Aproximación al problema epistemológico y moral de la organización empresarial

El pensamiento administrativo clásico al que hoy se vincula gran parte de la actividad de negocios, ha estado sustentado en principios racionalistas y patrones normativos, centrados en la minimización del riesgo y en la búsqueda de la rentabilidad, fundamentalmente a través de sus procesos internos. Aunque la rentabilidad continuará siendo el eje rector capaz de condicionar el desarrollo y la consolidación de la empresa en su sector específico de actividad; y que el mercado mantendrá su eficacia como integrador de la actividad económica (Drucker, 1997) la dinámica contextual contemporánea está planteando un conjunto de rasgos que, en el mejor de los casos, invita a cuestionar la vigencia de los principios en los que se ha sustentado la noción del éxito; y consecuentemente, a replantear el conjunto de indicadores que tradicionalmente han sido utilizados para su medición.

Este cuestionamiento induce a revisar el marco ético que deberá respaldar los comportamientos y las decisiones de gerentes y empresarios, una vez reconocida la necesidad de modificar sustancialmente el patrón de referencia que históricamente ha legitimado sus actos. El simple hecho de reconocer la vasta complejidad del ambiente de negocios lleva implícito el cuestionamiento ético de las actuaciones que de él se derivarían, dificultándose por el hecho de que el mismo concepto de «complejidad» es abstracto y alejado de la esfera de la racionalidad. La actuación gerencial objetiva y tangible, no solamente choca con la subjetividad de las actitudes, sino también con la abstracción del mundo complejo, abriéndose un espacio a la duda sobre la capacidad real de la empresa y de su gerencia para traspasar los límites de referencia convencionales.

La complejidad tecnológica y socio cultural de nuestro tiempo, evidencia la debilidad de las bases que han configurado el pensamiento gerencial del siglo XX, cuya persistencia pudiera explicar la agonía que experimenta la ortodoxia gerencial ante la aparición de un nuevo modelo de sociedad, mejor informada, más exigente y cada vez menos dispuesta a tolerar las prácticas gerenciales y empresariales que aún persisten.

En el actual contexto de negocios, los fundamentos clásicos que sustentaron la noción del éxito, comienzan a desfigurarse cuando son observadas desde la perspectiva de la complejidad, la cual solamente es percibida por el aparato gerencial tras reconocer la dificultad para comprender y gestionar la linealidad de las múltiples relaciones causa-efecto que han sido identificadas; pero a las que debe añadírsele el propio desconocimiento de las variables sociales que no han sido -o no han querido- ser percibidas como factores que inciden, de manera muy significativa, en la configuración de un tejido social coherente con los nuevos retos empresariales, convirtiendo a la organización en una especie de mecanismo trasgresor de la realidad.

Esta trasgresión, sea deliberada o no, es la que induce a visualizar la organización como un escenario de lucha eterna entre el orden y la complejidad, (Cornejo, 2004) en el que el modelo normativo racional sustentado en los fines, pierde funcionalidad en virtud de su propia naturaleza restrictiva de la capacidad gerencial para encontrar respuestas lógicas a los sucesos que configuran la realidad. Estos elementos configuran un ambiente de imprecisión que podría conducir al colapso de las estructuras organizacionales clásicas y a un resurgimiento del componente empírico e intangible que caracterizaba la pre-modernidad.

La transición de la empresa a un nuevo modo de pensamiento, conlleva la aceptación del riesgo natural que implica tomar decisiones basadas en la simple presunción de la oportunidad. Esto, aún manteniéndose vigente el enfoque actual de los sistemas de negocios, representaría la génesis de un importante problema de naturaleza ética, agravado por las cada vez mayores demandas y expectativas de los diferentes grupos sociales que constituyen los ejes alrededor de los que gravita la acción gerencial, añadiendo un nuevo componente a las ya complejas tareas de gestión, al hacerlas indisolubles en el funcionamiento de los propios sistemas de negocios.

Ante un mundo impreciso y en un ambiente de transición, se visualizan ciertos indicios que invitan a cuestionar el comportamiento ético de la gerencia en el manejo de la complejidad. Por otra parte, según parece, la acción gerencial en tiempos de transición hacia la muy discutida concepción de “postmodernidad”, no está debidamente representada por los típicos reduccionismos que tratan la ética de los negocios; pues tal como lo comenta Morín (2006), toda acción implica considerar dos polos: el de la intención y el de los resultados, no habiendo forma de desagregarlos o reducirlos.

Siguiendo la interpretación de Melchim, (Lo Biondo, 2.003) la ética se refiere a “cualquier experiencia en nuestras vidas en la que se trate de deliberar y decidir como actuar”. (pág. 1) A pesar de la lógica interna que encierra esta definición para el mundo de los negocios, el autor comenta que el concepto ético y el concepto de empresa, se han movido en planos distintos, debatiéndose dos visiones aparentemente opuestas: la subjetividad de la ética versus la objetividad de la empresa. Con ello, a lo largo de la historia reciente de la humanidad y dado que el positivismo ha dejado poco espacio a las teorías humanistas, (Vivas et. al. 2.002) se ha generado un paréntesis en el desarrollo de la ética empresarial, no siendo sino hasta finales del siglo XX (década de los 80) cuando comienzan a experimentarse cambios acelerados que repercuten significativamente en la dinámica social, tecnológica y científica del mundo occidental.

En los últimos años, las empresas han comenzado a reconocer la enorme carga de responsabilidad moral hacia la sociedad, impulsando profundos cambios en su concepción ideológica, hasta el punto que Vivas ilustra el concepto de la organización como el núcleo básico de las sociedades postcapitalistas e instrumento remoralizador de la sociedad. La toma de conciencia de que la ética constituye una exigencia impuesta por el propio sistema económico; la existencia de una conciencia de solidaridad; y el miedo a la mala imagen y al descubrimiento de su falta de ética, son otros factores que el autor utiliza en su argumentación para ilustrar el cambio en la concepción de las empresas.

Las aseveraciones de Vivas revelan el impacto del cambio que ha sido asumido por el sector empresarial, al comprender que el éxito de los negocios y la legitimación social de su actividad, sólo será posible en la medida que exista un adecuado crecimiento económico, requiriéndose, por una parte, el fortalecimiento del sector privado como principal generador de empleo y riqueza, y por la otra, una sociedad cuyo funcionamiento y desarrollo esté sustentado en principios éticos recíprocamente aceptados; y materializados en acciones sostenibles en el tiempo.

De allí que la relación entre empresa y sociedad obtenga un mayor significado ante el reconocimiento mutuo de obligaciones y responsabilidades que van más allá de las que se derivan del estricto cumplimiento de la normativa legal o de la simple producción de bienes y servicios, aún cuando éstos se encuentren plenamente justificados. Esto es coincidente con los señalamientos de Lozano, (Argandoña, 2005) cuando se refiere a la empresa como una “institución económica; pero al mismo tiempo sociológica, cultural, política y ética (…) estudiada por diversas disciplinas en términos de eficiencia; pero también de poder, conflicto, legitimidad, demandas sociales, sentido y cultura”.

La transición de la empresa hacia un nuevo modelo de convivencia y desarrollo, conlleva, de forma implícita, el gradual desmoronamiento del paradigma tradicional que sustentó el pensamiento y la praxis gerencial que ha caracterizado el siglo XX, el cual ha estado fundamentalmente orientado a la búsqueda del beneficio económico, al ser considerado éste como la razón y el sentido de la actividad empresarial. Esto plantea, entonces, cuatro grandes retos para la gerencia contemporánea: a) internalizar y asumir como ciertas, las tendencias económicas, sociales, culturales, políticas y tecnológicas que afectarán a la actividad empresarial en su nuevo papel de remoralizador social; b) aceptar el progresivo desmoronamiento de las bases filosóficas en las que se ha venido sustentado el devenir histórico de la empresa desde la aparición del pensamiento ilustrado y de la razón técnica instrumental como sustento de la toma de decisiones; c) modificar los patrones de pensamiento y acción sobre la dinámica gerencial y de los negocios en un escenario de complejidad; y d) garantizar la rentabilidad de la empresa durante las sucesivas etapas de transición, asegurando la coexistencia de modelos paradójicamente divergentes.

Lo anterior no deja lugar a dudas sobre la necesidad de incrementar el capital ético de la empresa, como variable interviniente en el sistema de negocios. Tal como lo planteó Donaldson (2.004) en su teoría sobre el capital ético de las naciones, las ventajas económicas surgen en un ambiente en el que las personas se comportan éticamente, entendiendo la ética no tanto como un valor meramente instrumental ó teleológico, sino como valor intrínseco del propio ser. Aunque Donaldson emula la obra de Porter y contextualiza su postura a las naciones en su conjunto, la esencia de sus planteamientos es aplicable al contexto empresarial, tal como en su momento lo fue el pensamiento Porteriano de la competitividad.

De las ideas expuestas surgen dos vertientes de la ética empresarial: por una parte, un componente ético instrumental, orientado al conjunto social, a la búsqueda del «progreso» y a su remoralización ante la profunda crisis de valores; y por la otra, un componente ético intrínseco, imbuido en la estructura más profunda del propio pensamiento gerencial y sin el cual, la empresa dejaría de existir; pero en una sociedad postmoderna no hay posibilidad de desagregar ambos componentes. Al no poder justificarse uno sin la presencia del otro, tampoco pueden materializarse de forma separada. En otras palabras, la razón teleológica social es, al mismo tiempo, el fundamento deontológico empresarial. Esta disociación explicaría, en parte, los razonamientos que impulsaron a Snoeyembos y Humber (Mundim, ob. cit.) cuando se referían a las dificultades que plantea el utilitarismo, al considerarlo como la doctrina ética empleada en los contextos de negocios; o el por qué los problemas éticos rara vez se resuelven (Rojas et. al. 2001)

A pesar de que para los utilitaristas contemporáneos, la racionalidad económica y la moralidad son conceptos compatibles; y aún cuando actualmente el utilitarismo establece una mayor relación entre razón y moral (Gómez, 2.005) los razonamientos lógicos que conducen a entender la imposibilidad de disociar la actuación ética de la empresa, hacen emerger una paradoja con profundas implicaciones éticas. Por un lado, el pensamiento postmoderno alienta la tolerancia hacia la diversidad cultural, la pluralidad de ideologías y la libertad de acción; pero por el otro, el volumen y la velocidad de la información, como consecuencia del relativamente fácil acceso a las nuevas tecnologías, tiende a la homogeneización de los patrones y modelos de comportamiento social.

Quizás, la respuesta a esta contradicción no sea del dominio exclusivo de la ética y este cuestionamiento deba abordarse mejor desde una perspectiva antropológica; pero es un signo de las imperfecciones del mercado que requieren mejorarse desde el ámbito empresarial, a través de lo que Donaldson (2004) denomina la cooperación moral de sus participantes, o de lo que Morín (2.006) define como la antropolítica, llamando a conjugar la ética con la política.

Este ambiente complejo parece propicio para el surgimiento de un nuevo escenario ético que permita –al hombre y a la organización- adecuar el alcance y forma de participación en el nuevo modelo económico y social, mediante la trasgresión auto-regulada y co-regulada de los principios y valores que han permitido construir el referente lógico-cognitivo en el que ha basado su actuación histórica, siendo la capacidad conjunta de estos elementos, la que configuraría el potencial ético de la empresa en un ambiente de transición.