De la necesidad de auto-regulación, a la capacidad de auto-regulación

La empresa está atravesando un tiempo caracterizado por un cambio en el nivel ético de la conciencia sobre el bien o el mal y sobre las preocupaciones del lucro, eficiencia y poder que caracterizaron al pensamiento moderno. Los postulados de Friedman que abogaban por la independencia que la economía debía tener frente a cualquier juicio normativo, y particularmente frente a cualquier postura ética, se desvanecen en la medida que se comprende la perspectiva humanística de la vinculación entre hombre, empresa y sociedad. Hoy se sabe que la moralización de la sociedad se inicia con la moralización de la empresa y, por ende, con la renovación moral de sus miembros, por lo que habría razón para pensar que los individuos son moralmente responsables de los actos y decisiones que tomen en nombre de los intereses empresariales.

A juicio de Gellerman, 1.986 (Santos, ob. cit) las imperfecciones éticas de los actores empresariales obedecen a cuatro creencias con las que intentan justificar sus comportamientos: a) creer que la actividad no es ilegal o inmoral; b) creer que la decisión se toma en beneficio de la empresa o de sus miembros; c) creer que la actuación inmoral no será descubierta; y d) creer en la supuesta obligación moral de proteger al responsable de la actuación ilegal. Al abordarlas desde la perspectiva teórica de la cultura organizacional, estas creencias forjan un conjunto de valores, normas, actitudes y comportamientos capaces de generar unos resultados que, al compararlos con las creencias iniciales, se convierten en experiencias de aprendizaje, bien sea para afianzarlas o para modificarlas.

Durante buena parte del siglo XX, los resultados obtenidos llegaron a confirmar ese conjunto de creencias que justificaban la ausencia de comportamientos éticos en la empresa. Sin embargo, la aparición de una nueva cultura social y el paulatino reencuentro con los valores humanísticos, hacen impensable mantener la vigencia ética de estas creencias, allanándose el camino para comprender la necesidad de que más que la organización, sean los propios individuos quienes regulen la modificación de sus patrones culturales individuales, desde las creencias hasta los comportamientos, introduciéndonos en la necesidad de la auto-regulación.

El concepto de auto-regulación acarrea de forma implícita las ideas de libertad, voluntad, autonomía y responsabilidad. Al significar la lucha entre las experiencias adquiridas y las nuevas convicciones sobre el papel que debe asumir tanto el individuo como la organización, se explica la necesidad de la profunda reconversión mental y la reinvención de su clave de éxito, como los retos que Rojas (1994) plantea para el gerente que pretenda obtener éxito en los próximos años. Por consiguiente, la capacidad de autorregulación solo puede visualizarse dentro de la esfera ética.

Tal como se deduce de la lectura de Drucker (ob. cit), las sociedades, y por ende sus individuos, son responsables de los límites de su poder; pero en el plano utilitario, el establecimiento de límites al poder de trasgresión no encuentra sustentación. No habría razones prácticas para ello, salvo que dichos límites surjan como producto de la reflexión respecto a los derechos del conjunto social al que estaría dirigida la aplicación del poder; y al papel del individuo frente a dicha sociedad. Desde esta perspectiva, entraríamos en el campo de la ética normativa, la ética del deber como referente cultural que establece lo conveniente y lo necesario, haciendo abstracción de los simples conceptos respecto a lo bueno y lo malo; pero esta perspectiva normativa, tampoco es suficiente. Para que el universo globalizado pueda funcionar, necesita más valores y actitudes que normas (Vivas, ob. cit) por lo que surgen nuevas dudas sobre cómo la teoría ética clásica puede soportar la ética de la transición.

Las divergencias entre la teorías éticas y las prácticas morales invitan a hacer referencia a la credibilidad del propio ser, es decir, a la credibilidad de sus propias convicciones y a la autonomía para manipular sus propias creencias y auto-censurarse, puesto que además de la lucha entre las experiencias adquiridas y las propias convicciones, observamos hoy una lucha entre dichas convicciones y las responsabilidades asumidas, que también deben ser abordadas en el terreno de la auto-regulación; siendo congruentes con las tres perspectivas éticas presentadas por Muguerza (2002) cuando se refiere a las relaciones de ésta con la política, la tecnociencia y la ontología, afirmando que la ética del siglo XXI debe ser entendida como la “teoría de la razón práctica” al visualizarla desde una triple perspectiva: a) como una ética de las intenciones que plantea el problema de las consecuencias; b) como una ética de los fines que conduce al cuestionamiento de los medios; y c) como una ética de las convicciones que abre interrogantes sobre los principios en las que se fundamentan.

Ante estas disyuntivas, la capacidad de autorregulación parece encontrar refugio en la credibilidad de la información obtenida y de las propias convicciones, en la lucha contra la auto-censura y en la capacidad para manipular las creencias personales; pero al mismo tiempo; y por la misma inquietud sobre el futuro ambiguo e impredecible del que deriva la necesidad de transgredir, la capacidad de autorregularse se potencia por el temor ante posibles regulaciones impuestas por los demás.

Por lo tanto, al igual que en la trasgresión, no habría más fundamentos que los basados en la responsabilidad individual para incrementar la capacidad de autorregulación, estableciendo límites a las intenciones, los fines y las convicciones. Consecuentemente, el segundo problema de la transición se evidencia tras reconocer la debilidad para aceptar las consecuencias, defender la utilización de los medios disponibles y argumentar la validez de los principios en los que el individuo sustentará cualquier decisión al respecto.