De la necesidad de co-regulación, a la capacidad de co-regular

Traspasar las fronteras de la individualidad representa la esencia misma del ser humano. La naturaleza social del hombre le obliga a buscar refugio en el reconocimiento externo, haciendo que la legitimidad de su actuación, más que depender de sus propias convicciones, llegue incluso a traspasar el marco normativo que formalmente la regula, para depender del grado de aceptación que le confiera el referente social con el que interactúe.

De modo análogo, la empresa no constituye un sistema simple o mecánico, cuya existencia esté justificada por la simple obtención de beneficios dentro de las regulaciones de un marco legal que legitime su actividad. En la actualidad, la legitimidad de la acción empresarial la otorga el mercado a través de la percepción que se tenga sobre la capacidad de respuesta a los problemas e intereses sociales, conjuntamente con la utilidad de los productos y servicios que comercialice. La legitimación social está consustanciada con los valores sociales dominantes, por lo que desde un punto de vista práctico, el planteamiento ético de la empresa pasaría por incorporar dichos valores exógenos dentro la propia cultura de la organización.

Alcanzado este punto, y haciendo abstracción de las dificultades derivadas de la introducción de nuevos valores en la cultura organizacional, surgen varias interrogantes que debilitarían el sentido ético de la actuación empresarial cuando se le observa estrictamente desde una perspectiva práctica: ¿Cuál es el grado de congruencia entre los valores sociales a los que la empresa se debe circunscribir para obtener su legitimación?; ¿Existe total alineación entre los valores dominantes en los distintos ambientes con los que la empresa se relaciona?; y en el caso de que no haya total alineación o congruencia ¿Cuál sería la jerarquía de valores y de qué o quién dependería su configuración?

En buena parte, la complejidad del actual mundo de negocios proviene de la diversidad cultural como producto de ideologías encontradas -aunque moralmente tolerables-, disímiles interpretaciones de la realidad y visiones divergentes del futuro necesario y deseado. Adicionalmente, a la empresa se le demanda mayor implicación en su rol de remoralizador social y principal dinamizador del concepto de bienestar. Todo esto obliga a revisar los fundamentos teóricos de la moral interna de la organización y a cuestionar la aplicación de estos fundamentos en las correspondientes actividades de negocios, entendiendo así la necesidad de co-regulación, vista como la lucha entre el impulso de auto-regulación y el dinamismo de los ambientes con los que la empresa está llamada a interactuar, tanto en el contexto social, como en los planos político, económico y tecnológico.

Atendiendo a las razones que fundamentan la necesidad de co-regulación, se desprende que la pérdida de libertad debe llevar implícita la idea de beneficio, pues de lo contrario, no sería aceptada. De igual manera, la pérdida de la razón instrumental como instrumento de decisión, llevaría aparejada la idea del deber, puesto que, salvo que se esté moralmente obligado a tolerar la incertidumbre y aceptar los riesgos asociados, es más fácil recurrir a la razón instrumental que renunciar a ella. De igual modo, reconocer la fragilidad del conocimiento adquirido y actuar en consecuencia, solo es posible desde la perspectiva de la virtud y la moralidad, con lo que se vislumbra un nuevo problema de la transición, el cual no sólo se hace evidente por la divergencia entre culturas, intereses e interpretaciones entre los integrantes de la organización y los distintos grupos sociales, sino además, y en el plano individual, ante las pretensiones de dominio, poder e influencia; y ante la preeminencia de la razón como instrumento de decisión.
Tras las reflexiones anteriores, los nuevos tiempos, difíciles de entender y amenazadoramente inciertos, plantean más interrogantes que respuestas. El actuar ético de la empresa se aleja de lo que hoy se visualiza como lo bueno, lo conveniente y lo necesario; y todo parece converger en la necesidad de redefinir el concepto de responsabilidad, ampliando su alcance a la obligación moral de responder ante nuevos entes que hasta ahora no habían representado interés alguno para la empresa, o que no eran considerados como compromisos derivados de la propia actividad de negocios.

En el plano ético, el abandono de las actuales prácticas de negocios para incursionar en el nuevo modelo de pensamiento gerencial, supondría la superación de cuatro grandes debilidades que se hacen evidentes desde el mismo momento en que la organización llega a cuestionar la necesidad de un cambio sustancial en la forma de gestionar sus negocios: 1) la debilidad para asumir públicamente la responsabilidad ética por las decisiones adoptadas y los resultados obtenidos; 2) la debilidad para defender la utilización de los medios disponibles y argumentar la validez de los principios en los que se sustenta la transición; 3) la debilidad para encontrar un modo de actuación congruente con el paradigma de la complejidad, ante las divergencias culturales que existen entre la organización, los distintos grupos sociales y el resto de micro-ambientes con los que se interrelaciona; y 4) la debilidad para desprenderse del poder y la racionalidad técnico-científica, como instrumentos de decisión.

Contrariamente a lo que se piensa, la vigencia de la empresa en su sector de actividad no dependerá tanto de su capacidad para competir, sino de su capacidad para incrementar su capital ético, traspasando la convencionalidad normativa para imbuirse en el plano de una voluntariedad sustentada en profundas y nuevas convicciones, así como en el desarraigo de creencias, experiencias y conocimientos adquiridos; por lo que la superación de estas debilidades constituye el principal reto al que se enfrentan gerentes y empresarios.

Todo parece indicar que el marco ético que deberá sustentar los esfuerzos de transición hacia la postmodernidad, solamente podrá configurarse desde la óptica de la responsabilidad y de la virtud, sin que esto signifique el abandono de la razón práctica. No obstante, la actual concepción ética de las empresas hace que persista un «subjetivismo monológico» para la toma de decisiones que es antagónico con la realidad postmoderna, requiriéndose la ruptura cultural en el contexto gerencial para adoptar una nueva forma organizacional con alta expresividad ética, materializable en términos de un mayor equilibrio reflexivo entre responsabilidades económicas y sociales; la dotación de nuevos y ampliados espacios de libertad entre sus miembros, y un estilo decisional sustentado en el diálogo con los grupos de interés, como medios para asegurar la vigencia ética de la empresa, en su rol de remoralizador social.

De lo ya comentado, surgen cuatro afirmaciones que testimonian la existencia de un problema complejo en el contexto gerencial: a) La ética es una exigencia para la viabilidad del sistema económico; b) Las reglas del sistema económico son incapaces de determinar los cursos de acción éticos de la empresa; c) La implantación de códigos éticos en la empresa, no garantiza la alineación entre convicciones individuales, responsabilidades organizacionales y demandas sociales; y d) Los gerentes reconocen la necesidad de ruptura cultural en el plano ético; pero temen abandonar estructuras de pensamiento que han resultado exitosas en el pasado.
Consecuentemente, alcanzar una comprensión fenomenológica sobre la forma en que las organizaciones empresariales debieran gestionar su transición al modo de pensamiento postmoderno, luce como una exigencia para asegurar la unidad del razonamiento ético entre actores provistos de diferentes concepciones morales.