Construir ciudadanía: una cuestión de confianza


Nuestra época es una época light en la que poco o ningún espacio se guarda para la reflexión. Hemos dejado de buscar la “vida buena” en los términos planteados por Paul Ricoeur, para contentarnos con pequeñas ganancias marginales, exiguos retazos de justicia, minúsculas verdades y ocasionales trozos de felicidad que sin trascendencia alguna constituyen la aspirina moral de la que disponemos para sentirnos bien.

La vorágine contemporánea está suplantando la abstracción por la practicidad de lo inmediato, pues lo que interesa es el beneficio que se pueda percibir del aquí y el ahora; de ese modo observamos la tendencia a la devaluación de la moral, la política, el derecho y la religión. Sin embargo y a pesar de percibirse cierta sensación de que vivimos en una sociedad en la que nada importa y todo vale, hay signos evidentes de una denotada resistencia a renunciar al valor de la autonomía, al tiempo que se profundiza en la necesidad de entendimiento.

La sociedad es modesta en sus exigencias de autonomía y entendimiento, pero tal como lo aclara Adela Cortina, la humanidad en su conjunto se encuentra interpelada por múltiples desafíos para los que no cabe más recurso que una común respuesta, responsable y solidaria; mientras tanto, las preguntas por la rectitud de la justicia, la legitimidad del poder y la honestidad de las intenciones aun no encuentran respuestas.

Esa ausencia de respuestas necesarias para recobrar el sentido de vida al tiempo que se huye de la reflexión para encontrarlas, representa la singularidad de la sociedad contemporánea; una sociedad carente de confianza aunque también necesitada de concordia, en la que sus instituciones y ciudadanos requieren acortar la distancia entre el discurso y la acción.

Jamás podrá existir ciudadanía sin confianza, por lo que su construcción nos remite a una arquitectura cultural sustentada en la naturaleza plural de todo grupo social, que desdibuja el concepto del ciudadano como un sujeto estático y homogéneo, sumiso a una tradición y disciplinado ante el poder coercitivo del aparato público. Más que fundamentada en argumentos ajenos o en declaraciones normativas, la ciudadanía debe asentarse en una razón humana y cordial, apuntalada sobre una nueva forma de reflexionar acerca de nuestros propios problemas y siempre en el marco de una sociedad plural.

El ciudadano se siente como tal cuando hace uso de los derechos propios de su condición, siendo quizás su primer derecho el de vincularse con el resto de personas que conforman su escenario social, recurriendo para ello a los códigos morales, el lenguaje y cualquier otra forma de comunicación de la que disponga; por lo tanto, más que derechos reconocidos por el Estado, la ciudadanía implica autonomía y entendimiento, siendo éstas dos variables las que le otorgan el sentido de pertenencia social.

La ciudadanía honesta y responsable se construye sobre la base de la confianza recíproca, tornándose imprescindible comprender los vínculos capaces de convertir al conjunto social en una comunidad basada en el respeto, la solidaridad, la justicia y la inclusión.

Somos los propios ciudadanos los que debemos encontrar las respuestas necesarias para la construcción de ciudadanía, la cual no implica el rescate a ultranza de valores horadados por el paso del tiempo, sino más bien la consolidación de la confianza entre individuos diferentes; para ello, la mejor forma de hacerlo es apelando a la dignidad de las personas mediante el diálogo en su carácter de mecanismo idóneo para la vinculación de saberes y la conexión de emociones, a su vez cimientos de la convivencia pacífica y del progreso moral de los pueblos.

El equilibrio de la cotidianidad: dominación Vs emancipación


La dinámica compleja de la cotidianidad hace que emerjan nuevas sensibilidades, conflictos y desafíos que seducen a los individuos “dominados” a acariciar la idea de emancipación contra lo conocido y lo instituido.
Las contradicciones culturales, divergentes estilos de pensamiento y un cúmulo de tensiones gestadas en la comunidad moral, disuelven los esfuerzos para encontrar argumentos absolutos capaces de sostener la vigencia de lo cotidiano. Por ello, lejos de mostrarse desvinculado de su propia naturaleza crítica, aunque al mismo tiempo relacional, el ser humano necesita encontrar un punto de equilibrio entre lo convencional y lo transformativo, en donde sus acciones y reflexiones apuntalen la idea de progreso y bienestar.
Por su parte, las racionalidades con pretensiones hegemónicas, bien sean heredadas o gestadas durante la historia reciente de la sociedad, han comenzando a desfigurar sus tradicionales espacios reflexivos imprimiéndole un nuevo dinamismo a la dimensión humana individual. Sin embargo, este cambio en las convicciones y propósitos que han dibujado la identidad de las instituciones dominantes, solamente puede adquirir sentido práctico en la medida en que se logre conjugar la responsabilidad y la sabiduría por parte de aquellos actores cuyas pretensiones de emancipación estén sustentadas en intenciones legítimas, y siempre en armonía con un proyecto global y dinámico, regulado por intereses comunes.
De este modo, las convicciones emancipadoras sólo podrán ser convertidas en realidad cuando los actores “dominados” logren alinear sus elementos identitarios de resistencia con la jerarquía de prioridades en la que las instituciones “dominantes” sustentan sus principios rectores. Así y aún gestada en la conciencia reflexiva individual, la noción de emancipación no es ajena a la identidad legitimadora del contexto, pues es allí donde reside la posibilidad como tal. Pero al mismo tiempo, la idea de dominación cada vez se aleja más de los vetustos conceptos de fidelidad y traición que estaban vigentes en la corte toledana tras su conversión al catolicismo en el siglo XVI. En la actualidad, la dominación no puede concebirse sino desde el plano de la representatividad y por ello, cualquier estructura de poder sólo adquiere vigencia en función de su capacidad para abrir caminos, cohesionar voluntades y conectar horizontes en un contexto relacional sustentado por el respeto a las diferencias.
Así, al ser muy estrecha la vinculación entre el deseo de trasgresión y la necesidad de coexistencia pacífica, y no existiendo modo alguno de desvincular la intención emancipadora de la noción de proyecto común, en el juego de la emancipación no hay vencedores ni vencidos, por lo que a los distintos actores de la comunidad moral, dotados de legitimidad y al mismo tiempo de libertad, tampoco se les podrá atribuir un determinado nivel de propensión para materializar sus convicciones en la construcción de la cotidianidad.
Este equilibrio representativo de un nuevo modo de pensamiento cada vez más alejado de la tradicional lógica de la dominación, se asienta sobre una ética de la tolerancia, del respeto y de la solidaridad, cuyas reglas solo podrán emerger y transformarse en función de las emociones colectivas y en perfecta sincronía con el momento socio-histórico en el que transcurran.

Gerencia avanzada: el arte de abandonar la soledad y el silencio

Todos los caminos conducen a algún sitio que marca su final, pero rara vez ese final coincide con el último aliento del caminante. El largo peregrinaje por los innumerables caminos de la vida se reduce precisamente a eso: a caminar sin perder el aliento bajo la increpadora mirada de la historia y la tradición, pero ¿caminar hacia dónde?

El que camina hacia ninguna parte se sumerge en una profunda contradicción, en el vacío de una soledad tan sólo matizada por sus propios pensamientos y pesares; para esta clase de caminante solitario e ignorante, mente y camino son sus aliados para la nada y también sus verdugos. Por su parte, el que camina sabiendo a dónde quiere llegar, tropieza con múltiples obstáculos que le tientan a abandonar su lucha y a tomar otros senderos que quizás sean ajenos a su voluntad; para este tipo de caminante solitario pero consciente, la cobardía es su mejor equipaje, tanto anhela llegar a su destino que pierde la perspectiva de su andar al desconocer la verdadera razón que le impulsa para acometer su aventura vital.

La gerencia está llena de caminantes solitarios, algunos de ellos ignorantes de profesión como consecuencia del ayuno cognitivo y moral al que se han sometido, mientras que otros, quizás la mayoría, son portentosos ilustrados que conscientes de la superioridad racional que despliegan, no tienen remilgo en utilizarla como arma de dominio y control, escondiendo verdades y sembrando dudas sobre el talante moral de sus intenciones.

He aquí la gran tragedia de la gerencia contemporánea. Extravagantemente ruidosa en la esfera cognitiva, pero aterradoramente silenciosa en el ámbito moral. Ese silencio, gratuito e ilimitado, se convierte en la mejor respuesta a lo que no se desea responder, al tiempo que constituye la mayor demostración de desprecio por lo que gira a su alrededor. Con el silencio se construyen los límites entre lo público y lo privado, pero su inmenso poder destructivo corroe los cimientos de la confianza y el respeto, carcomiendo las propias bases de cualquier estructura social, incluyendo por supuesto, la organización empresarial.

La gente siempre prefiere caminar al lado de quienes se interesen por sus circunstancias, ya sea en el plano personal o laboral, por eso detesta a los que escondiéndose en el linaje del cargo o de su historia, intentan desacreditar su presencia, sus emociones, sus anhelos y esperanzas. La gente quiere decir lo que piensa, necesita ser escuchada para aliviar la carga del camino, implora la aceptación de sus diferencias y la tolerancia a sus debilidades. La gente solicita que se le pregunte y que se le hable, necesita sentirse parte de lo humano y no simple instrumento de producción; sabiendo eso, la primera tarea del gerente es hacer hablar a los demás.

No existen argumentos mediante los que se intente preservar cualquier estilo gerencial amparado en el vacío humano. Al ser la organización la máxima expresión de la coherencia dentro de la diversidad y el pluralismo moral que reina en ellas, también es la antítesis de la soledad y en consecuencia, es incompatible con el silencio. ¿Pueden los gerentes atribuirse el derecho de actuar en contra de la propia condición de lo que gerencian? Obviamente no, por eso es tiempo de avanzar, es momento de romper las cadenas de la soledad y el silencio que hacen de la gerencia contemporánea algo que ya ha dejado de ser defendible.

El indiscreto encanto del canalla

La estupidez humana es eterna, decía Einstein; es el fracaso de la voluntad y de la inteligencia para escapar a su propia dinámica de extinción, pero cuando la estupidez se combina con la ignorancia aparece la figura del canalla, ese hombre ruin y despreciable que dibuja el mundo con grotescos rasgos de obediencia y aceptación, e irrumpe sin permiso e invitación en nuestras vidas, acallando verdades y empujándonos para actuar conforme a quijotescas razones devaluadas por el peso de la historia.

Fracasado, como toda su estirpe, el canalla se refugia en la fantasía popular y se lanza a lo prohibido sin luchar contra nada; de ahí su embrujo, pues de ese modo nunca se arriesga a perder una batalla; siempre sale victorioso en su afronta contra lo irreal y lo imaginado sin percatarse de que tal fantasía nace de la tragedia de una vida sin horizontes ni significado, germina en la conciencia de la eterna derrota y en un concepto de felicidad reducido a la simple carencia de angustias y temores; por eso, la estupidez humana que le mantiene vigente se despliega por todos los ángulos de la existencia sin llegar a ser ridiculizada.

El canalla piensa que el destino de la humanidad le pertenece, y estando en paz consigo mismo vuelve una y otra vez sobre sus pasos, reeditando sus locuras y convencido de que su esfuerzo vale la pena. De ese modo se nos presenta como instrumento de los Dioses para salvar la promesa del futuro, pero la irracional lucidez de la conciencia que define al canalla, lo convierte también en un hombre absurdo e inhabilitado para valorar su propia existencia, obligándole a replegarse en necios y destartalados argumentos para luego deleitarse en la placidez de su desdicha.

El canalla se aparece en cualquier esquina cabalgando sobre la miseria, a la que alimenta con ilusorios gozos y convierte en esclava de sus propias utopías, pero en el fondo solamente se percibe el vacío de una soledad rota por el barullo de los perros que ladran a su paso y le acompañan en una suerte infinita de despropósitos. Cabalga dejando a su paso las cicatrices del odio, la injusticia y la exclusión, pero no por ello es villano; no hay atisbo de malevolencia o perversidad en sus actos, puesto que dicha y tragedia se amalgaman por la incapacidad deliberativa para distinguir entre la maldad ajena y la majadería propia.

La palabra incisiva es su roca; y sus edulcoradas ideas, traidoras arenas movedizas hábilmente dispuestas para atraer por igual, tanto la inocencia de quienes nada tienen, como la desmedida ambición del poderoso. Por eso, al concebir el mundo en blanco y negro sin la riqueza que otorga la escala de grises, el canalla niega una realidad y termina siendo víctima de sus irracionales pasiones.

Su genialidad radica en la capacidad para suscitar visiones opuestas; es la personalización del sacrificio al que le quieren conducir los enemigos que sólo habitan en su imaginación, pero a la vez es el consignatario de las más disímiles manifestaciones de arrogancia e imbecilidad.

Así, el canalla tiene su encanto; es una especie de Quijote idealista enredado en sus propios pensamientos e imaginaciones, que no se conforma con un Sancho de “muy poca sal en la mollera” para que le acompañe en sus aventuras, sino que los quiere a todos; Sanchos de cortejo, glotones y cobardes, esperanzados por la recompensa ofrecida a cambio de lealtad con sus astutas maniobras; Sanchos socarrones, deseosos de pisar las arenas del peligro aun a sabiendas de que se inmolarán con él.

Ay canalla, qué fuera de ti sin los Sanchos que te cortejan, pero mientras existan, volverse loco quizás sea la mejor forma de responder a tus embestidas.