El papel de la conciencia moral en la reflexión ética

Resultaría imposible hablar de razonamiento ético sin hacer previas referencias a las cuestiones propias del razonamiento moral, puesto que la dinámica de la acción social posee imbricadas consideraciones que son de la exclusiva propiedad de quienes coexisten en todo contexto de interacción entre pares sociales, no siendo de extrañar que el grado de madurez ética que se exhiba, constituya fiel imagen del nivel de madurez de la conciencia moral que se haya logrado alcanzar; madurez que se manifiesta mediante la forma de ejecutar los propios y particulares actos de razonamiento y de deliberación reflexiva en términos de valores, motivaciones e intenciones.

Tal como lo relata Carlos Gómez, en el libro “10 palabras claves en Ética” dirigido por Adela Cortina, la conciencia moral está referida a la percatación acerca de las ideas sobre el bien y el mal; pero esta noción de conciencia ha planteado múltiples controversias cuyas raíces pueden encontrarse en la teología luterana que postulaba la supremacía de la conciencia individual respecto a cualquier otra autoridad humana y la consagración de la autonomía moral del individuo, la cual, junto a la universalidad de la ley moral, constituyeron los dos pilares fundamentales sobre los que se asentó la ética de inspiración kantiana, predominante en nuestros días.

Sin embargo, tal conjunción entre autonomía y universalidad (en los términos expresados por Kant) no puede encontrar asidero práctico en un mundo universalmente pluralista caracterizado por la diversidad axiológica, emergiendo importantes tensiones morales que tientan al ser humano a cobijarse en una suerte de irracionalismo egoísta, cuyo carácter monológico fundamenta la debilidad ética que se evidencia.

Es de ahí de donde parten las diferencias entre una ética de corte convencional y una ética procedimental discursiva que intenta dejar de lado los fundamentos de la conciencia individual sobre la percatación del bien y el mal, para centrarse en la dimensión pragmática del lenguaje y la comunicación, con la pretensión de fundamentar una forma de racionalidad que, aun sin negar la libertad y la autonomía individual, sea capaz de fundamentar las respuestas morales a los nuevos imperativos universales.

Si bien el nivel de conciencia moral alcanzado puede explicar el grado de madurez ética, un alto nivel de conciencia no constituye de por sí, una garantía de solución a los problemas morales que padece la humanidad, puesto que ello dependerá de la perspectiva ética en la que se inscriba el proceso de deliberación y reflexión moral. De hecho, la profunda toma de conciencia sobre el deber o la responsabilidad, dejando de lado la legitimidad del disenso, o mediante la pretensión de imponer particulares puntos de vista, sólo pudiera conducir a afianzar las brechas entre los intereses personales y los conceptos de solidaridad, justicia e inclusión.

De igual modo, una profunda toma de conciencia acerca de la necesidad de supervivencia o el deseo de alcanzar la felicidad, dejando de lado niveles de conciencia superiores como la de misión, la de contribución o la de servicio, supondría el ahondamiento de la brecha entre el individualismo y el universalismo.

Por último, aun habiéndose alcanzado un estadio de conciencia moral postconvencional en los términos que plantea Lawrence Kholberg, la creencia como persona racional de la validez de principios morales universales y la adquisición de un sentido de compromiso personal con ellos, pudiera ser indicativo de una férrea sumisión a una tradición incapaz de responder a los nuevos signos sociales y a los nuevos retos globales, puesto que al no hacer referencia a la naturaleza de dichos principios, resultaría válido suponer la orientación kantiana sobre la que pudo asentarse la referencia a una única y legítima moral universal, deslegitimándose o dejando de reconocer el diacronismo entre la tradición y la ruptura, y desconociéndose el pluralismo moral, la legitimidad del disenso y la objeción de conciencia.

De aquí que el desarrollo de una conciencia moral amparada en los conceptos del bien y del mal, sin que medien distinciones entre la naturaleza axiológica-argumentativa de lo que se percibe como lo bueno o como lo malo, dejaría de ser objeto de estudio en la reflexión ética que invoca la necesidad de ruptura y emancipación, sin que esto quiera decir que la conciencia individual dejará de ser el crisol en el que se funden los valores y los sentimientos morales.

Desde el punto de vista ético, no se trataría entonces de juzgar las actuaciones del hombre en función del nivel de desarrollo moral alcanzado, sino más bien, en función de la naturaleza de la conciencia moral que se haya internalizado y del saber moral adquirido, el cual y tal como nos lo cuenta Adela Cortina “tiene por meta ayudarnos a discernir qué es lo bueno para nosotros en el conjunto de nuestra vida, para lo cual es necesario averiguar cuál es el fin último del hombre, cuál es el bien que le es más propio”