Construyendo la identidad: Emancipación desde lo cotidiano

La contemporaneidad del mundo de vida tiene en lo dubitativo su principal expresión. Temores, angustias, paradojas, responsabilidades reñidas con las convicciones, deseos e intereses reprimidos por la lógica de la dominación, irresoluciones y sobre todo, las dudas sobre la realidad percibida y las expectativas del futuro, alientan el deseo del hombre por liberarse de lo carente de sentido y significación. Es este el mundo cotidiano que invita a construir una identidad para hacer uso de ella, decidida y responsablemente, a fin de transgredir convencionalismos y encauzar las intenciones sin menoscabar los legítimos intereses del resto de actores integrantes de la comunidad moral. En este artículo, entendiendo la identidad como una construcción moral a partir de lo cotidiano, y utilizando los postulados teóricos de Castells, Habermas y Ricoeur, se vinculan los elementos intervinientes en la intención emancipadora, con la pretensión de encontrar puntos de convergencia entre las instituciones dominantes y los actores dominados, para asegurar su coexistencia pacífica ante el pluralismo moral y el relativismo ético.

1.- La identidad como construcción moral a partir de lo cotidiano
La pretendida comprensión del futuro requiere entender las raíces de la cotidianidad; es decir, de todo aquello considerado normal porque simplemente ocurre todos los días. De igual modo, entender la forma como el hombre ha evolucionado significa comprender la historia de su cotidianidad. Costumbres, actividades, relaciones, temores e intereses, se circunscriben dentro de lo cotidiano; por ello, la historia del hombre es la historia de los hechos, pensamientos y circunstancias que moldearon y siguen moldeando el mundo de vida subjetivo e intersubjetivo a través del cual se construye la identidad y se expresan las diferencias.

El hombre ha edificado su historia porque ha sido capaz de cambiar su mundo de vida apartándose de lo cotidiano. Seguirá cambiando porque en función de su propia identidad es y será capaz de liberarse de aquello que para él pierde su condición de normalidad, imponiéndose a una realidad percibida ya como ilegítima para emanciparse de lo conocido. Por ello, la cotidianidad como marco de referencia ontológico, desconoce también cualquier modo determinado de vivir y coexistir, presentándose imparcial tanto en lo ético como en lo estético.

La visión cotidiana del mundo de vida está conformada por espacios, tiempos, formas y contenidos en los que se materializan creencias básicas con sujeción a un determinado sistema de valores. Esta visión permite la socialización a través de la comunión de valores socialmente aceptados; pero también neutraliza los deseos y restringe los espacios de libertad. Así, lo cotidiano adquiere la característica de natural, como también puede volverse natural la represión de los deseos (hasta el punto de llegar a desconocerlos) y de la libertad (incluso aceptando su pérdida) evidenciándose la estrecha vinculación entre cotidianidad e identidad, la cual luce como consecuencia de aquella.

Aquí se tornan significantes las afirmaciones de Castells (Avendaño 2.001) cuando en un contexto marcado por las relaciones de poder, plantea la construcción de la identidad a partir de sus tres formas originarias: 1) identidad legitimadora: introducida por las instituciones dominantes de la sociedad para extender y racionalizar su dominación frente al resto de los actores sociales; 2) identidad de resistencia: generada por aquellos actores quienes sustentándose en principios distintos a los emanados de otras instituciones sociales, se encuentran en posiciones estigmatizadas por la lógica de la dominación; y 3) identidad proyecto: o aquella que intentan construir los actores sociales, cuando basándose en los elementos culturales disponibles, tratan de redefinir su posición en la sociedad, buscando con ello la transformación de toda la estructura social.

Ahora bien, de las tres formas originarias de identidad planteadas por Castells, ninguna de ellas está exenta de los atributos que rigen su construcción cuando es enfocada desde la perspectiva de la cotidianidad. La construcción de la identidad, sea ésta individual o referida a un grupo social, implica el reconocimiento de las diferencias respecto a los demás, el deseo de afianzarlas o modificarlas, y la utilización del sentido de libertad para actuar en función de sus límites.

Lo anterior conduce a entender que la identidad auténtica se construye en un contexto de cambio signado por el deseo y la libertad. Si el deseo deriva de la insatisfacción con lo cotidiano, es fácilmente comprensible la total libertad del hombre para cambiar sus creencias y sus pensamientos; mas no significa su propensión a cambiar sus hechos y circunstancias. Esa particularidad no los hace menos libres; pero sí, menos dispuestos para ejercer la libertad. De nuevo, las relaciones de poder condicionan su ejercicio, mas no sus fundamentos; relaciones de poder no solo jerárquicas o formales, sino además, regidas por la supremacía de los convencionalismos morales.

Así, no toda actuación del hombre encuentra sustentación en el ejercicio de la libertad, ni está totalmente sujeta a imputación de responsabilidad o dentro de la esfera ética, siendo oportuno parafrasear a Guédez (2.004) quien señala que las respuestas éticas no proceden de reacciones a instintos, ni de deducciones derivadas de la lógica, ni tampoco de obediencias normativas; sino más bien reflejan decisiones fundamentadas tras la existencia de un espacio deliberativo entre una situación dada y la decisión adoptada. De ese modo, las reacciones, las deducciones y las obediencias se entienden como simples reflejos de la aceptación y la adaptación; pero no revelan el ejercicio de la libertad, principio fundamental de la condición humana.

Lo cotidiano existe porque así se ha aceptado y el hombre se ha adaptado a ello; pero al mismo tiempo, tanto de manera activa como pasiva, el espíritu se rebela continuamente contra lo cotidiano, tratando de emanciparse. Al contrario de la aceptación y la adaptación, tanto la rebelión como la emancipación solo adquieren sentido cuando se observan desde la perspectiva de la libertad, la cual se materializa en la potestad de elegir el destino, así como en la férrea voluntad de apartarse del camino a cualquier destino no elegido. Dicho así, más que para ser entendida, la cotidianidad se presenta para obrar en función de ella.

Obrar en lo cotidiano es obrar en el ámbito moral de la identidad, conjugándose la representación de la subjetividad con las distintas manifestaciones del mundo de vida objetivo. Conlleva el ejercicio de la libertad, no sólo para modificar costumbres, tradiciones y estilos de vida, sino también para gestionar las interrelaciones e intervenir en los asuntos colectivos más allá de los propios intereses particulares. Obrar en lo cotidiano es ejercer la condición de ciudadano pleno, lo cual según Savater (2.004) significa la “gestión de lo propio en interacción con lo que tenemos en común con nuestros iguales”, en cuya sentencia quedan representados los tres componentes de la ética identificados por Ricoeur (1.990) como constitutivos de la sabiduría práctica: estima de sí, solicitud y sentido de la justicia.

En este orden de ideas, vivir y sentir la cotidianidad implica emanciparse de ella encauzando los mecanismos tendentes a su trasgresión. Para ello se requiere la posesión de profundas convicciones sobre las que se sustente la legítima pretensión de imponerse a las normas y a los convencionalismos, sin necesidad de recurrir a manifestaciones violentas o arbitrarias.

Así, volviendo a Castells, surge la duda sobre cuál de las formas originarias de identidad es la más propensa para hacer valer las convicciones sobre las que se configuran. ¿Será acaso la conformada por las instituciones dominantes (identidad legitimadora) o por el contrario, recaerá en los actores dominados (identidad de resistencia)? De igual modo, ¿será posible la existencia de elementos convergentes entre ambas?, y de ser cierta esa posibilidad, ¿sobre cuál perspectiva ética se asienta su configuración? Tratar de hallar las respuestas a estas interrogantes constituye el propósito orientador de los próximos párrafos.

2.- Emancipación responsable
Al concebir la construcción de la identidad como un acto libre ejercido en función de una aspiración o motivo trascendental, cualquier intento de trasgresión a la cotidianidad debe encontrar sustentación en la percepción sobre los espacios de libertad disponibles, permitiendo discernir así sobre la vinculación entre el atractivo de la trasgresión y el costo emocional del simple hecho de transgredir. De este modo, mientras mayor sea el atractivo, y menor el costo emocional asociado, mayor será la posibilidad real de convertir la cotidianidad en un ámbito espacio-temporal de gestación de las nuevas formas y contenidos que se pretendan alcanzar.

Discernir sobre esta vinculación solo puede realizarse desde la óptica de la responsabilidad, entendida ésta como la capacidad individual para responder acerca de las propias acciones y omisiones, según las convicciones, los fines y las intenciones que sostienen los procesos de deliberación y elección. Quizás por ello, Guédez (ob.cit) apunta a la responsabilidad como la determinante ética, cuando a la expresión «responsable» contrapone el de «víctima» al señalar: “el responsable asume el desafío de una visión y las exigencias de un esfuerzo, mientras que la víctima (…) piensa en las circunstancias externas que condicionan su reacción”.

Lo anterior invita a la reflexión sobre los componentes de toda acción responsable: conocimiento, posibilidad y voluntad (Savater, ob. cit.), para luego vincularlos con los tres elementos de la ética a partir de los cuales, Ricoeur (1.990) configura el concepto de «sabiduría práctica» (estima de sí, solicitud y sentido de justicia) en el ámbito de la cotidianidad.

2.1. El conocimiento como fundamento de la intención emancipadora
Sin la pretensión de abordar el ámbito de la psicología cognitiva, se parte de la premisa que el conocimiento adquirido y aplicado en las interacciones cotidianas, está basado en criterios asociativos simples y causales, condicionados por ideologías y sentimientos alineados con la estructura cultural de un determinado contexto social. Dada la existencia de este tipo de conocimiento simple, no todo acto de conocer es ostensible de rigurosidad científica; pero aún así, intentar entenderlo como uno de los fundamentos de la acción responsable, obliga a considerar sus formas básicas. Para ello se utilizará la reinterpretación de Lucas (2.007) sobre la teoría de creación del conocimiento organizacional, formulada por Nonaka y Takeuchi, quien considera cuatro dimensiones del conocimiento: a) como acción efectiva; b) como explicación validada; c) como procedimiento compartido y d) como estilo compartido.

a) El conocimiento entendido como acción efectiva está vinculado a la experiencia personal. Responde a una percepción de la realidad determinada en todo caso por la estructura biológica del individuo, cuyas percepciones y conocimientos no pueden ser consideradas como representaciones de la realidad, sino como simples actos identificativos del particular modo de ver y comprender, en consonancia con la exclusiva estructura del ser. Lucas sostiene que en este dominio individual-pragmático, el hombre se comporta meramente como un observador, y al ser el acto de distinción el acto cognoscitivo básico, la capacidad de hacer descripciones de la realidad dependerá del acto de diferenciar a través de los sentidos y del lenguaje, confiriendo sentido a las propias experiencias. En este dominio, el aprendizaje está vinculado al cultivo de prácticas o saberes reflejos expresables en habilidades para la acción.

b) Según Lucas, el conocimiento entendido como explicación validada implica reformular la experiencia o el modo pragmático de vivir a través de la explicación, cuyas premisas fundamentales solo pueden validarse desde el plano subjetivo. Al concebir la aceptación de quien escucha como la única vía para legitimar la explicación propuesta, y al entender todo sistema racional fundamentado en un sustrato emocional, se deduce que lo humano solo puede configurarse a partir de la hibridación de la razón, las emociones y la acción, dotándolo así de coherencia argumentativa y pragmática. En este dominio individual-reflexivo, cuyo aprendizaje está asociado con los saberes reflexivos traducibles en habilidades para el análisis razonado de los hechos y experiencias, discurren los fundamentos de la cotidianidad, solapándose tanto la experiencia como la explicación.

c) El conocimiento entendido como procedimiento compartido, corresponde a las coherencias operacionales colectivas, recursivamente perfeccionadas y constituidas a partir de las explicaciones validadas. En este dominio colectivo-reflexivo, el aprendizaje está asociado con los saberes técnicos expresables en habilidades específicas según las disciplinas a las que respondan.

d) Por último, el conocimiento entendido como estilo compartido, se introduce en el trasfondo de las prácticas sociales históricamente forjadas, que moldean el carácter relacional del ser. Este dominio colectivo-pragmático determina el estilo o manera particular de ser de una comunidad moral, estableciendo las posibilidades y el modo de encauzar la acción. En este dominio, el conocimiento se asocia con los saberes compartidos, los cuales se expresan en habilidades colectivas, prácticas discursivas, herramientas y roles, armoniosamente dispuestas para alcanzar los propósitos establecidos dentro de un determinado espacio social.

Al analizar cada uno de los tipos de conocimiento propuestos por Lucas, se abona el camino para hallar la génesis de la intención emancipadora en la dimensión individual-reflexiva del conocimiento, pues en el dominio pragmático no parece residir la posibilidad de explicación y validación de la cotidianidad, al no existir la posibilidad de manejar las propias emociones para afrontar de forma crítica, autónoma y responsable, los hechos cotidianos. Así, solamente habrá posibilidad de auto-comprender y auto-estimar desde la perspectiva reflexiva del conocimiento en la que se funde lo racional con lo emocional. Morin (2006) resalta esta cuestión cuando al referirse a la dialógica «razón-pasión» señala: “Una vida puramente racional sería en el límite una ausencia de vida; la cualidad de la vida comporta emoción, pasión, goce.” Dicho esto, surge una nueva inquietud: ¿de cuál conocimiento es necesario disponer para encarar lo cotidiano?

Mucho se ha discutido sobre el papel del hombre y de la sociedad en la determinación de las formas de conocer y de los supuestos a partir de los cuales se le otorga validez; pero poco se ha dicho sobre el conocimiento necesario. A lo largo de su historia, el hombre se ha empeñado en aprehender la realidad circundante, pretendiendo la explicación de los fenómenos que percibe y le interesan para construir y apropiarse de un conjunto de verdades cada vez más débiles e irrelevantes. De este modo, el hombre se ha esforzado por conocer su exterioridad con la finalidad de explicarla, utilizarla y transformarla; pero aún sin proponérselo, ha abandonado la búsqueda del conocimiento de su propia identidad; subordinándose al objeto y desconociendo las fuentes de su emocionalidad y de sus valores.

El sendero transitado por el hombre para encontrar refugio en el conocimiento exterior, ha dificultado la comprensión de la complejidad humana y el abordaje de los determinantes básicos de coexistencia pacífica ante el pluralismo moral que caracteriza a las sociedades contemporáneas. Desde esta perspectiva, la pertinencia del conocimiento convencionalmente entendido, solamente puede delinearse desde la comprensión de la propia subjetividad, para adquirir lo señalado por Morin como «cultura psíquica» y «autoética» llegando a afirmar que “es a la vez una exigencia antropológica y una exigencia histórica de nuestro tiempo” para enfrentar “nuestra propia barbarie interior”.

Ante estas circunstancias, el conocimiento necesario para sustentar la intención emancipadora y resolver los problemas de significados y valores en la cotidianidad del mundo de vida, no parece ser otro que el orientado a procurar la transformación moral del individuo, para así poder proyectar y materializar los atributos éticos de las acciones responsables derivadas del acto de conocer, resultando evidente la indisoluble vinculación entre conocimiento, autoestima, reflexión, autonomía, libertad, justicia y emancipación, y adquiriendo relevancia la afirmación de Habermas (2.002) cuando al mencionar las distintas formas de racionalidad, advierte que ésta no sólo se evidencia cuando se interpretan las necesidades personales a la luz de los estándares de valor aprendidos en sus culturas, sino también y “… sobre todo, cuando es capaz de adoptar una actitud reflexiva frente a los estándares de valor con que interpreta sus necesidades”.

2.2. La posibilidad y la voluntad como atributos éticos a partir del conocimiento
La posibilidad de emancipación no es ajena a la posibilidad de inclusión, pues tal como lo expresan Cortés y Martínez (1.996) en clara alusión a Ricoeur, el ser “desborda los límites de un yo entendido simplemente como sujeto cognoscente, pues engloba también la libertad y posibilidades que van más allá del conocimiento objetivo y de la experiencia sensible” comprendiéndose así la intención del ser crítico y reflexivo para apartarse de lo cotidiano, no tanto para crear su propio mundo de vida, aislado de sus semejantes o ajeno al de su contexto, sino mas bien para expresar su respeto a la dignidad humana, su compromiso con la búsqueda de un bien común, y su intención de convivir con las igualdades y con las diferencias, residiendo precisamente en éstas últimas, la naturaleza de la propia identidad. Si no existiesen discrepancias, disconformidades, oposiciones y desacuerdos, tampoco habría elementos distintivos capaces de configurar una identidad particular.

Ahora bien, ¿dónde reside la posibilidad de emancipación y de inclusión? Nuevamente Lucas parece ofrecer la respuesta cuando apunta al dominio colectivo-pragmático del conocimiento como el albergue de los modos posibles de encauzar la acción, Así, la «posibilidad» como tal, reside en la identidad del contexto social, es decir, en su cultura o modo particular de ser. Sin embargo, a pesar de que este dominio del conocimiento es un derivado de sus tipos precedentes, y asumiendo como es lógico que el ser forma parte integral de su propio contexto, la existencia real de una o varias posibilidades de acción no implica necesariamente su reconocimiento en la conciencia reflexiva de cada individuo, lo cual obligaría a abordar el campo moral que condiciona las actitudes personales ante la realidad percibida. Expresado de otro modo, la posibilidad, aún cuando exista en el contexto; sólo será reconocida a través de la conciencia reflexiva; o dicho en términos contrarios, aunque la posibilidad no exista en el contexto, pudiera ser erróneamente visualizada en la conciencia.

Esta ambivalencia ha sido mencionada por Touraine al señalar: “la presencia del yo se manifiesta a la vez en el modelo cultural de una sociedad (…) y en los movimientos de solidaridad y protesta contra las diferentes formas de dominación”, lo cual invita a reflexionar sobre el doble rol del sujeto en su contexto social: por una parte, coadyuvando a configurar la cultura social, y por la otra, rebelándose contra ella. Esta dicotomía humana, paradójica y contradictoria, encuentra su equilibrio en el juicio moral, dialógicamente dispuesto en función del interés propio y el compromiso hacia el otro. De no ser así, el mismo Touraine llega a afirmar que el desinterés extremo conduciría a un “egoísmo cada vez más agudo y por último a la incapacidad de alzarse para defender la libertad del sujeto cuando esté amenazada”

Siguiendo este hilo conductor, ambas posiciones del sujeto social no pueden aislarse, siendo precisamente la forma como se compatibilizan y aplican los principios morales en las situaciones creadas por la dinámica social, la que define el conjunto de atributos éticos sobre los cuales se configuran los procesos de reflexión, elección y acción. De este modo puede entenderse la ética, en su papel de condicionante de las manifestaciones de voluntad hacia el compromiso y la emancipación.

Las reflexiones anteriores conducen a entender la voluntad, como la libre disposición personal para ejecutar responsablemente las acciones a través de las cuales se intentan modificar las situaciones sociales. Volviendo a Lucas, es en el dominio individual reflexivo del conocimiento donde la voluntad coexiste junto con la intención emancipadora. Consecuentemente, se vislumbra que el gran valor del conocimiento está determinado por su capacidad para concebir y materializar la capacidad de emancipación, como modo de asegurar el control de las propias vidas, tanto en el ámbito personal como en el colectivo.

3.- Emancipación responsable y sabiduría práctica
En los párrafos precedentes se ha discutido la estrecha interrelación entre los tres componentes de la acción responsable (conocimiento, posibilidad y voluntad) así como su vinculación con el modelaje cultural y la intención emancipadora. A continuación, se pretende desarrollar su conexión con el concepto de sabiduría práctica propuesto por Ricoeur, a partir de los tres elementos de la ética que él propone (estima de sí, solicitud y sentido de justicia)

El saber práctico puede entenderse como el referente en el cual se materializan las respuestas morales con sujeción a un proceso de deliberación y elección gobernado por deseos e intereses. Tanto es así que Etxeberría y Florez (2006) llegan a afirmar: “la ética se inscribe antes que nada en las profundidades del deseo”, mientras Habermas junto con Apel identifican tres tipos de intereses en el saber: “el técnico de dominación, el crítico-ideológico de liberación y el práctico-hermenéutico en la comprensión”. De este modo, el dominio, la liberación y la comprensión se advierten como los fundamentos de las intenciones y a su vez, como los propósitos de la acción.

Así, la intención emancipadora (liberadora) nace de un interés crítico-ideológico, llevando implícita la preeminencia de la convicción sobre las reglas de la cotidianidad. Esta intención, optativa más que imperativa, reviste un juicio moral pues se sustenta en principios difícilmente jerarquizables, en ocasiones incongruentes o incluso contradictorios con la estructura cultural dominante en un contexto social, haciendo emerger un conjunto de conflictos cuya solución no puede encontrarse en el componente normativo social vinculado al interés técnico de dominación. De este modo, en principio, toda intención emancipadora constituye una respuesta moral ante la complejidad intercultural y el debilitamiento de viejas certidumbres legitimadas por el saber convencional y por las tradiciones.

Pero mientras la capacidad crítica tiene su punto de apoyo en el conocimiento, la intención emancipadora se sustenta en la estima de sí (primer elemento ético propuesto por Ricoeur) vinculada con la capacidad del individuo para valorar su propia existencia y base de confianza elemental que le capacita “para todo movimiento de apertura al mundo y a los otros” (Begué, s.f: 11). No existiría tal disposición para obrar, sin el previo reconocimiento del potencial individual y de los espacios de libertad para jerarquizar y acometer las acciones.

Ahora bien, no toda acción intencionada, por mas noble que sea su propósito, encuentra refugio en los dominios éticos, puesto que también se correría el riesgo de adoptar formas narcisistas y expresiones egocéntricas, al desconocerse exigencias sociales significativas y consecuentemente ajenas a los deseos particulares, los intereses y la voluntad individual. Sobre esta cuestión, Taylor (2.005) advierte sobre la pérdida del sentido de autenticidad humana y de significación, ante la pretensión de evadir las estipulaciones sociales, y afirma: “Es esto lo que resulta contraproducente en las formas de cultura contemporánea que se concentran en la autorrealización por oposición a las exigencias de la sociedad, (…) y a los lazos de solidaridad”.

Partiendo de la cita anterior, es preciso desarrollar los elementos que vinculan a Taylor con el concepto de la sabiduría práctica de Ricoeur, quien define la aspiración ética en los siguientes términos: “tender a la vida buena, con y para los otros, en instituciones justas”.

Si bien la estima de sí comporta el peligro de replegarse sobre el propio yo para tender a la vida buena (vivir bien), Ricoeur argumenta el desconocimiento de las exigencias sociales como circunstancia ajena al concepto de autoestima, al suponer una relación de reciprocidad sustentada en la amistad y el respeto, a través de las cuales “las personas se reconocen como insustituibles en el intercambio mismo”. A este componente del saber práctico, Ricoeur lo denomina “solicitud” Así, al considerar la autoestima como el elemento originario de la autorrealización, la pretensión emancipadora obligaría a considerar los intereses técnicos de dominación (Habermas), menoscabándose la posibilidad real de liberación ante la fuerza del poder normativo y coercitivo del que disponen las instituciones dominantes. Es en este punto donde adquieren relevancia los conceptos de solidaridad y justicia mediante los cuales, Ricoeur intenta compensar el desequilibrio en las relaciones de poder entre las instituciones y las personas, confiriéndole una connotación ética a las interacciones humanas como vía de entendimiento a partir de las diferencias.

De las ideas anteriores, se desprende que la idea de solidaridad posee tres implicaciones para la institución dominante: en primer lugar, el reconocimiento de intereses legítimos en el ente dominado; en segundo lugar, el reconocimiento de una situación desigual que le favorece y, por último, la voluntad real de recurrir a la norma moral para solventar tal desequilibrio.

4.- A modo de conclusión
La dinámica compleja de la cotidianidad hace emerger nuevas sensibilidades, conflictos y desafíos que seducen al individuo dominado a acariciar la idea de emancipación contra lo conocido y lo instituido. Contradicciones culturales, divergentes estilos de pensamiento y un cúmulo de tensiones gestadas en la comunidad moral, disuelven los esfuerzos para encontrar argumentos absolutos capaces de sostener la vigencia de lo cotidiano. Por ello, lejos de mostrarse desvinculado de su propia naturaleza crítica; aunque al mismo tiempo relacional, el hombre necesita encontrar un punto de equilibrio entre lo convencional y lo transformativo, en donde sus acciones y reflexiones apuntalen la idea de progreso y bienestar.

Ante ese reconocimiento, las racionalidades con pretensiones hegemónicas, bien sean heredadas, o gestadas durante la historia reciente de la humanidad, han comenzando a desfigurar sus tradicionales espacios reflexivos, imprimiéndole un nuevo dinamismo a la dimensión humana individual. Sin embargo, este cambio en las convicciones y propósitos que han dibujado la identidad de las instituciones dominantes, solamente puede adquirir sentido práctico en la medida en que se logre conjugar la responsabilidad y la sabiduría, por parte de aquellos actores cuyas pretensiones de emancipación estén sustentadas en intenciones legítimas y en función de un proyecto regulado por intereses comunes.

Todas las ideas expuestas apuntan a los actores dominados como aquellos entes quienes solamente podrán materializar sus convicciones emancipadoras, cuando logren alinear sus elementos identitarios de resistencia con la jerarquía de prioridades en la que las instituciones dominantes sustentan sus principios rectores. Así, la noción de emancipación, aún gestada en la conciencia reflexiva individual, no es ajena a la identidad legitimadora del contexto, pues es allí donde reside la posibilidad como tal.

En fin, al ser muy estrecha la vinculación entre el deseo de trasgresión y la necesidad de coexistencia pacífica, y no existiendo modo alguno de desvincular la intención emancipadora de la noción de proyecto socio-histórico común, en el juego de la emancipación no hay vencedores ni vencidos, por lo que a los distintos actores de la comunidad moral, dotados de legitimidad y al mismo tiempo de libertad, tampoco se les podrá atribuir un determinado nivel de propensión para materializar sus convicciones. Este equilibrio, representativo de un nuevo modo de pensamiento cada vez más alejado de la lógica de la dominación, se asienta sobre una ética de la tolerancia, del respeto y de la solidaridad, cuyas reglas solo podrán emerger y transformarse en función de las emociones colectivas, o tal como lo indica Guerra (2.004) “en perfecto relativismo con el momento sociohistórico considerado”