Ética, tradición y respeto

Varias son las teorías desde la que se puede analizar el nivel de desarrollo moral alcanzado por un individuo, así como variadas son las categorías desde las que se puede hacer un análisis de la realidad; pero en todas ellas se evidencia la primacía del espíritu de conservación personal, así como la determinante influencia de esta categoría de valores en la posibilidad de apertura a nuevas realidades, la auto-promoción y la auto-trascendencia.

Estas aseveraciones conducen a entender que el desempeño moral de un individuo, no está solamente determinado por imperativos universales o es función del simple acatamiento defensivo de un sistema de normas morales impuestas desde los entes de dominación en su papel de principales constituyentes de la conciencia moral social. Tampoco, como respuesta específica al deseo de superación personal o a valores históricamente asociados con la jerarquía, tales como el logro de los fines organizacionales o el poder formal atribuido. Más bien, el desempeño moral (la acción moral) parece estar fundamentalmente condicionado por la tradición cultural y la necesidad de seguridad, aun mediante la demostración de conformidad y aceptación ante la posible colisión entre la cultura organizacional y las propias convicciones personales, percibiéndose que el interés por lo particular domine sobre el interés colectivo, lo cual parece justificable por el hecho de que los valores culturales representados por la tradición se conjugan en las conciencias individuales de quienes comparten un determinado espacio socio-contextual, pretendiendo así perpetuar un modo de vida que al amparo de creencias específicas y dotadas de sentido hacia el futuro, sea capaz de trascender el ámbito de acción particular para poder integrarse en el seno de la cultura social, pues tal como lo comenta Carlos Herrejón, “la tradición hace posible la existencia de los grupos sociales más allá de la muerte de los individuos que la integran”; más adelante agrega: “…la tradición es una especie de supranorma fundamental, puesto que atañe no sólo al funcionamiento del grupo o de sus miembros en tal o cual circunstancia, sino que da el fundamento, aunque sea tácito, a la existencia misma del grupo. Es su acta constitutiva”.

Toda tradición lo es en cuanto sea capaz de resistir la prueba de la legitimación social. De ahí que resulte lógico suponer que el apego a la tradición constituya viva respuesta a dos necesidades fundamentales del individuo: la primera, la fidelidad a las propias convicciones, mediante la que se provea de la debida congruencia a los procesos reflexivos y a la vinculación entre dichos procesos y las elecciones personales; y la segunda, la legitimación de la acción individual en el plano colectivo, mediante la que partiendo del respeto, se pueda alcanzar la coherencia afectiva de la que se nutre la transparencia y la justicia, así como el reconocimiento exterior que sustenta al capital relacional y la interacción efectiva; todos ellos, determinantes del sentido social de la acción, de la lógica de la sensatez, del sentimiento de comunidad al que Edgar Morin refiere como fuente de responsabilidad y solidaridad, de la objetivización del vivir y de la subjetivización con la que se edifica la cosmovisión.

En la tradición descansa el germen de la continuidad desde la que se pretende la ruptura en la búsqueda del progreso; pero al mismo tiempo, de la tradición brota la estabilidad, la seguridad, la armonía y el entendimiento que deviene del diálogo vehiculizado mediante el respeto. Por ello, tradición y respeto no pueden ser objetos de estudio independientes. No hay respeto que pueda abstraerse de la tradición, así como tampoco puede abordarse la tradición sin referencia al respeto, pues éste se constituye en motor de la cohesión y legitimador de la diferencias, siendo su naturaleza dual (deontológica y teleológica) la que verdaderamente imprime su enorme contenido ético al ser capaz de fundamentar dialécticamente las elecciones personales, tanto desde la perspectiva individual (el respeto por uno mismo), como desde la óptica social (el respeto por los demás).

De ahí que más que un valor, el respeto se constituya en principio ético al ser soporte de la coherencia personal y, al mismo tiempo, de la cohesión social, cuyas raíces se nutren de la herencia cultural otorgada por la tradición, así como de la esperanza que brota del discernimiento acerca de las posibilidades de un mundo de vida coherente con las convicciones emanadas de esa misma tradición.

El papel de la conciencia moral en la reflexión ética

Resultaría imposible hablar de razonamiento ético sin hacer previas referencias a las cuestiones propias del razonamiento moral, puesto que la dinámica de la acción social posee imbricadas consideraciones que son de la exclusiva propiedad de quienes coexisten en todo contexto de interacción entre pares sociales, no siendo de extrañar que el grado de madurez ética que se exhiba, constituya fiel imagen del nivel de madurez de la conciencia moral que se haya logrado alcanzar; madurez que se manifiesta mediante la forma de ejecutar los propios y particulares actos de razonamiento y de deliberación reflexiva en términos de valores, motivaciones e intenciones.

Tal como lo relata Carlos Gómez, en el libro “10 palabras claves en Ética” dirigido por Adela Cortina, la conciencia moral está referida a la percatación acerca de las ideas sobre el bien y el mal; pero esta noción de conciencia ha planteado múltiples controversias cuyas raíces pueden encontrarse en la teología luterana que postulaba la supremacía de la conciencia individual respecto a cualquier otra autoridad humana y la consagración de la autonomía moral del individuo, la cual, junto a la universalidad de la ley moral, constituyeron los dos pilares fundamentales sobre los que se asentó la ética de inspiración kantiana, predominante en nuestros días.

Sin embargo, tal conjunción entre autonomía y universalidad (en los términos expresados por Kant) no puede encontrar asidero práctico en un mundo universalmente pluralista caracterizado por la diversidad axiológica, emergiendo importantes tensiones morales que tientan al ser humano a cobijarse en una suerte de irracionalismo egoísta, cuyo carácter monológico fundamenta la debilidad ética que se evidencia.

Es de ahí de donde parten las diferencias entre una ética de corte convencional y una ética procedimental discursiva que intenta dejar de lado los fundamentos de la conciencia individual sobre la percatación del bien y el mal, para centrarse en la dimensión pragmática del lenguaje y la comunicación, con la pretensión de fundamentar una forma de racionalidad que, aun sin negar la libertad y la autonomía individual, sea capaz de fundamentar las respuestas morales a los nuevos imperativos universales.

Si bien el nivel de conciencia moral alcanzado puede explicar el grado de madurez ética, un alto nivel de conciencia no constituye de por sí, una garantía de solución a los problemas morales que padece la humanidad, puesto que ello dependerá de la perspectiva ética en la que se inscriba el proceso de deliberación y reflexión moral. De hecho, la profunda toma de conciencia sobre el deber o la responsabilidad, dejando de lado la legitimidad del disenso, o mediante la pretensión de imponer particulares puntos de vista, sólo pudiera conducir a afianzar las brechas entre los intereses personales y los conceptos de solidaridad, justicia e inclusión.

De igual modo, una profunda toma de conciencia acerca de la necesidad de supervivencia o el deseo de alcanzar la felicidad, dejando de lado niveles de conciencia superiores como la de misión, la de contribución o la de servicio, supondría el ahondamiento de la brecha entre el individualismo y el universalismo.

Por último, aun habiéndose alcanzado un estadio de conciencia moral postconvencional en los términos que plantea Lawrence Kholberg, la creencia como persona racional de la validez de principios morales universales y la adquisición de un sentido de compromiso personal con ellos, pudiera ser indicativo de una férrea sumisión a una tradición incapaz de responder a los nuevos signos sociales y a los nuevos retos globales, puesto que al no hacer referencia a la naturaleza de dichos principios, resultaría válido suponer la orientación kantiana sobre la que pudo asentarse la referencia a una única y legítima moral universal, deslegitimándose o dejando de reconocer el diacronismo entre la tradición y la ruptura, y desconociéndose el pluralismo moral, la legitimidad del disenso y la objeción de conciencia.

De aquí que el desarrollo de una conciencia moral amparada en los conceptos del bien y del mal, sin que medien distinciones entre la naturaleza axiológica-argumentativa de lo que se percibe como lo bueno o como lo malo, dejaría de ser objeto de estudio en la reflexión ética que invoca la necesidad de ruptura y emancipación, sin que esto quiera decir que la conciencia individual dejará de ser el crisol en el que se funden los valores y los sentimientos morales.

Desde el punto de vista ético, no se trataría entonces de juzgar las actuaciones del hombre en función del nivel de desarrollo moral alcanzado, sino más bien, en función de la naturaleza de la conciencia moral que se haya internalizado y del saber moral adquirido, el cual y tal como nos lo cuenta Adela Cortina “tiene por meta ayudarnos a discernir qué es lo bueno para nosotros en el conjunto de nuestra vida, para lo cual es necesario averiguar cuál es el fin último del hombre, cuál es el bien que le es más propio”