El progreso como construcción ética

Desde hace varios siglos, a la noción de progreso se le asocian las ideas de libertad, igualdad, crecimiento económico y desarrollo social; pero aún así, en el mundo contemporáneo se evidencian tensiones y desacuerdos sobre estos cuatro valores fundamentales. De hecho, la búsqueda de la igualdad social encuentra oponentes en quienes defienden la supremacía de la libertad individual; y suficientemente ha sido demostrado que el crecimiento económico no siempre es paralelo al desarrollo social, pudiendo incluso avanzar en sentidos contrapuestos. Desde esta perspectiva pareciera que tanto el determinismo tecnológico como la emergencia de lo irracional, propios de esta primera parte del siglo XXI, son incapaces de ofrecer respuestas a la pretensión de progreso.

En un artículo publicado por Francisco Contreras titulado “El concepto de progreso: de San Agustín a Herder” (2.003) su autor define el progreso como "la evolución necesaria y gradual del conjunto de la especie hacia algún tipo de perfección o plenitud”. Aunque reconoce que existen diferentes ritmos de progreso, enfatiza que ese término debe aludir a la especie en su conjunto, mas no con referencia concreta a una cultura particular o a un pueblo determinado. El autor no precisa a qué tipo de progreso se refiere; si al progreso relacionado con el perfeccionamiento técnico o cognitivo (perspectiva epistémica), al progreso visto como un incremento de la felicidad (perspectiva eudemónica), o al progreso visto como un perfeccionamiento moral (perspectiva ética); quizás apunte al progreso de la humanidad como integración de estas tres vertientes, o acaso esté simplemente defendiendo la ilusión del progreso como un imperativo del hombre y la razón de su existencia tras el abandono de la fe en la providencia; pero al analizar dichos señalamientos, se advierte que el autor no apela a la subjetividad del ser, quien es el único que puede construir y utilizar su conciencia sobre lo que debe considerar como progreso, para así poder valorar monológicamente sus efectos, mediante su postura cognitiva y moral respecto a sí mismo y hacia la sociedad.

Es precisamente esta omisión, la que conduce a entender la postmodernidad como una respuesta natural ante el agotamiento cultural del proyecto social moderno en su pretendida búsqueda del progreso global, de la felicidad, de la equidad y del bienestar general fundamentado en un discurso moral de carácter universal, deduciéndose que la emergencia del sentir postmoderno radica en la idea del progreso inalcanzado y en la crisis de sus fundamentos.

Tal como apuntase Rigoberto Lanz, el desvanecimiento de la modernidad como epísteme, supone que la ética del progreso ya no puede validarse por si sola, o como bien lo señala Nuria Almiron, quien luego de afirmar la paulatina pérdida de confianza en el progreso que ha caracterizado al siglo XX, advierte que estamos rodeados de la existencia de un progreso material, esencialmente tecnológico-digital, no siendo fácil emitir un juicio respecto a su impacto en la vida moral de los individuos.

Acerca de este cuestionamiento moral del progreso, el filósofo francés Edgar Morín reflexiona sobre los imperativos en los que debe sustentarse su autodenominada «ética planetaria» al dar cuenta de que la humanidad debe definir los límites de su expansión material y correlativamente, emprender su desarrollo psíquico, moral y mental. Desde esta perspectiva, parece claro que el bienestar no puede expresarse sino en términos que evoquen el equilibrio entre materialidad, conocimiento y moralidad; equilibrio éste que sólo puede ser buscado y percibido en la capacidad reflexiva del propio ser, a partir de la conciencia particular de cada individuo.

Lo anterior invita a considerar que ante la aparición de una nueva cultura social, paradójicamente como consecuencia del debilitamiento de su libertad para decidir y de la cada vez menor utilización de la razón técnica-instrumental como método de elección, el hombre atraviesa un tiempo caracterizado por un cambio de conciencia sobre el bien y el mal, y por un reencuentro con los valores humanísticos. En el mundo actual no solo deja de tener sentido el pensamiento de Descartes, cuando anunciaba que la razón era superior a la experiencia como camino para obtener el conocimiento, sino que en este escenario, el conocimiento adquirido por cualquier método se fragiliza, pudiendo incluso cuestionarse su utilidad ante las evidencias de un mundo caracterizado por la necesidad continua de desaprendizaje y cambio; al respecto, conviene sin duda citar a Wagensberg, quien resume sus dudas preguntándose si acaso sabemos lo que deseamos saber.

Según parece, la conciencia intelectual está perdiendo su solidez, sumergiendo al ser humano en una debilidad reflexiva de la que sólo puede escapar recurriendo a su propia concepción integral a través de la conciencia moral; sin embargo, en un mundo cada vez más interdependiente, el hombre ético no puede sustentarse en el mero reconocimiento de sus errores y en el consiguiente cambio de sus creencias, sino en su capacidad de disentimiento como única vía para promover el «intersubjetivismo dialógico-argumentativo», mediante la reafirmación de sus diferencias respecto a los demás y el respeto activo a las conciencias reflexivas que le son ajenas, sumiéndolo en una ética de la utilidad, del deber y de la virtud, profundamente relacionadas con la idea de la libertad en la que Savater centra el concepto ético del hombre, cuando afirma que la ética es la actitud ante la libertad propia en relación con la libertad individual y social de otros.

De aquí que la noción de progreso, vista desde la profundidad de la conciencia individual, encierra la idea de voluntariedad y con ella, el concepto de responsabilidad como capacidad de imputación ética (Dianes) y del individuo como valor intrínseco y no meramente instrumental (Donaldson), surgiendo así cuatro elementos que convenientemente estructurados permiten asegurar su coherencia cognitiva: [1] La pretensión del bienestar conduce a la noción reflexiva de progreso, debiendo ser entendido como el equilibrio entre materialidad, conocimiento y moralidad, [2] pero al ser reflexiva, la noción de progreso subyace en la profundidad de la conciencia particular de cada individuo, por lo que su concepción y búsqueda no deja de ser libre y voluntaria; por lo tanto, dentro de los dominios de la ética. Por otra parte, [3] la libertad y voluntariedad inducen la idea de responsabilidad para con el yo y el otro, como núcleo de la capacidad de disentimiento, lo cual implica [4] la reafirmación de las diferencias y el respeto por las conciencias ajenas, evocando la idea de solidaridad con los principios en los que se fundamentan.

Es así como en respuesta al reconocimiento de la complejidad humana y al paulatino desmoronamiento de las bases filosóficas en las que se ha pretendido sustentar la búsqueda del tan anhelado progreso, estos cuatro elementos (equilibrio, libertad, responsabilidad y solidaridad) conducen a entender la perspectiva ética que en su papel de orientadora para la consecución de los fines del hombre, debiera definir los rasgos de su actuación dentro de cualquier contexto social.