Etica para incrédulos

Causan asombro las opiniones de quienes afirman que las tonterías se difunden con mayor eficacia y rapidez que las ideas sensatas. Ese asombro no es tanto causado por lo que se deja entrever en cuanto a la laxitud del hombre, la superficialidad del pensamiento, la plausibilidad del absurdo o la negación de lo obvio, sino más bien por el velo de presuntuosa autoridad con la que se pretende juzgar algo como tonto o como sensato.

Paradójicamente, los supuestos que sustentan tales expresiones están acompañados del rechazo a creer algo; y lo que es más grave, de la incredulidad en lo posible, aún cuando lo que se visualice como imposible sea deseable. Es precisamente esa desesperanza la que quebranta las bases morales del desarrollo humano, creando una brecha entre los fundamentos del hombre y sus prácticas cotidianas.

A modo de ejemplo, sería deseable que dentro de algunos años, las organizaciones –en cuanto comunidades morales- estuviesen regidas por prácticas discursivas capaces de sostener un nuevo orden social, siendo sensato entonces admitir que en virtud del deseo para alcanzar tal grado de desarrollo, habrán de incorporarse cuanto antes nuevos esquemas de comprensión del hombre y su mundo; pero lo que resultaría aterrador sería que dadas las enormes dificultades actuales para modificar hábitos, costumbres, modos de vida y estilos de pensamiento, califiquemos como tonta la posibilidad de alcanzarlo.

De ese modo se advierte la persistencia de una filosofía del sujeto capaz de decidir lo que cree y lo que no, lo que le es útil o lo que encaja dentro de sus ideales; evidenciando el alejamiento de la inter-subjetividad mediante la que a través del lenguaje, se de rienda suelta a la imaginación discursivamente construida, a lo colectivamente plausible, al descreimiento de aquellas razones, mitos e ideologías que han caracterizado la historia del hombre gestado en la modernidad, y al escepticismo sobre las pretensiones de progreso, porque tal como lo comenta Vattimo, el progreso se ha vuelto rutina. Entonces, si ya no es sensato hablar de progreso como fin último del hombre y la sociedad, ¿a que nos conduce la idea de sensatez?

Hablar de sensatez es hablar de una racionalidad infundida en la lógica de la modernidad, no queriendo esto decir que el hombre inspirado en un pensamiento posmoderno, sea insensato o irracional. Quizás comporte lo contrario. Escuchar suponiendo que lo que se dice es verdad, implica más sensatez que la utilizada para negar lo dicho por otro cuando tal negación se sustenta en razones que simplemente emanan del monólogo subjetivo. Esto nos invita a entender que existen dos dominios de incredulidad: la incredulidad respecto a los fundamentos de la cotidianidad (lo cual nos remite al pensamiento crítico) y la incredulidad respecto a los fundamentos del futuro deseado, la cual está revestida de tan perverso poder que es capaz de neutralizar la propia capacidad de crítica y acción.

En cuanto al primer dominio de incredulidad, sabemos que la realidad del hombre social no puede comprenderse mientras sigamos estando sujetos a la rigurosidad de los conceptos sobre los que ha pretendido edificar su desarrollo, lo cual ayudaría a ilustrar la crisis de los fundamentos que han caracterizado la modernidad, así como el ocaso de la corriente positivista con la que se pretendió conocer y modelar la naturaleza moral del ser -al menos en la cultura occidental-, no siendo de extrañar que los trabajados conceptos con los que hasta ahora se ha asociado la búsqueda del progreso (predictibilidad, futuro, sistema, estructura, racionalidad, regulación, control y jerarquía) comiencen a ser desplazados por expresiones ajenas a la lógica del poder y la dominación, tales como escepticismo, pluralidad, ruptura, incertidumbre, paradoja, fragmentación, caos, heterogeneidad e intuición, las cuales evocan la debilidad de las estructuras cognitivas racionales que han sido empleadas en el intento de alcanzar los fines del hombre.

En cuanto al segundo, lo absolutamente necesario en estos momentos de crisis ética y de fe en el futuro, es reencontrarnos con nuestra propia conciencia reconociéndonos en los demás, puesto que el empeño en calificar algo de tonto o de sensato no es más que el reflejo del desconocimiento de sí mismo, tanto en el plano racional, como en el emocional, debilitándose así el sentido moral de la vida, la ética de nuestros actos, la responsabilidad de nuestras acciones, el ímpetu del optimismo y la fuerza oculta de los desafíos. De aquí que la clave para la superación de las graves dificultades que hoy reconocemos comienza por la incredulidad, no de lo que escuchamos, sino de lo que somos; comienza con la revalorización del espíritu y la pérdida del insólito miedo a la libertad.

La nueva ética -la ética necesaria- es una ética para incrédulos porque demanda una mayor sensibilidad humana hasta el punto de imponerse sobre la razón técnica, postula la reconfiguración de la relación espacio-tiempo, desvirtúa las relaciones lineales entre causas y efectos, obliga a revalorizar el impacto de la energía y la información en la construcción moral del ser, deslegitima las prácticas utilitaristas que no son de utilidad para los otros, y alienta una intensificación de los intercambios culturales y del escepticismo sobre los valores contemporáneos apoyándose en la debilidad de la vinculación entre racionalidad y progreso. De aquí la expresión «pensamiento débil» que Gianni Vattimo utiliza para referirse a la postmodernidad.

Dicho esto, sería saludable admitir la necesaria incredulidad; pero no respecto al futuro que intersubjetivamente construye cada persona a partir de lo cotidiano, sino mas bien, respecto a los supuestos ontológicos a los que el hombre se encuentra aferrado y que han impedido que se reencuentre con su propia moral para hacer uso de su libertad, y con ella, de su máxima capacidad para auto regular sus deseos, sus convicciones y sus responsabilidades. Es en este escenario de ilustrada incredulidad, que destruye la idea de linealidad histórica y desmorona el tradicional concepto de progreso, en donde mejor puede reconfigurarse la construcción ética del ser.