Transparencia en la evaluación del conocimiento

No es de extrañar que cuando se habla de la evaluación del conocimiento, se tienda a comparar el "deber ser" (lo esperado) con lo realmente obtenido. Aquí no hay discusión; el problema se nos presenta cuando se intentan determinar las razones que generan las brechas entre el producto deseado y el verdaderamente alcanzado, e incluso cuando ni siquiera se puede determinar con certeza, cuál es ese producto alcanzado en términos de sus propósitos y características.

Si esto ya de por sí es difícil en la educación tradicional, convencional o presencial (como quiera llamarse), mucho más complicado es en la educación a distancia, puesto que ni siquiera se pueden percibir las actitudes, las preocupaciones, los temores y las angustias de quienes depositan su fe en el docente, limitando –por supuesto– la adopción de correctivos tempranos ante las particularidades de cada quien.

En este sentido sería temerario afirmar que el proceso de evaluación pueda catalogarse como totalmente transparente, y en todo caso, ¿bajo cuales criterios de transparencia? ¿Quién sería el llamado a establecer o juzgar tales criterios?

Si de transparencia estamos hablando, no puede negarse la enorme carga de subjetividad que se impone a la hora de establecer los criterios de evaluación y los criterios acerca del “deber ser”,porque aun cuando el modelo de evaluación sea eminentemente cuantitativo, ¿acaso no es la subjetividad del docente la que determina lo bueno y lo malo?; ¿lo cierto y lo falso?... De no hacerlo así, el docente sería un mero transmisor de “sus” conocimientos, pero no un formador de conciencias, capaz de abrir paso a la duda, al disenso y a la capacidad crítica.

El ser humano es subjetivo por naturaleza, pero esa subjetividad no tiene por qué estar reñida con la transparencia de sus actos, ni con la de sus intenciones. Quizás comporte lo contrario, pues el docente que no hace gala de su subjetividad no puede comportarse éticamente. El docente que se exhibe como “objetivo” e “imparcial” actúa como máquina (sin emociones) y esa imagen de rudeza, de rectitud objetiva a la luz de “supuestas verdades indiscutibles” que figuran en algunos textos aprendidos de memoria, es la imagen que transmitirá a sus alumnos… ¡pobre ejemplo de lo que debe ser la educación del futuro.

Por eso, ¿a qué nos referimos cuando hablamos de transparencia y confiabilidad durante el proceso de evaluación? Si se refiere a la posibilidad de demostrar las razones objetivas que dieron lugar a determinados resultados, tengo mis dudas. Ahora bien, si se refiere a la capacidad de convencer mediante el diálogo legítimo y de demostrar la claridad con la que se establecen las intenciones, los criterios y las “reglas del juego”, entonces no queda lugar para la vacilación sobre la necesaria transparencia de cualquier proceso evaluativo, porque si no fuese así, no solamente sería inútil sino que también constituiría una perversión.

Más que de transparencia en cualquier proceso de evaluación del conocimiento adquirido, debemos hablar entonces de la necesidad de actuar éticamente, la cual nace en la propia autoestima del docente y se evidencia mediante los criterios de equidad y justicia llevados a la práctica en sus acciones cotidianas.