Entre el poder y la ética

Enarbolando la bandera del pragmatismo y aún cuando las decisiones que impulsen los hechos de la vida diaria constituyan una afronta a la propia conciencia moral, el hombre parece estar dispuesto a renunciar a todo compromiso ético, resguardándose a si mismo en las devoradoras fauces de una historia cargada de errores y desaciertos que nos aproxima -cada día con más ímpetu- al debilitamiento moral de una sociedad que parece no importar, mientras puedan alcanzarse determinados fines.

El predominio de la razón instrumental con la que se apuntaló la pretensión del progreso en la modernidad, ha dejado profundas cicatrices morales; pero el predominio de dicha razón nunca pudiera haberse mantenido sino a la sombra del ejercicio de un «poder» hecho “cosa” en la mente de Max Weber, quien lo definió como la capacidad de conseguir que otra persona hiciese algo, aún en contra de su voluntad. De este modo, el poder fue interpretado como algo que el individuo podía tener, adquirir o perder, haciendo que se dejara de lado la característica dinámica, humana y relacional que emerge durante el proceso de ejercer el poder. Tanto es así que Niklas Luhmann se refiere al poder como un medio generalizado de comunicación en el que al menos dos personas interactúan ante las diversas alternativas de las que disponen; así es fácilmente comprensible que la magnitud del poder variará en función del número de alternativas de las que disponga el otro, ya que mientras mayor sea la posibilidad de los otros para elegir entre varios cursos de acción, mayor será también la necesidad de ejercer más poder.

Ahora bien, si partimos de la base que la ética (tal como nos lo comenta Adela Cortina) se ocupa ante todo de aquellos valores, normas y principios que afectan a todo hombre en cuanto tal, sea cual fuere su condición política, su credo religioso y el sistema económico en el que se encuadra su vida, cabría preguntarse si en la concepción del poder se encuentra la clave para entender la crisis ética que se evidencia en las organizaciones. La respuesta a este cuestionamiento demanda tres aclaraciones: primera aclaración: no hay forma de disociar la ética, del poder; pero sí al revés; es decir, nunca se podrá ser ético sin ejercer el poder, pero sí se puede ejercer el poder sin ser ético; segunda aclaración: no existe relación directamente proporcional entre la magnitud del poder ejercido y la magnitud del comportamiento ético que se exhiba; tercera aclaración: ante determinadas circunstancias, un incremento en el ejercicio del poder puede llegar a desencadenar la pérdida de compromisos éticos.

Hechas estas aclaraciones y aún a riesgo de cometer una terrible simplificación, sería razonable admitir que la crisis ética de las organizaciones está consustanciada con la concepción del poder y en consecuencia, con los supuestos que orientan su ejercicio; pero siempre manteniendo la idea de que una u otra concepción (como cosa, o como proceso) dependerá tanto de la conciencia reflexiva del que está llamado a ejercer el poder, como de la valoración e interpretación que se haga acerca de la relación entre los medios y los fines.

Todo esto conduce a entender la gerencia como un conjunto coherente de decisiones y acciones que se dan entre dos aguas, las del poder y las de la ética, por lo que una gerencia ética no es la que se despoja del poder para satisfacer intereses ajenos, sino aquella que asume el compromiso de cohesionar los sentimientos morales con el saber racional, gestionando su poder para influir en la vida de otros, atendiendo a los valores y fines últimos de las acciones, y siendo capaz de cambiar el rumbo de la historia al procurar la felicidad en un clima de coexistencia pacífica.