La organización como arquitectura de vida

Para entender en su justa dimensión el concepto de «vida», se asume como cierto el significado que Fernández (2006) le otorga a ese término, refiriéndolo como la “capacidad de realizar operaciones por sí y desde sí mismo”. De este modo se aprecia que el hombre no está limitado a una condición determinada de existir, sino que en función de su propia naturaleza libre y perfectible, es capaz de decidir su respuesta ante un contexto que en principio le luce ajeno, haciendo prevalecer su propia subjetividad no solo para satisfacer una necesidad inmediata, sino también para lograr sus más profundos objetivos e ideales.

Es esa capacidad libre y voluntaria de actuar para alcanzar cierto grado de plenitud, la que le da sentido a su propia existencia y es donde la ética adquiere razón de ser. De ahí que con la expresión «arquitectura de vida» se desea hacer referencia al andamiaje del ámbito espacio-temporal en el que se le otorga sentido y significado a los hechos propios de una realidad práctica, socialmente compartida, aunque moralmente fragmentada. Ahora bien, una sociedad en la cual sus miembros no crean lo mismo al mismo tiempo, no parecerá una sociedad; pero es precisamente esa falta de creencias comunes, la que constituye el sentido contemporáneo de cualquier comunidad, aún cuando esté organizada.

Con esta visión postmoderna, Fernández concibe una atmósfera de vida caracterizada por la “inmediatez y transitoriedad de grupos, pensamientos, sentimientos, objetos, lugares, identidades, normas y verdades”. De este modo, el entendimiento del hombre y su dinámica de vida, presupone abandonar las arraigadas ideas y conceptos que partían del supuesto de la organización como medio para neutralizar a la bestia interior que reside en cada persona, pretendiendo con ello la eficacia, la certidumbre, el orden y el control, con los que se justificaba el acto de organizar.

En el ambiente contemporáneo, la complejidad, la diversidad y el pluralismo definen las pautas de la acción individual ante un colectivo, por lo que intentar una determinada configuración estructural (aún con un estilo concreto de procesos decisorios y dotada de un equilibrio aparente en las relaciones de poder), sin percatarse de que la organización constituye un fenómeno social que no necesariamente se apoya en significados interpretativos compartidos, equivale a negar la identidad individual y por ende, el desarrollo y disfrute de la vida humana, creándose así una nueva bestia, poderosa e indomable, en la que el ejercicio exagerado de la razón eliminaría la afectividad y supondría “en el límite una ausencia de vida” (Edgar Morin)

Las distintas metáforas tradicionalmente utilizadas para estudiar a las organizaciones, no son sino reflejos de las distintas imágenes del hombre «organizado». De hecho, la organización vista como máquina, ve al hombre como un ser obediente, pero deshumanizado; por su parte, la organización vista como organismo, ve al hombre como un ser adaptativo que lucha para sobrevivir (no para vivir) en un mundo de continuos cambios; la organización vista como cultura, considera al hombre como un ser controlable y manipulable en cuanto a sus valores e ideologías; mientras que la organización vista como sistema político, concibe al hombre potencialmente conflictivo y, en consecuencia, manejable en función de sus intereses.

En este punto se avizora el condicionamiento cultural ejercido por la organización sobre sus integrantes, puesto que la acriticidad general sobre las teorías e imágenes del hombre, asumidas y puestas en práctica por quienes son poseedores del poder de decisión, han conducido a legitimar las prácticas organizacionales sustentadas predominantemente en un enfoque instrumental gestado en la modernidad, negando el carácter subjetivo del mundo de vida y, en consecuencia, limitando el desarrollo moral de sus miembros.

Dussel argumenta que actuar éticamente significa producir, reproducir y desarrollar la vida de cada ser humano. Relacionando esta afirmación con el concepto de vida, se advierte que la perfección del hombre solo podrá adquirirse a través del ejercicio su libertad, por lo que todo contexto en el que haga vida, estaría llamado a constituirse en un medio para potenciar su desarrollo personal y coadyuvar a su plenitud. Pero una somera revisión de los fundamentos que sustentan cada una de las imágenes del hombre y de la organización, revela la incapacidad de éstas para responder a las «convicciones de fondo» con las que Habermas introduce su concepto de «mundo de vida», vislumbrándose la ausencia de respeto e interés por la libertad y el deseo de perfectibilidad inmanente a la condición humana, por lo que inconscientemente, ante el vacío ético que la caracteriza, y la posible ruptura del frágil acuerdo moral que posibilita su articulación, las organizaciones se encuentran en permanente riesgo de desintegración.

A la vista de las diferentes formas de control organizativo, y dada la tendencia de las organizaciones tradicionales a restringir la capacidad voluntaria de actuación, esta situación se torna más compleja aún, pues mientras mayor sea el riesgo percibido de desintegración, mayor será también la incapacidad de la organización para respetar el ejercicio de la libertad. Tal como bien lo apuntan Vilariño y Schoenh, en la medida que los problemas sean más generalizados, más graves sus consecuencias, o mayor sea la amenaza a la coalición dominante, más fuerte será también la presión del sistema para recurrir a todo tipo de mecanismos de control.

A partir de los planteamientos críticos aquí formulados, emerge la idea de una nueva imagen organizacional como el lugar en donde el individuo asegure la permanencia de su condición humana. De este modo, la organización enfocada como arquitectura de vida, está sustentada en el acuerdo tácito de alcanzar el objetivo común de coadyuvar a la plenitud y a la perfectibilidad del hombre, a quien concibe como un ser quien antes que responder a una realidad (en principio, ajena), activa la realidad misma en función de su particular proyecto de vida. Consecuentemente, la organización así entendida se inscribe en una nueva geometría de la razón y la pasión, caracterizada por el respeto hacia el conjunto de prácticas racionales y emocionales capaces de configurar -y defender- el acuerdo moral en el que se asienta la búsqueda del perfeccionamiento humano y como tal, el sentido de su existencia.