La ética: entre el saber y la conciencia


La ética es la suprema expresión de la inteligencia humana”. Con estas palabras, Víctor Guédez no solo enaltece el poder de la ética para la creación y transformación a través de la racionalidad y la utilización del talento, sino que además conjuga lo moral con lo biológico, y lo racional con lo afectivo, logrando que el lector se percate de que la ética es conocimiento en sí misma.
Sin pretender abordar la ética desde su densa perspectiva filosófica, se aprecia que es precisamente en la dualidad cognición/emoción donde emerge la simbología de la realidad; por ello, no habría lugar para desligar lo cognitivo, de lo simbólico y lo moral, convirtiéndose la ética en ese tipo de saber que orienta el conjunto de acciones alejadas de la lógica formal, de lo normativo y de lo estructural. Por ello, la dimensión ética de cualquier acción incorpora la idea de voluntariedad, de libertad, de responsabilidad y de prudencia, pero también añade la idea de futuro puesto que al contrario de lo estético, lo ético no tiene cabida en la fugacidad del presente. Toda acción ética está orientada a contribuir a preservar la naturaleza humana; en consecuencia, la utilidad de todo conocimiento no es otro que el de contribuir a una vida mejor.
Sin embargo, no hay dudas sobre la distorsión histórica en cuanto a la utilización del conocimiento, al cual se le ha considerado como un objeto de mero valor económico; es decir, como un bien de intercambio comercial divorciado de las personas, de sus compromisos y de la interioridad del ser. De este modo, la cosificación del conocimiento ha derivado en una oscura deshumanización y a la sutil pero sistemática pérdida de la libertad y del principio de convivencia basado en la comprensión, la solidaridad y la justicia.
La vinculación entre conocimiento y libertad, irrumpe y configura el complejo escenario social contemporáneo marcado por el pluralismo y la diversidad, pero que en todo caso se ha construido al amparo de la ausencia de neutralidad del conocimiento, pues tal como sobradamente lo han planteado filósofos de la talla de Jürgen Habermas, la orientación de todo conocimiento está definida por los intereses racionales de quien intenta conocer.
De este modo, toda pretensión de conocer lleva implícito un propósito, entendiéndose fácilmente que la gestión del conocimiento no es más que la gestión de los intereses y las intenciones, convirtiéndose –por lo tanto– en materia de reflexión ética dado su poder para orientar la cotidianidad en el mundo de vida.
Lo anterior nos remite al concepto del saber ético, lo cual equivale al modo de orientar racionalmente la acción. Si como ya se ha discutido, toda acción deliberada deviene del uso del conocimiento, entonces y desde una perspectiva moral, gestionar la acción racional implicaría considerar las vertientes fundamentales del proceso de conocer y aprender, es decir: los intereses y las intenciones, pero en un escenario complejo esto no sería suficiente, pues obligaría también a mantener un equilibrio entre los intereses propios y los ajenos para crear la conciencia ética y reducir de ese modo la brecha entre las convicciones individuales y las responsabilidades colectivas. Tarea nada fácil pues para ello se requiere amalgamar la educación y el espíritu de progreso, con valores tales como la autoestima, la solidaridad y el sentido de justicia.
La deliberación ética habita entre el saber racional y la conciencia moral. Muchas preguntas pueden derivarse de esta afirmación, pero en todas ellas, el rol de la educación ocupa lugar privilegiado al momento de intentar encontrar las respuestas que nos aproximen a la construcción de la sociedad necesaria.