El problema de la irracionalidad moral organizacional

A lo largo de la historia se han entretejido diversas teorías sobre el funcionamiento de las organizaciones, registrando por un lado, la evolución de las distintas realidades sociales en términos de valores, prioridades e intereses, y por el otro, dejando constancia de las distintas interpretaciones sobre una misma realidad. Cada una de esas teorías, atendiendo a pretensiones de validez bien argumentadas, concibió formas y mecanismos ideales de estructuración y gestión; pero todas ellas sustentaban su configuración en dos elementos comunes: la racionalidad y el poder. Ambos conceptos aún siguen conformando el espectro ontológico que sustenta el estudio de la naturaleza de las organizaciones y de sus fuentes de legitimación.

Desde una perspectiva eminentemente teórica, la organización pudiera definirse como una imagen representativa de la sociedad, y como tal, una construcción culturalmente definida por los sujetos que la integran. Desde este punto de partida, se entienden las palabras de Vilariño y Schoenh, cuando afirman que “en la cultura organizativa se fundamentan los procesos de compromiso e identidad con la organización”. Ahora bien, si en el plano fáctico esto fuese cierto, ¿cómo explicar la asimetría en las relaciones de poder que han venido operando desde los albores de la humanidad y sus grandes proyectos de construcción, hasta las más modernas corporaciones de principios de este siglo? De igual modo cabría preguntarse ¿cómo conjugar la racionalidad de la organización, con las manifestaciones disfuncionales que reducen el bienestar de sus integrantes, llegando incluso a anular la conciencia y con ella, la pérdida de la libertad y el sentido de la vida?

Repasando los distintos modelos organizacionales, desde Taylor y la Escuela de la Administración Científica hasta nuestros días, se advierte la desintegración de las dos dimensiones que Habermas identifica como insustituibles en su concepto de “mundo de vida” al escindirse lo sistémico de lo social. Así, mientras algunos teóricos le otorgan predominio a lo sistémico (Taylor, Weber, etc.), otros resaltan el papel de los equipos, las redes, la dirección participativa y la implicación de los trabajadores, como determinantes fundamentales del éxito organizacional (Drucker, Bennis, Handy, Spreitzer, Cummings, Peters, Davenport, Lawler)
Ahora bien, ahondando en las premisas y postulados de cada uno de esos modelos, pudiera sospecharse que cada uno de ellos, aún de modo bien intencionado, representa un concienzudo intento para legitimar el subdesarrollo moral de la propia organización, toda vez que predomina un conjunto de ideas morales impuestas, inicialmente ajenas a la conciencia reflexiva de los individuos, y como tales, restrictoras de la libertad y la autonomía individual.

El ser autónomo (del griego autós: “uno mismo” y nomos: “ley”) es aquel que se obliga ante sí mismo, porque ha sido capaz de dictar su propio código moral haciendo efectiva su libertad para poder asumir una responsabilidad consigo mismo y ante los demás. De este modo, la libertad se advierte como recurso necesario para que las organizaciones, mediante el aporte individual y las competencias relacionales de sus integrantes, alcancen un nivel de desarrollo interior que permita lograr los objetivos comunes. Sanromá lo ilustra muy bien cuando afirma: "Todo está regido constantemente por leyes naturales y todo ordenado ó, como ahora se dice, organizado, no por la fuerza externa de la voluntad de un gobernante ó por la presión que ejercen los intereses egoístas de clases determinadas, sino por la fuerza íntima de la libertad y el general concierto de todos los intereses"

Siguiendo este hilo conductor, la organización como tal se desprende de una moral única, impuesta y autoproclamada a favor del ente de dominación, para convertirse en un espacio contextual caracterizado, en primera instancia, por la coexistencia de múltiples códigos morales, dialógicamente dispuestos para promover acuerdos racionales y garantizar la coincidencia de intereses comunes, previo entendimiento y comprensión de las diferencias, a través del lenguaje y la comunicación.

Este pluralismo moral, hermenéutico por naturaleza, encuentra sustentación en los dos elementos básicos de toda sociedad moral: el respeto y el debate sobre las razones de ese respeto (Grondona, 2.004), y esto conduciría a la presunción moral básica de que los intereses generales de la organización no encontrarán oposición en los intereses particulares, lo cual nos remite a Habermas cuando al referirse a la racionalidad de las personas, afirma que “Las normas de acción se presentan en su ámbito de validez con la intención de expresar (…) un interés común a todos los afectados".

Dicho esto, no existirían razones para argumentar que el bienestar general de la organización es contrapuesto al bienestar individual, o que los intereses individuales deban estar subordinados al interés colectivo. Todo lo contrario; el desarrollo de la organización debiera descansar en un acuerdo moral, edificado sobre la base de un mínimo y factible consenso, mediante el que sus integrantes proclamen su mutua y recíproca confianza ante las peculiaridades individuales.

Es precisamente la ausencia de este acuerdo moral, lo que ha conducido a la catástrofe ética de los distintos modelos organizacionales gestados en la inspiración Weberiana, según la cual, los fines debían ser simplemente aceptados pues estaban asociados a una cultura determinada o a una tradición vigente, y en consecuencia, ajenos a la libertad de deliberación y elección. Así, al no corresponderse los fines de la organización con los fines de los medios (los individuos), la racionalidad instrumental en la que se han gestado las distintas teorías de la organización, demostraba de forma paralela la “irracionalidad de sus fines y en consecuencia su vacío ético” (Dussel), pues quebrantaba la libertad, la autonomía y el sentido de vida de sus integrantes.
Emerge así la idea sustantiva de que las organizaciones siguen afrontando un problema ético relacionado con su modo de pensar, el cual debe ser previamente reconocido para luego identificar los puntos críticos en los que se sustentaría cualquier propuesta de desarrollo intra-organizacional.