendo posibilidad de desagregarlas. De ese modo y dejando de lado el escrutinio sobre las consecuencias de la acción, la legitimación de las intenciones solamente será posible en la conciencia colectiva a través de la justificación, la cual también constituye un fenómeno moral, puesto que su esencia obliga a considerar los intereses y las intenciones de los afectados, o como bien lo señala Mélich, la justificación “radica necesariamente en el encuentro”.
La fuerza del conocimiento reside en su potencial para construir una realidad, con lo que se pudiera asumir que la legitimidad del conocimiento sólo podrá ser obtenida mediante la legitimidad de las intenciones (en cuanto al fin y en cuanto a las acciones) a través de las decisiones sobre lo que debe mantenerse, adaptarse o transformarse para coadyuvar a una vida mejor. Es este el único modo como el individuo puede honrar su responsabilidad para promover la revitalización de la sociedad en la que está inmerso y de la que forma parte; revitalización que sólo adquiere sentido práctico mediante la potenciación de la solidaridad; no en cuanto a la simple tolerancia o mediante muestras de aflicción por el dolor ajeno, sino como genuina adhesión a los intereses colectivos y como bisagra entre el egoísmo y el altruismo, capaces de generar y activar soluciones a los grandes problemas socio-contextuales que actualmente se padecen.

Finalizado el recorrido entre el interés y la intención como puntales del conocimiento y de su gestión, conviene abordar ahora su desarrollo teórico en el ámbito de la empresa, la cual según Savater, es la institución social que mejor refleja los conflictos, los valores, las culturas y los problemas de una sociedad en un determinado tiempo histórico.


Ética, conocimiento y empresa:
Aun sin proponérselo, quienes quizás hayan expresado mejor el significado de la ética en las organizaciones ha sido, por una parte, Chun Wei Choo al caracterizar la organización inteligente como aquella que “…persigue sus metas en un ambiente cambiante adaptando su comportamiento de acuerdo al conocimiento que tiene de sí misma y del mundo con el que interactúa…”, y por la otra, Peter Senge, quien ofrece una definición de la empresa inteligente como “aquella que está organizada de forma consistente con la naturaleza humana”
Las citas anteriores invitan a plantear el conocimiento como una expresión cultural que fluye desde las más profundas creencias hasta la materialización de unos resultados; pero también como expresión de la inteligencia humana para alcanzar un ideal (futuro) amoldándose a los cambios del entorno (presente) sin perder la perspectiva histórica que emana de la tradición y la memoria colectiva (pasado).
Así, todo ente social inteligente (incluyendo la empresa) parece sincronizar dos grandes ejes alrededor de los cuales gravita su pensamiento y acción: el primer eje conjuga la esperanza con el discernimiento, mientras que el segundo, fusiona el entendimiento con la posibilidad. Estas cuatro variables adquieren sentido a partir del momento en que se logre el equilibrio reflexivo de la mente y cuando deliberadamente se asuma una posición crítica ante la vida, la sociedad, la economía, la política y la tecnología. Es decir, la esperanza en el futuro sólo puede surgir del discernimiento; pero a la vez, el discernimiento se ampara en la idealización del deseo. Por otra parte, materializar cualquier posibilidad requiere del entendimiento de lo justo y de lo necesario; pero dicho entendimiento no puede ser ajeno a las propias posibilidades que residen en el contexto.
Siguiendo este hilo conductor, la crisis ética que actualmente se evidencia en las organizaciones empresariales no es más que una crisis de conocimiento y de inteligencia para actuar de forma consistente con la naturaleza humana. Crisis que se manifiesta mediante la des-esperanza y el des-entendimiento, que anulan la capacidad de discernimiento a favor de lo humano e ignora las posibilidades que excedan lo estrictamente convencional. Pero además, como organización social, la crisis ética de la empresa también engendra una crisis de confianza en el futuro (ante la desesperanza) y en el presente (ante el desentendimiento); des-confianza que a su vez actúa como catalizador del egoísmo y del individualismo, fuentes éstas de la barbarie, de la antinomia social y del desinterés que anula la conciencia ética.

Es del desorden moral que impregna la mentalidad de la empresa del que derivan las decisiones basadas en la emotividad disimulada, el placer por lo inmediato, la utilidad como principal valor, la eficacia de los medios, la racionalización de los fines, la acumulación del capital como norte, el desinterés por el otro, la incomodidad del diferente, el aborrecimiento del riesgo, la evasión de la responsabilidad, el resguardo del poder y la intolerancia al error. En suma, decisiones basadas en opacos intereses y en intenciones solamente justificables desde la desesperanza y el desentendimiento.

De este conocimiento deshumanizado y deshumanizador, basado en la eficiencia como concepto central de la educación gerencial, surge el amplio vacío que neutraliza la inteligencia y carcome la esperanza, el respeto y la responsabilidad. No hay ética sin futuro, por lo que se necesita conocimiento para afianzar la esperanza; nunca será posible la ética sin respeto, por lo que se reclama conocimiento que coadyuve al entendimiento, la solidaridad y la justicia; tampoco habrá ética sin responsabilidad, con lo que se demanda conocimiento para aprender a ejercer la libertad individual en perfecto sincronismo con la conciencia colectiva. En consecuencia, la organización contemporánea demanda el conocimiento necesario para cultivar su inteligencia, siendo quizás por ello que Gúedez concibe la ética como la "máxima expresión de la inteligencia humana".

A modo de síntesis:
No hay conocimiento sin referencias. Lo que se muestra y lo que se esconde en la acción gerencial conjuga lo simbólico con lo empírico en un lenguaje que tiene su propia dinámica y su particular condicionamiento; por ello y al igual que es imposible hablar de ética sin hacer referencia a la libertad, tampoco es posible hablar de libertad sin hacer referencia al conocimiento nutrido de intereses y provisto de intenciones; atributos paradójicamente consustanciados con la tradición y la ruptura cultural, pero dispuestos siempre a medio camino entre lo individual y lo colectivo.

Gestionar el conocimiento implica potenciar la autogestión del ser humano, a través del reforzamiento de la autoestima, del entendimiento y de la socialización, con el propósito de crear valor a partir de las propias convicciones. No es la tecnología por sí misma la llamada a facilitar el tránsito de una organización basada en destrezas y capacidades a otra basada en el conocimiento, sino la humildad para reconocer lo que se desconoce y lo que ha de desaprenderse, la confianza para honrar la libertad de la que brotan los intereses e intenciones consustanciadas con los propósitos colectivos, la transparencia para exteriorizar la aparente fragilidad de las emociones que coadyuven al entendimiento, y la inteligencia para amalgamar la razón con la pasión, todas éstas piezas necesarias para materializar un proyecto de vida que armonice lo singular con lo plural y que rinda tributo a la naturaleza ética del acto de conocer; es decir, a la propia naturaleza de la condición humana.