Ciencia sin conciencia


Quizás, el más sublime tributo del ser humano para la preservación y desarrollo de nuestra especie sea la generación y difusión del conocimiento científico. Generar ciencia constituye indiscutible homenaje a la capacidad humana de creación, y su difusión está enraizada en la esperanza de un mejor futuro para las actuales y nuevas generaciones.
Es bien sabido que la ciencia no ha sido capaz de encontrar respuestas a todas las preguntas, pero también es cierto que en esta época de desproporcionados relativismos, la mente ha iniciado viajes por peligrosos derroteros en compañía de pasiones sin rumbo, tristemente enfocadas a la sobrevivencia del día a día, que incluso llegan a debilitar la capacidad para formularnos tales interrogantes.
La ciencia es para creyentes y paganos, pero pareciera que la producción científica no tuviera destinatarios. De hecho, salvo honrosas excepciones, los pocos artículos científicos que se producen se escriben para salir del paso, como un requisito más que ha de superarse para satisfacer egos académicos; y es que la originalidad está deteriorada por la desidia y la intemperie a la que se han desterrado las fuentes morales implícitas en todo acto de creación, hasta el punto que la opinión propia, aun proveniente de mentes ilustradas, ha perdido espontaneidad y se encuentra desprovista de admiración.
Así, la ciencia no se ve fielmente reflejada en una cultura ciudadana que clama por encontrar respuestas a sus problemas cotidianos, y en ese vacío, el conocimiento popular sustentado en tertulias de esquina e intercambios digitales de escaso cuño, se erige como la base para la construcción social de interpretaciones y significados que alientan aun más el desánimo por la ciencia y neutralizan las escasas capacidades creativas que aún persisten.
Hoy día, lamentablemente, hacer ciencia es un acto reservado para personas valientes, decididas a traspasar los límites de la vanidad y capaces de situar el conocimiento en su verdadera esencia y justo sentido, pero mientras continúe reservada a ese pequeño grupo de valientes, costará mucho derribar las barreras cognitivas y morales que impiden la conformación de una cultura científica genuina, que convierta al ciudadano en el constructor de su propia realidad y que le permita depositar en ella las esperanzas de solución a sus problemas cotidianos.
La ciencia no puede estar alejada del hombre común porque él también tiene algo que decir. Ese ciudadano que sufre en su día a día necesita ser escuchado porque su conocimiento ha sido libremente obtenido, sin vanagloriarse por ello y sin almidonadas prácticas con las que, desapercibidamente, se le han restado oportunidades a la verdadera integración social.
Todo ciudadano es esencialmente educador, transmisor de valores y constructor de la sabiduría y conciencia colectivas. Por ello, nunca se podrá hablar de una legítima conciencia científica mientras no estemos dispuestos a trascender las fronteras de lo inmediato, pero también mientras los gobernantes no dejen de alentar la controversia mundana y, sobre todo, mientras los propios miembros de la comunidad científica permanezcan complacientes y ajenos al drama que representa la pérdida del interés por indagar, conocer, crear y argumentar.