El poder de la ficción: trascendiendo las fronteras del liderazgo

Cualquier acercamiento teórico al manejo de la diversidad humana en las organizaciones, comporta una referencia a la ficción que se halla implícita en toda interpretación; ficción que no debe ser entendida como falsedad o como algo opuesto a la verdad, sino como la representación de una realidad construida de forma autónoma y subjetiva, que alienta a su narración y argumentación ante las legítimas pretensiones por dotarla de veracidad y consistencia.

Toda organización constituye un escenario en el que convergen ficciones bajo la forma de creaciones mentales, fantasías, ilusiones y delirios a los que la racionalidad moderna se ha empeñado en desconocer. Bajo dicha lógica sólo hay lugar para una realidad hegemónica, escasamente dispuesta a razonar ante las contradicciones en las que se ha sumido; contradicciones de las que, por cierto, sólo intenta escapar recurriendo a sus propias ficciones perfiladas mediante acciones dramatúrgicas; por ello, la retórica de la modernidad alentó la desnaturalización del sujeto enmarañado en sus propias complejidades, negándosele cualquier posibilidad de formular juicios críticos al amparo de su propia y también ficticia realidad.

En este acontecer, el sujeto organizado pasó a constituirse en sujeto sumiso, obediente y silencioso, defensor de una tradición heredada, solitario y desprovisto del suficiente talante moral para actuar en función de una comunidad en la que no era capaz de encontrar su sentido de vida más allá del que le ofrecían sus profundos valores religiosos y familiares. No obstante, su carácter gregario pudo iluminar algunas zonas oscurecidas por el énfasis en la racionalidad instrumental, siendo capaz de crear nuevas ficciones, esta vez mediante la construcción de un capital relacional con el que además de intentar despejar sus dudas y vencer su soledad, le permitía tantear su poder en el entramado social del que forma parte.

Perdidos en la maraña de sus propias ficciones, los sujetos “organizados” buscaron refugio en convencionalismos cognitivos y morales, encaminándose progresivamente a la absoluta pérdida de autenticidad. Estereotipos culturales rápidamente difundidos por los medios de comunicación social, así como modelos de gestión ajenos al temperamento e idiosincrasia de la colectividad en la que hacen vida, fueron rápidamente adoptados y sustituidos por otros nuevos en una sucesión infinita de despropósitos bajo la premisa de lo necesario, lo útil y lo correcto.

La fragilidad del “yo” pasó así a convertirse en la fragilidad del “nosotros”, erosionando a su vez los vínculos sociales artificialmente creados, y debilitando aun más el sentido de vida; todo un ciclo recursivo del que brotaba la desesperanza, la desconfianza, el desentendimiento, la negación del otro, la injusticia, la insolidaridad y la exclusión. El liderazgo, en su vertiente más ortodoxa, comenzaba a naufragar.

Bajo este escenario y ante el miedo infundido por amenazas sociales, culturales, políticas, económicas y tecnológicas sobrevenidas de la racionalidad tecnocrática dominante, la necesidad de sobrevivencia emergió como la principal preocupación de la organización, pero en su intento por lograrla, los individuos comenzarían a luchar sin encontrar otros caminos que el del nihilismo, el egocentrismo y el fanatismo, contentándose con pequeñas ganancias marginales con las que intentaban compensar acumulados sentimientos de frustración, ingratitud e incertidumbre.

En nombre de la sobrevivencia, la marginalidad de las intenciones cobró vida, y la pérdida de espontáneos vínculos comunicativos, como producto de la erosión de los enlaces emocionales y afectivos, deshumanizó a la organización hasta el punto de empobrecerla moralmente, acallando así la promesa del futuro. Pero ahora sabemos que no es en la promesa de reconstrucción de este futuro en donde habitan los gérmenes de un nuevo despertar de la conciencia, sino en la posibilidad de reconstruir una realidad que, aun cuando por su naturaleza hermenéutica seguirá siendo ficticia, posee la capacidad de encontrar eco en ajenas conciencias reflexivas, hasta hoy indiferentes a las narrativas particulares de los sujetos que conforman determinado ámbito social.

Paradójicamente, más que conducir a la construcción de una organización ficticia, dicha conjunción de ficciones la impulsa hacia su autenticidad, y si bien es cierto que la coexistencia de múltiples realidades en un mismo espacio socio-contextual incrementa su exposición a la incertidumbre para la que no existen códigos que permitan descifrarla, tal incertidumbre incentiva la construcción de un sólido tejido emocional y afectivo mediante el cual se puedan desarrollar sólidas redes de confianza y de cooperación.

Una mezcla legitimada de significados auténticos y en consecuencia probablemente opuestos, no puede ser concebida desde la lógica de la modernidad. Si los significados se basan en creencias e interpretaciones, el conocimiento práctico tampoco pudiera ser el producto de ilustradas mentes solitarias, por lo que su utilidad solo podrá derivarse del contexto, es decir a partir del intercambio de narrativas históricas y argumentos. Desde esta perspectiva, la ambición ética que trasciende la modernidad solo puede manifestarse a partir de la interpretación como práctica empírica que antecede a la decisión y la acción, y esto conduce inexorablemente a repensar la organización desde nuevos conceptos y con nuevas bases ontológicas.

Los cuestionamientos postmodernos hacia la estabilidad, la certidumbre, la formalización, el control, el poder como dominación, la racionalidad individual y el lenguaje entendido como vehículo transmisor de un discurso (más no como constructor de realidades intersubjetivas), demandan el abordaje de la organización desde una perspectiva constructivista a partir de interacciones simbólicas mediadas por el diálogo.

Es así como la conexión de los aspectos cognitivos y emocionales marcará el devenir histórico de los sujetos que conformen cualquier espacio organizacional, y tal vinculación trasciende las fronteras de un liderazgo mezquino, atrapado en su propia complejidad, pues sólo podrá darse mediante un proceso de socialización auténtico y sin cortapisas a través del cual se armonicen saberes, se conjuguen identidades y se articulen relaciones, al amparo de las particulares ficciones que los individuos hayan logrado construir.