Educación para la respetabilidad: una relación en entredicho

De manera casual, días atrás tropecé con algunos pasajes de la extensa obra de Jiddu Krishnamurti, quien por la claridad de sus ideas y la solidez de sus convicciones, al menos es merecedor de ser tomado en cuenta. La obra de Krishnamurti es un yacimiento de críticas contra el conformismo social, la tradición educativa e incluso contra la respetabilidad, pues según se desprende de la línea central de su pensamiento, en el mundo contemporáneo, el hombre respetable es el hombre mediocre, conformista, el hombre que ha sido educado para adaptarse a una sociedad profundamente enferma y así poder darle continuidad al pasado, sin las herramientas precisas para descubrir lo nuevo y lo necesario.

Tras una breve reflexión sobre las ideas de Krishnamurti se advierte que el precio de la respetabilidad devenida de la tradición educativa, no parece ser otro que la confusión y la infelicidad. El precio a pagar por la dignidad que representa una mente ilustrada, parece ser el obligado aislamiento de los valores humanos fundamentales, lo que se traduce en la cada vez mayor apatía moral y en la progresiva pérdida de la autenticidad, en aras de obtener una mayor percepción de adaptabilidad a una sociedad enferma; una sociedad en la que el respeto no es más que la actitud motivada por una recompensa, llegando con ella a fomentarse la codicia del respetable y el temor de quien respeta.

Esa respetabilidad, que bien pudiera denominarse dramatúrgica, nace del condicionamiento social con su conjunto de creencias, ritos, esperanzas, angustias y temores, mientras que la respetabilidad necesaria, el respeto auténtico y genuino, nace de la comprensión del diferente, sin condicionamientos, sin cortapisas, en un marco de libertad delimitado tan solo por los valores culturales que, por su naturaleza, no pueden ser objeto de discusión.

Es entonces como podrá entenderse que el verdadero papel de la educación no debiera estar limitado a crear ciertas condiciones de seguridad y comodidad, de estabilidad y éxito en el entramado social del que formamos parte; mucho menos para fortalecer egos intranscendentes plasmados en la sensación de respetabilidad que se perciba, más propios del rol de víctimas sobrevivientes, que del catálogo cultural de los actores responsables del desarrollo.

La educación solo cobrará sentido en la medida que ayude a fortalecer la inteligencia para discernir lo esencial de lo mundano, para crear relaciones de valor entre individuos, para desprenderse de los miedos que están presentes en toda sociedad que privilegie lo dramatúrgico sobre lo genuino, y para ayudar a comprender la libertad y la integración; en otras palabras, para entender el orden interno de cada individuo y para aprender a pensar en términos de inclusión y conciencia colectiva.

En fin, las ideas de Krishnamurti constituyen un poderoso caldo de cultivo para la investigación y la reflexión profunda sobre el papel de la educación en una sociedad que necesita ser remoralizada, pues educar es ayudar a discernir entre el intelecto (conciencia cognitiva) y la inteligencia (conciencia reflexiva), y mientras no se aborde la educación desde este prisma, las casas de estudio solo seguirán siendo bastiones del intelecto perspicaz, astuto y ambicioso, instituciones legitimadoras de una visión deformada de la vida y el mundo, que es la causa de nuestros mayores y más significativos problemas contemporáneos.