De la organización empresarial y la crisis de sus fundamentos éticos

Nos encontramos en un mundo altamente tecnificado pero paradójicamente incierto, hasta el punto que no sabemos cual es el tipo de conocimiento que nos permitirá superar la brecha entre lo que somos, lo que aspiramos ser y lo que necesitamos ser. Por ello, el sentido de urgencia en la actuación gerencial empresarial no debe continuar expresándose en términos del mercado, competencias o regulaciones, sino con referencia a los nuevos espacios en los que predomine el equilibrio, la libertad, la responsabilidad y la solidaridad. Necesitamos nuevos espacios morales que nos conduzcan a nuevas formas de concebir la verdad y a desprendernos de las viejas ideas sobre la racionalidad y el objetivismo, que deslegitiman las diferencias y deshumanizan el sentido de nuestras vidas.

Charles Perrow


"Seremos como ciegos que manosean el elefante que denominamos "organización", y llenos del sentido del deber informamos sobre sus verrugas, su trompa, sus rodillas y su cola, convencido cada uno de nosotros de haber encontrado la naturaleza exacta de la bestia. Pero lo peor es que ni siquiera estamos mirando a la misma bestia"

El problema de la irracionalidad moral organizacional

A lo largo de la historia se han entretejido diversas teorías sobre el funcionamiento de las organizaciones, registrando por un lado, la evolución de las distintas realidades sociales en términos de valores, prioridades e intereses, y por el otro, dejando constancia de las distintas interpretaciones sobre una misma realidad. Cada una de esas teorías, atendiendo a pretensiones de validez bien argumentadas, concibió formas y mecanismos ideales de estructuración y gestión; pero todas ellas sustentaban su configuración en dos elementos comunes: la racionalidad y el poder. Ambos conceptos aún siguen conformando el espectro ontológico que sustenta el estudio de la naturaleza de las organizaciones y de sus fuentes de legitimación.

Desde una perspectiva eminentemente teórica, la organización pudiera definirse como una imagen representativa de la sociedad, y como tal, una construcción culturalmente definida por los sujetos que la integran. Desde este punto de partida, se entienden las palabras de Vilariño y Schoenh, cuando afirman que “en la cultura organizativa se fundamentan los procesos de compromiso e identidad con la organización”. Ahora bien, si en el plano fáctico esto fuese cierto, ¿cómo explicar la asimetría en las relaciones de poder que han venido operando desde los albores de la humanidad y sus grandes proyectos de construcción, hasta las más modernas corporaciones de principios de este siglo? De igual modo cabría preguntarse ¿cómo conjugar la racionalidad de la organización, con las manifestaciones disfuncionales que reducen el bienestar de sus integrantes, llegando incluso a anular la conciencia y con ella, la pérdida de la libertad y el sentido de la vida?

Repasando los distintos modelos organizacionales, desde Taylor y la Escuela de la Administración Científica hasta nuestros días, se advierte la desintegración de las dos dimensiones que Habermas identifica como insustituibles en su concepto de “mundo de vida” al escindirse lo sistémico de lo social. Así, mientras algunos teóricos le otorgan predominio a lo sistémico (Taylor, Weber, etc.), otros resaltan el papel de los equipos, las redes, la dirección participativa y la implicación de los trabajadores, como determinantes fundamentales del éxito organizacional (Drucker, Bennis, Handy, Spreitzer, Cummings, Peters, Davenport, Lawler)
Ahora bien, ahondando en las premisas y postulados de cada uno de esos modelos, pudiera sospecharse que cada uno de ellos, aún de modo bien intencionado, representa un concienzudo intento para legitimar el subdesarrollo moral de la propia organización, toda vez que predomina un conjunto de ideas morales impuestas, inicialmente ajenas a la conciencia reflexiva de los individuos, y como tales, restrictoras de la libertad y la autonomía individual.

El ser autónomo (del griego autós: “uno mismo” y nomos: “ley”) es aquel que se obliga ante sí mismo, porque ha sido capaz de dictar su propio código moral haciendo efectiva su libertad para poder asumir una responsabilidad consigo mismo y ante los demás. De este modo, la libertad se advierte como recurso necesario para que las organizaciones, mediante el aporte individual y las competencias relacionales de sus integrantes, alcancen un nivel de desarrollo interior que permita lograr los objetivos comunes. Sanromá lo ilustra muy bien cuando afirma: "Todo está regido constantemente por leyes naturales y todo ordenado ó, como ahora se dice, organizado, no por la fuerza externa de la voluntad de un gobernante ó por la presión que ejercen los intereses egoístas de clases determinadas, sino por la fuerza íntima de la libertad y el general concierto de todos los intereses"

Siguiendo este hilo conductor, la organización como tal se desprende de una moral única, impuesta y autoproclamada a favor del ente de dominación, para convertirse en un espacio contextual caracterizado, en primera instancia, por la coexistencia de múltiples códigos morales, dialógicamente dispuestos para promover acuerdos racionales y garantizar la coincidencia de intereses comunes, previo entendimiento y comprensión de las diferencias, a través del lenguaje y la comunicación.

Este pluralismo moral, hermenéutico por naturaleza, encuentra sustentación en los dos elementos básicos de toda sociedad moral: el respeto y el debate sobre las razones de ese respeto (Grondona, 2.004), y esto conduciría a la presunción moral básica de que los intereses generales de la organización no encontrarán oposición en los intereses particulares, lo cual nos remite a Habermas cuando al referirse a la racionalidad de las personas, afirma que “Las normas de acción se presentan en su ámbito de validez con la intención de expresar (…) un interés común a todos los afectados".

Dicho esto, no existirían razones para argumentar que el bienestar general de la organización es contrapuesto al bienestar individual, o que los intereses individuales deban estar subordinados al interés colectivo. Todo lo contrario; el desarrollo de la organización debiera descansar en un acuerdo moral, edificado sobre la base de un mínimo y factible consenso, mediante el que sus integrantes proclamen su mutua y recíproca confianza ante las peculiaridades individuales.

Es precisamente la ausencia de este acuerdo moral, lo que ha conducido a la catástrofe ética de los distintos modelos organizacionales gestados en la inspiración Weberiana, según la cual, los fines debían ser simplemente aceptados pues estaban asociados a una cultura determinada o a una tradición vigente, y en consecuencia, ajenos a la libertad de deliberación y elección. Así, al no corresponderse los fines de la organización con los fines de los medios (los individuos), la racionalidad instrumental en la que se han gestado las distintas teorías de la organización, demostraba de forma paralela la “irracionalidad de sus fines y en consecuencia su vacío ético” (Dussel), pues quebrantaba la libertad, la autonomía y el sentido de vida de sus integrantes.
Emerge así la idea sustantiva de que las organizaciones siguen afrontando un problema ético relacionado con su modo de pensar, el cual debe ser previamente reconocido para luego identificar los puntos críticos en los que se sustentaría cualquier propuesta de desarrollo intra-organizacional.

Construyendo la identidad: Emancipación desde lo cotidiano

La contemporaneidad del mundo de vida tiene en lo dubitativo su principal expresión. Temores, angustias, paradojas, responsabilidades reñidas con las convicciones, deseos e intereses reprimidos por la lógica de la dominación, irresoluciones y sobre todo, las dudas sobre la realidad percibida y las expectativas del futuro, alientan el deseo del hombre por liberarse de lo carente de sentido y significación. Es este el mundo cotidiano que invita a construir una identidad para hacer uso de ella, decidida y responsablemente, a fin de transgredir convencionalismos y encauzar las intenciones sin menoscabar los legítimos intereses del resto de actores integrantes de la comunidad moral. En este artículo, entendiendo la identidad como una construcción moral a partir de lo cotidiano, y utilizando los postulados teóricos de Castells, Habermas y Ricoeur, se vinculan los elementos intervinientes en la intención emancipadora, con la pretensión de encontrar puntos de convergencia entre las instituciones dominantes y los actores dominados, para asegurar su coexistencia pacífica ante el pluralismo moral y el relativismo ético.

1.- La identidad como construcción moral a partir de lo cotidiano
La pretendida comprensión del futuro requiere entender las raíces de la cotidianidad; es decir, de todo aquello considerado normal porque simplemente ocurre todos los días. De igual modo, entender la forma como el hombre ha evolucionado significa comprender la historia de su cotidianidad. Costumbres, actividades, relaciones, temores e intereses, se circunscriben dentro de lo cotidiano; por ello, la historia del hombre es la historia de los hechos, pensamientos y circunstancias que moldearon y siguen moldeando el mundo de vida subjetivo e intersubjetivo a través del cual se construye la identidad y se expresan las diferencias.

El hombre ha edificado su historia porque ha sido capaz de cambiar su mundo de vida apartándose de lo cotidiano. Seguirá cambiando porque en función de su propia identidad es y será capaz de liberarse de aquello que para él pierde su condición de normalidad, imponiéndose a una realidad percibida ya como ilegítima para emanciparse de lo conocido. Por ello, la cotidianidad como marco de referencia ontológico, desconoce también cualquier modo determinado de vivir y coexistir, presentándose imparcial tanto en lo ético como en lo estético.

La visión cotidiana del mundo de vida está conformada por espacios, tiempos, formas y contenidos en los que se materializan creencias básicas con sujeción a un determinado sistema de valores. Esta visión permite la socialización a través de la comunión de valores socialmente aceptados; pero también neutraliza los deseos y restringe los espacios de libertad. Así, lo cotidiano adquiere la característica de natural, como también puede volverse natural la represión de los deseos (hasta el punto de llegar a desconocerlos) y de la libertad (incluso aceptando su pérdida) evidenciándose la estrecha vinculación entre cotidianidad e identidad, la cual luce como consecuencia de aquella.

Aquí se tornan significantes las afirmaciones de Castells (Avendaño 2.001) cuando en un contexto marcado por las relaciones de poder, plantea la construcción de la identidad a partir de sus tres formas originarias: 1) identidad legitimadora: introducida por las instituciones dominantes de la sociedad para extender y racionalizar su dominación frente al resto de los actores sociales; 2) identidad de resistencia: generada por aquellos actores quienes sustentándose en principios distintos a los emanados de otras instituciones sociales, se encuentran en posiciones estigmatizadas por la lógica de la dominación; y 3) identidad proyecto: o aquella que intentan construir los actores sociales, cuando basándose en los elementos culturales disponibles, tratan de redefinir su posición en la sociedad, buscando con ello la transformación de toda la estructura social.

Ahora bien, de las tres formas originarias de identidad planteadas por Castells, ninguna de ellas está exenta de los atributos que rigen su construcción cuando es enfocada desde la perspectiva de la cotidianidad. La construcción de la identidad, sea ésta individual o referida a un grupo social, implica el reconocimiento de las diferencias respecto a los demás, el deseo de afianzarlas o modificarlas, y la utilización del sentido de libertad para actuar en función de sus límites.

Lo anterior conduce a entender que la identidad auténtica se construye en un contexto de cambio signado por el deseo y la libertad. Si el deseo deriva de la insatisfacción con lo cotidiano, es fácilmente comprensible la total libertad del hombre para cambiar sus creencias y sus pensamientos; mas no significa su propensión a cambiar sus hechos y circunstancias. Esa particularidad no los hace menos libres; pero sí, menos dispuestos para ejercer la libertad. De nuevo, las relaciones de poder condicionan su ejercicio, mas no sus fundamentos; relaciones de poder no solo jerárquicas o formales, sino además, regidas por la supremacía de los convencionalismos morales.

Así, no toda actuación del hombre encuentra sustentación en el ejercicio de la libertad, ni está totalmente sujeta a imputación de responsabilidad o dentro de la esfera ética, siendo oportuno parafrasear a Guédez (2.004) quien señala que las respuestas éticas no proceden de reacciones a instintos, ni de deducciones derivadas de la lógica, ni tampoco de obediencias normativas; sino más bien reflejan decisiones fundamentadas tras la existencia de un espacio deliberativo entre una situación dada y la decisión adoptada. De ese modo, las reacciones, las deducciones y las obediencias se entienden como simples reflejos de la aceptación y la adaptación; pero no revelan el ejercicio de la libertad, principio fundamental de la condición humana.

Lo cotidiano existe porque así se ha aceptado y el hombre se ha adaptado a ello; pero al mismo tiempo, tanto de manera activa como pasiva, el espíritu se rebela continuamente contra lo cotidiano, tratando de emanciparse. Al contrario de la aceptación y la adaptación, tanto la rebelión como la emancipación solo adquieren sentido cuando se observan desde la perspectiva de la libertad, la cual se materializa en la potestad de elegir el destino, así como en la férrea voluntad de apartarse del camino a cualquier destino no elegido. Dicho así, más que para ser entendida, la cotidianidad se presenta para obrar en función de ella.

Obrar en lo cotidiano es obrar en el ámbito moral de la identidad, conjugándose la representación de la subjetividad con las distintas manifestaciones del mundo de vida objetivo. Conlleva el ejercicio de la libertad, no sólo para modificar costumbres, tradiciones y estilos de vida, sino también para gestionar las interrelaciones e intervenir en los asuntos colectivos más allá de los propios intereses particulares. Obrar en lo cotidiano es ejercer la condición de ciudadano pleno, lo cual según Savater (2.004) significa la “gestión de lo propio en interacción con lo que tenemos en común con nuestros iguales”, en cuya sentencia quedan representados los tres componentes de la ética identificados por Ricoeur (1.990) como constitutivos de la sabiduría práctica: estima de sí, solicitud y sentido de la justicia.

En este orden de ideas, vivir y sentir la cotidianidad implica emanciparse de ella encauzando los mecanismos tendentes a su trasgresión. Para ello se requiere la posesión de profundas convicciones sobre las que se sustente la legítima pretensión de imponerse a las normas y a los convencionalismos, sin necesidad de recurrir a manifestaciones violentas o arbitrarias.

Así, volviendo a Castells, surge la duda sobre cuál de las formas originarias de identidad es la más propensa para hacer valer las convicciones sobre las que se configuran. ¿Será acaso la conformada por las instituciones dominantes (identidad legitimadora) o por el contrario, recaerá en los actores dominados (identidad de resistencia)? De igual modo, ¿será posible la existencia de elementos convergentes entre ambas?, y de ser cierta esa posibilidad, ¿sobre cuál perspectiva ética se asienta su configuración? Tratar de hallar las respuestas a estas interrogantes constituye el propósito orientador de los próximos párrafos.

2.- Emancipación responsable
Al concebir la construcción de la identidad como un acto libre ejercido en función de una aspiración o motivo trascendental, cualquier intento de trasgresión a la cotidianidad debe encontrar sustentación en la percepción sobre los espacios de libertad disponibles, permitiendo discernir así sobre la vinculación entre el atractivo de la trasgresión y el costo emocional del simple hecho de transgredir. De este modo, mientras mayor sea el atractivo, y menor el costo emocional asociado, mayor será la posibilidad real de convertir la cotidianidad en un ámbito espacio-temporal de gestación de las nuevas formas y contenidos que se pretendan alcanzar.

Discernir sobre esta vinculación solo puede realizarse desde la óptica de la responsabilidad, entendida ésta como la capacidad individual para responder acerca de las propias acciones y omisiones, según las convicciones, los fines y las intenciones que sostienen los procesos de deliberación y elección. Quizás por ello, Guédez (ob.cit) apunta a la responsabilidad como la determinante ética, cuando a la expresión «responsable» contrapone el de «víctima» al señalar: “el responsable asume el desafío de una visión y las exigencias de un esfuerzo, mientras que la víctima (…) piensa en las circunstancias externas que condicionan su reacción”.

Lo anterior invita a la reflexión sobre los componentes de toda acción responsable: conocimiento, posibilidad y voluntad (Savater, ob. cit.), para luego vincularlos con los tres elementos de la ética a partir de los cuales, Ricoeur (1.990) configura el concepto de «sabiduría práctica» (estima de sí, solicitud y sentido de justicia) en el ámbito de la cotidianidad.

2.1. El conocimiento como fundamento de la intención emancipadora
Sin la pretensión de abordar el ámbito de la psicología cognitiva, se parte de la premisa que el conocimiento adquirido y aplicado en las interacciones cotidianas, está basado en criterios asociativos simples y causales, condicionados por ideologías y sentimientos alineados con la estructura cultural de un determinado contexto social. Dada la existencia de este tipo de conocimiento simple, no todo acto de conocer es ostensible de rigurosidad científica; pero aún así, intentar entenderlo como uno de los fundamentos de la acción responsable, obliga a considerar sus formas básicas. Para ello se utilizará la reinterpretación de Lucas (2.007) sobre la teoría de creación del conocimiento organizacional, formulada por Nonaka y Takeuchi, quien considera cuatro dimensiones del conocimiento: a) como acción efectiva; b) como explicación validada; c) como procedimiento compartido y d) como estilo compartido.

a) El conocimiento entendido como acción efectiva está vinculado a la experiencia personal. Responde a una percepción de la realidad determinada en todo caso por la estructura biológica del individuo, cuyas percepciones y conocimientos no pueden ser consideradas como representaciones de la realidad, sino como simples actos identificativos del particular modo de ver y comprender, en consonancia con la exclusiva estructura del ser. Lucas sostiene que en este dominio individual-pragmático, el hombre se comporta meramente como un observador, y al ser el acto de distinción el acto cognoscitivo básico, la capacidad de hacer descripciones de la realidad dependerá del acto de diferenciar a través de los sentidos y del lenguaje, confiriendo sentido a las propias experiencias. En este dominio, el aprendizaje está vinculado al cultivo de prácticas o saberes reflejos expresables en habilidades para la acción.

b) Según Lucas, el conocimiento entendido como explicación validada implica reformular la experiencia o el modo pragmático de vivir a través de la explicación, cuyas premisas fundamentales solo pueden validarse desde el plano subjetivo. Al concebir la aceptación de quien escucha como la única vía para legitimar la explicación propuesta, y al entender todo sistema racional fundamentado en un sustrato emocional, se deduce que lo humano solo puede configurarse a partir de la hibridación de la razón, las emociones y la acción, dotándolo así de coherencia argumentativa y pragmática. En este dominio individual-reflexivo, cuyo aprendizaje está asociado con los saberes reflexivos traducibles en habilidades para el análisis razonado de los hechos y experiencias, discurren los fundamentos de la cotidianidad, solapándose tanto la experiencia como la explicación.

c) El conocimiento entendido como procedimiento compartido, corresponde a las coherencias operacionales colectivas, recursivamente perfeccionadas y constituidas a partir de las explicaciones validadas. En este dominio colectivo-reflexivo, el aprendizaje está asociado con los saberes técnicos expresables en habilidades específicas según las disciplinas a las que respondan.

d) Por último, el conocimiento entendido como estilo compartido, se introduce en el trasfondo de las prácticas sociales históricamente forjadas, que moldean el carácter relacional del ser. Este dominio colectivo-pragmático determina el estilo o manera particular de ser de una comunidad moral, estableciendo las posibilidades y el modo de encauzar la acción. En este dominio, el conocimiento se asocia con los saberes compartidos, los cuales se expresan en habilidades colectivas, prácticas discursivas, herramientas y roles, armoniosamente dispuestas para alcanzar los propósitos establecidos dentro de un determinado espacio social.

Al analizar cada uno de los tipos de conocimiento propuestos por Lucas, se abona el camino para hallar la génesis de la intención emancipadora en la dimensión individual-reflexiva del conocimiento, pues en el dominio pragmático no parece residir la posibilidad de explicación y validación de la cotidianidad, al no existir la posibilidad de manejar las propias emociones para afrontar de forma crítica, autónoma y responsable, los hechos cotidianos. Así, solamente habrá posibilidad de auto-comprender y auto-estimar desde la perspectiva reflexiva del conocimiento en la que se funde lo racional con lo emocional. Morin (2006) resalta esta cuestión cuando al referirse a la dialógica «razón-pasión» señala: “Una vida puramente racional sería en el límite una ausencia de vida; la cualidad de la vida comporta emoción, pasión, goce.” Dicho esto, surge una nueva inquietud: ¿de cuál conocimiento es necesario disponer para encarar lo cotidiano?

Mucho se ha discutido sobre el papel del hombre y de la sociedad en la determinación de las formas de conocer y de los supuestos a partir de los cuales se le otorga validez; pero poco se ha dicho sobre el conocimiento necesario. A lo largo de su historia, el hombre se ha empeñado en aprehender la realidad circundante, pretendiendo la explicación de los fenómenos que percibe y le interesan para construir y apropiarse de un conjunto de verdades cada vez más débiles e irrelevantes. De este modo, el hombre se ha esforzado por conocer su exterioridad con la finalidad de explicarla, utilizarla y transformarla; pero aún sin proponérselo, ha abandonado la búsqueda del conocimiento de su propia identidad; subordinándose al objeto y desconociendo las fuentes de su emocionalidad y de sus valores.

El sendero transitado por el hombre para encontrar refugio en el conocimiento exterior, ha dificultado la comprensión de la complejidad humana y el abordaje de los determinantes básicos de coexistencia pacífica ante el pluralismo moral que caracteriza a las sociedades contemporáneas. Desde esta perspectiva, la pertinencia del conocimiento convencionalmente entendido, solamente puede delinearse desde la comprensión de la propia subjetividad, para adquirir lo señalado por Morin como «cultura psíquica» y «autoética» llegando a afirmar que “es a la vez una exigencia antropológica y una exigencia histórica de nuestro tiempo” para enfrentar “nuestra propia barbarie interior”.

Ante estas circunstancias, el conocimiento necesario para sustentar la intención emancipadora y resolver los problemas de significados y valores en la cotidianidad del mundo de vida, no parece ser otro que el orientado a procurar la transformación moral del individuo, para así poder proyectar y materializar los atributos éticos de las acciones responsables derivadas del acto de conocer, resultando evidente la indisoluble vinculación entre conocimiento, autoestima, reflexión, autonomía, libertad, justicia y emancipación, y adquiriendo relevancia la afirmación de Habermas (2.002) cuando al mencionar las distintas formas de racionalidad, advierte que ésta no sólo se evidencia cuando se interpretan las necesidades personales a la luz de los estándares de valor aprendidos en sus culturas, sino también y “… sobre todo, cuando es capaz de adoptar una actitud reflexiva frente a los estándares de valor con que interpreta sus necesidades”.

2.2. La posibilidad y la voluntad como atributos éticos a partir del conocimiento
La posibilidad de emancipación no es ajena a la posibilidad de inclusión, pues tal como lo expresan Cortés y Martínez (1.996) en clara alusión a Ricoeur, el ser “desborda los límites de un yo entendido simplemente como sujeto cognoscente, pues engloba también la libertad y posibilidades que van más allá del conocimiento objetivo y de la experiencia sensible” comprendiéndose así la intención del ser crítico y reflexivo para apartarse de lo cotidiano, no tanto para crear su propio mundo de vida, aislado de sus semejantes o ajeno al de su contexto, sino mas bien para expresar su respeto a la dignidad humana, su compromiso con la búsqueda de un bien común, y su intención de convivir con las igualdades y con las diferencias, residiendo precisamente en éstas últimas, la naturaleza de la propia identidad. Si no existiesen discrepancias, disconformidades, oposiciones y desacuerdos, tampoco habría elementos distintivos capaces de configurar una identidad particular.

Ahora bien, ¿dónde reside la posibilidad de emancipación y de inclusión? Nuevamente Lucas parece ofrecer la respuesta cuando apunta al dominio colectivo-pragmático del conocimiento como el albergue de los modos posibles de encauzar la acción, Así, la «posibilidad» como tal, reside en la identidad del contexto social, es decir, en su cultura o modo particular de ser. Sin embargo, a pesar de que este dominio del conocimiento es un derivado de sus tipos precedentes, y asumiendo como es lógico que el ser forma parte integral de su propio contexto, la existencia real de una o varias posibilidades de acción no implica necesariamente su reconocimiento en la conciencia reflexiva de cada individuo, lo cual obligaría a abordar el campo moral que condiciona las actitudes personales ante la realidad percibida. Expresado de otro modo, la posibilidad, aún cuando exista en el contexto; sólo será reconocida a través de la conciencia reflexiva; o dicho en términos contrarios, aunque la posibilidad no exista en el contexto, pudiera ser erróneamente visualizada en la conciencia.

Esta ambivalencia ha sido mencionada por Touraine al señalar: “la presencia del yo se manifiesta a la vez en el modelo cultural de una sociedad (…) y en los movimientos de solidaridad y protesta contra las diferentes formas de dominación”, lo cual invita a reflexionar sobre el doble rol del sujeto en su contexto social: por una parte, coadyuvando a configurar la cultura social, y por la otra, rebelándose contra ella. Esta dicotomía humana, paradójica y contradictoria, encuentra su equilibrio en el juicio moral, dialógicamente dispuesto en función del interés propio y el compromiso hacia el otro. De no ser así, el mismo Touraine llega a afirmar que el desinterés extremo conduciría a un “egoísmo cada vez más agudo y por último a la incapacidad de alzarse para defender la libertad del sujeto cuando esté amenazada”

Siguiendo este hilo conductor, ambas posiciones del sujeto social no pueden aislarse, siendo precisamente la forma como se compatibilizan y aplican los principios morales en las situaciones creadas por la dinámica social, la que define el conjunto de atributos éticos sobre los cuales se configuran los procesos de reflexión, elección y acción. De este modo puede entenderse la ética, en su papel de condicionante de las manifestaciones de voluntad hacia el compromiso y la emancipación.

Las reflexiones anteriores conducen a entender la voluntad, como la libre disposición personal para ejecutar responsablemente las acciones a través de las cuales se intentan modificar las situaciones sociales. Volviendo a Lucas, es en el dominio individual reflexivo del conocimiento donde la voluntad coexiste junto con la intención emancipadora. Consecuentemente, se vislumbra que el gran valor del conocimiento está determinado por su capacidad para concebir y materializar la capacidad de emancipación, como modo de asegurar el control de las propias vidas, tanto en el ámbito personal como en el colectivo.

3.- Emancipación responsable y sabiduría práctica
En los párrafos precedentes se ha discutido la estrecha interrelación entre los tres componentes de la acción responsable (conocimiento, posibilidad y voluntad) así como su vinculación con el modelaje cultural y la intención emancipadora. A continuación, se pretende desarrollar su conexión con el concepto de sabiduría práctica propuesto por Ricoeur, a partir de los tres elementos de la ética que él propone (estima de sí, solicitud y sentido de justicia)

El saber práctico puede entenderse como el referente en el cual se materializan las respuestas morales con sujeción a un proceso de deliberación y elección gobernado por deseos e intereses. Tanto es así que Etxeberría y Florez (2006) llegan a afirmar: “la ética se inscribe antes que nada en las profundidades del deseo”, mientras Habermas junto con Apel identifican tres tipos de intereses en el saber: “el técnico de dominación, el crítico-ideológico de liberación y el práctico-hermenéutico en la comprensión”. De este modo, el dominio, la liberación y la comprensión se advierten como los fundamentos de las intenciones y a su vez, como los propósitos de la acción.

Así, la intención emancipadora (liberadora) nace de un interés crítico-ideológico, llevando implícita la preeminencia de la convicción sobre las reglas de la cotidianidad. Esta intención, optativa más que imperativa, reviste un juicio moral pues se sustenta en principios difícilmente jerarquizables, en ocasiones incongruentes o incluso contradictorios con la estructura cultural dominante en un contexto social, haciendo emerger un conjunto de conflictos cuya solución no puede encontrarse en el componente normativo social vinculado al interés técnico de dominación. De este modo, en principio, toda intención emancipadora constituye una respuesta moral ante la complejidad intercultural y el debilitamiento de viejas certidumbres legitimadas por el saber convencional y por las tradiciones.

Pero mientras la capacidad crítica tiene su punto de apoyo en el conocimiento, la intención emancipadora se sustenta en la estima de sí (primer elemento ético propuesto por Ricoeur) vinculada con la capacidad del individuo para valorar su propia existencia y base de confianza elemental que le capacita “para todo movimiento de apertura al mundo y a los otros” (Begué, s.f: 11). No existiría tal disposición para obrar, sin el previo reconocimiento del potencial individual y de los espacios de libertad para jerarquizar y acometer las acciones.

Ahora bien, no toda acción intencionada, por mas noble que sea su propósito, encuentra refugio en los dominios éticos, puesto que también se correría el riesgo de adoptar formas narcisistas y expresiones egocéntricas, al desconocerse exigencias sociales significativas y consecuentemente ajenas a los deseos particulares, los intereses y la voluntad individual. Sobre esta cuestión, Taylor (2.005) advierte sobre la pérdida del sentido de autenticidad humana y de significación, ante la pretensión de evadir las estipulaciones sociales, y afirma: “Es esto lo que resulta contraproducente en las formas de cultura contemporánea que se concentran en la autorrealización por oposición a las exigencias de la sociedad, (…) y a los lazos de solidaridad”.

Partiendo de la cita anterior, es preciso desarrollar los elementos que vinculan a Taylor con el concepto de la sabiduría práctica de Ricoeur, quien define la aspiración ética en los siguientes términos: “tender a la vida buena, con y para los otros, en instituciones justas”.

Si bien la estima de sí comporta el peligro de replegarse sobre el propio yo para tender a la vida buena (vivir bien), Ricoeur argumenta el desconocimiento de las exigencias sociales como circunstancia ajena al concepto de autoestima, al suponer una relación de reciprocidad sustentada en la amistad y el respeto, a través de las cuales “las personas se reconocen como insustituibles en el intercambio mismo”. A este componente del saber práctico, Ricoeur lo denomina “solicitud” Así, al considerar la autoestima como el elemento originario de la autorrealización, la pretensión emancipadora obligaría a considerar los intereses técnicos de dominación (Habermas), menoscabándose la posibilidad real de liberación ante la fuerza del poder normativo y coercitivo del que disponen las instituciones dominantes. Es en este punto donde adquieren relevancia los conceptos de solidaridad y justicia mediante los cuales, Ricoeur intenta compensar el desequilibrio en las relaciones de poder entre las instituciones y las personas, confiriéndole una connotación ética a las interacciones humanas como vía de entendimiento a partir de las diferencias.

De las ideas anteriores, se desprende que la idea de solidaridad posee tres implicaciones para la institución dominante: en primer lugar, el reconocimiento de intereses legítimos en el ente dominado; en segundo lugar, el reconocimiento de una situación desigual que le favorece y, por último, la voluntad real de recurrir a la norma moral para solventar tal desequilibrio.

4.- A modo de conclusión
La dinámica compleja de la cotidianidad hace emerger nuevas sensibilidades, conflictos y desafíos que seducen al individuo dominado a acariciar la idea de emancipación contra lo conocido y lo instituido. Contradicciones culturales, divergentes estilos de pensamiento y un cúmulo de tensiones gestadas en la comunidad moral, disuelven los esfuerzos para encontrar argumentos absolutos capaces de sostener la vigencia de lo cotidiano. Por ello, lejos de mostrarse desvinculado de su propia naturaleza crítica; aunque al mismo tiempo relacional, el hombre necesita encontrar un punto de equilibrio entre lo convencional y lo transformativo, en donde sus acciones y reflexiones apuntalen la idea de progreso y bienestar.

Ante ese reconocimiento, las racionalidades con pretensiones hegemónicas, bien sean heredadas, o gestadas durante la historia reciente de la humanidad, han comenzando a desfigurar sus tradicionales espacios reflexivos, imprimiéndole un nuevo dinamismo a la dimensión humana individual. Sin embargo, este cambio en las convicciones y propósitos que han dibujado la identidad de las instituciones dominantes, solamente puede adquirir sentido práctico en la medida en que se logre conjugar la responsabilidad y la sabiduría, por parte de aquellos actores cuyas pretensiones de emancipación estén sustentadas en intenciones legítimas y en función de un proyecto regulado por intereses comunes.

Todas las ideas expuestas apuntan a los actores dominados como aquellos entes quienes solamente podrán materializar sus convicciones emancipadoras, cuando logren alinear sus elementos identitarios de resistencia con la jerarquía de prioridades en la que las instituciones dominantes sustentan sus principios rectores. Así, la noción de emancipación, aún gestada en la conciencia reflexiva individual, no es ajena a la identidad legitimadora del contexto, pues es allí donde reside la posibilidad como tal.

En fin, al ser muy estrecha la vinculación entre el deseo de trasgresión y la necesidad de coexistencia pacífica, y no existiendo modo alguno de desvincular la intención emancipadora de la noción de proyecto socio-histórico común, en el juego de la emancipación no hay vencedores ni vencidos, por lo que a los distintos actores de la comunidad moral, dotados de legitimidad y al mismo tiempo de libertad, tampoco se les podrá atribuir un determinado nivel de propensión para materializar sus convicciones. Este equilibrio, representativo de un nuevo modo de pensamiento cada vez más alejado de la lógica de la dominación, se asienta sobre una ética de la tolerancia, del respeto y de la solidaridad, cuyas reglas solo podrán emerger y transformarse en función de las emociones colectivas, o tal como lo indica Guerra (2.004) “en perfecto relativismo con el momento sociohistórico considerado”

De la necesidad de co-regulación, a la capacidad de co-regular

Traspasar las fronteras de la individualidad representa la esencia misma del ser humano. La naturaleza social del hombre le obliga a buscar refugio en el reconocimiento externo, haciendo que la legitimidad de su actuación, más que depender de sus propias convicciones, llegue incluso a traspasar el marco normativo que formalmente la regula, para depender del grado de aceptación que le confiera el referente social con el que interactúe.

De modo análogo, la empresa no constituye un sistema simple o mecánico, cuya existencia esté justificada por la simple obtención de beneficios dentro de las regulaciones de un marco legal que legitime su actividad. En la actualidad, la legitimidad de la acción empresarial la otorga el mercado a través de la percepción que se tenga sobre la capacidad de respuesta a los problemas e intereses sociales, conjuntamente con la utilidad de los productos y servicios que comercialice. La legitimación social está consustanciada con los valores sociales dominantes, por lo que desde un punto de vista práctico, el planteamiento ético de la empresa pasaría por incorporar dichos valores exógenos dentro la propia cultura de la organización.

Alcanzado este punto, y haciendo abstracción de las dificultades derivadas de la introducción de nuevos valores en la cultura organizacional, surgen varias interrogantes que debilitarían el sentido ético de la actuación empresarial cuando se le observa estrictamente desde una perspectiva práctica: ¿Cuál es el grado de congruencia entre los valores sociales a los que la empresa se debe circunscribir para obtener su legitimación?; ¿Existe total alineación entre los valores dominantes en los distintos ambientes con los que la empresa se relaciona?; y en el caso de que no haya total alineación o congruencia ¿Cuál sería la jerarquía de valores y de qué o quién dependería su configuración?

En buena parte, la complejidad del actual mundo de negocios proviene de la diversidad cultural como producto de ideologías encontradas -aunque moralmente tolerables-, disímiles interpretaciones de la realidad y visiones divergentes del futuro necesario y deseado. Adicionalmente, a la empresa se le demanda mayor implicación en su rol de remoralizador social y principal dinamizador del concepto de bienestar. Todo esto obliga a revisar los fundamentos teóricos de la moral interna de la organización y a cuestionar la aplicación de estos fundamentos en las correspondientes actividades de negocios, entendiendo así la necesidad de co-regulación, vista como la lucha entre el impulso de auto-regulación y el dinamismo de los ambientes con los que la empresa está llamada a interactuar, tanto en el contexto social, como en los planos político, económico y tecnológico.

Atendiendo a las razones que fundamentan la necesidad de co-regulación, se desprende que la pérdida de libertad debe llevar implícita la idea de beneficio, pues de lo contrario, no sería aceptada. De igual manera, la pérdida de la razón instrumental como instrumento de decisión, llevaría aparejada la idea del deber, puesto que, salvo que se esté moralmente obligado a tolerar la incertidumbre y aceptar los riesgos asociados, es más fácil recurrir a la razón instrumental que renunciar a ella. De igual modo, reconocer la fragilidad del conocimiento adquirido y actuar en consecuencia, solo es posible desde la perspectiva de la virtud y la moralidad, con lo que se vislumbra un nuevo problema de la transición, el cual no sólo se hace evidente por la divergencia entre culturas, intereses e interpretaciones entre los integrantes de la organización y los distintos grupos sociales, sino además, y en el plano individual, ante las pretensiones de dominio, poder e influencia; y ante la preeminencia de la razón como instrumento de decisión.
Tras las reflexiones anteriores, los nuevos tiempos, difíciles de entender y amenazadoramente inciertos, plantean más interrogantes que respuestas. El actuar ético de la empresa se aleja de lo que hoy se visualiza como lo bueno, lo conveniente y lo necesario; y todo parece converger en la necesidad de redefinir el concepto de responsabilidad, ampliando su alcance a la obligación moral de responder ante nuevos entes que hasta ahora no habían representado interés alguno para la empresa, o que no eran considerados como compromisos derivados de la propia actividad de negocios.

En el plano ético, el abandono de las actuales prácticas de negocios para incursionar en el nuevo modelo de pensamiento gerencial, supondría la superación de cuatro grandes debilidades que se hacen evidentes desde el mismo momento en que la organización llega a cuestionar la necesidad de un cambio sustancial en la forma de gestionar sus negocios: 1) la debilidad para asumir públicamente la responsabilidad ética por las decisiones adoptadas y los resultados obtenidos; 2) la debilidad para defender la utilización de los medios disponibles y argumentar la validez de los principios en los que se sustenta la transición; 3) la debilidad para encontrar un modo de actuación congruente con el paradigma de la complejidad, ante las divergencias culturales que existen entre la organización, los distintos grupos sociales y el resto de micro-ambientes con los que se interrelaciona; y 4) la debilidad para desprenderse del poder y la racionalidad técnico-científica, como instrumentos de decisión.

Contrariamente a lo que se piensa, la vigencia de la empresa en su sector de actividad no dependerá tanto de su capacidad para competir, sino de su capacidad para incrementar su capital ético, traspasando la convencionalidad normativa para imbuirse en el plano de una voluntariedad sustentada en profundas y nuevas convicciones, así como en el desarraigo de creencias, experiencias y conocimientos adquiridos; por lo que la superación de estas debilidades constituye el principal reto al que se enfrentan gerentes y empresarios.

Todo parece indicar que el marco ético que deberá sustentar los esfuerzos de transición hacia la postmodernidad, solamente podrá configurarse desde la óptica de la responsabilidad y de la virtud, sin que esto signifique el abandono de la razón práctica. No obstante, la actual concepción ética de las empresas hace que persista un «subjetivismo monológico» para la toma de decisiones que es antagónico con la realidad postmoderna, requiriéndose la ruptura cultural en el contexto gerencial para adoptar una nueva forma organizacional con alta expresividad ética, materializable en términos de un mayor equilibrio reflexivo entre responsabilidades económicas y sociales; la dotación de nuevos y ampliados espacios de libertad entre sus miembros, y un estilo decisional sustentado en el diálogo con los grupos de interés, como medios para asegurar la vigencia ética de la empresa, en su rol de remoralizador social.

De lo ya comentado, surgen cuatro afirmaciones que testimonian la existencia de un problema complejo en el contexto gerencial: a) La ética es una exigencia para la viabilidad del sistema económico; b) Las reglas del sistema económico son incapaces de determinar los cursos de acción éticos de la empresa; c) La implantación de códigos éticos en la empresa, no garantiza la alineación entre convicciones individuales, responsabilidades organizacionales y demandas sociales; y d) Los gerentes reconocen la necesidad de ruptura cultural en el plano ético; pero temen abandonar estructuras de pensamiento que han resultado exitosas en el pasado.
Consecuentemente, alcanzar una comprensión fenomenológica sobre la forma en que las organizaciones empresariales debieran gestionar su transición al modo de pensamiento postmoderno, luce como una exigencia para asegurar la unidad del razonamiento ético entre actores provistos de diferentes concepciones morales.

De la necesidad de auto-regulación, a la capacidad de auto-regulación

La empresa está atravesando un tiempo caracterizado por un cambio en el nivel ético de la conciencia sobre el bien o el mal y sobre las preocupaciones del lucro, eficiencia y poder que caracterizaron al pensamiento moderno. Los postulados de Friedman que abogaban por la independencia que la economía debía tener frente a cualquier juicio normativo, y particularmente frente a cualquier postura ética, se desvanecen en la medida que se comprende la perspectiva humanística de la vinculación entre hombre, empresa y sociedad. Hoy se sabe que la moralización de la sociedad se inicia con la moralización de la empresa y, por ende, con la renovación moral de sus miembros, por lo que habría razón para pensar que los individuos son moralmente responsables de los actos y decisiones que tomen en nombre de los intereses empresariales.

A juicio de Gellerman, 1.986 (Santos, ob. cit) las imperfecciones éticas de los actores empresariales obedecen a cuatro creencias con las que intentan justificar sus comportamientos: a) creer que la actividad no es ilegal o inmoral; b) creer que la decisión se toma en beneficio de la empresa o de sus miembros; c) creer que la actuación inmoral no será descubierta; y d) creer en la supuesta obligación moral de proteger al responsable de la actuación ilegal. Al abordarlas desde la perspectiva teórica de la cultura organizacional, estas creencias forjan un conjunto de valores, normas, actitudes y comportamientos capaces de generar unos resultados que, al compararlos con las creencias iniciales, se convierten en experiencias de aprendizaje, bien sea para afianzarlas o para modificarlas.

Durante buena parte del siglo XX, los resultados obtenidos llegaron a confirmar ese conjunto de creencias que justificaban la ausencia de comportamientos éticos en la empresa. Sin embargo, la aparición de una nueva cultura social y el paulatino reencuentro con los valores humanísticos, hacen impensable mantener la vigencia ética de estas creencias, allanándose el camino para comprender la necesidad de que más que la organización, sean los propios individuos quienes regulen la modificación de sus patrones culturales individuales, desde las creencias hasta los comportamientos, introduciéndonos en la necesidad de la auto-regulación.

El concepto de auto-regulación acarrea de forma implícita las ideas de libertad, voluntad, autonomía y responsabilidad. Al significar la lucha entre las experiencias adquiridas y las nuevas convicciones sobre el papel que debe asumir tanto el individuo como la organización, se explica la necesidad de la profunda reconversión mental y la reinvención de su clave de éxito, como los retos que Rojas (1994) plantea para el gerente que pretenda obtener éxito en los próximos años. Por consiguiente, la capacidad de autorregulación solo puede visualizarse dentro de la esfera ética.

Tal como se deduce de la lectura de Drucker (ob. cit), las sociedades, y por ende sus individuos, son responsables de los límites de su poder; pero en el plano utilitario, el establecimiento de límites al poder de trasgresión no encuentra sustentación. No habría razones prácticas para ello, salvo que dichos límites surjan como producto de la reflexión respecto a los derechos del conjunto social al que estaría dirigida la aplicación del poder; y al papel del individuo frente a dicha sociedad. Desde esta perspectiva, entraríamos en el campo de la ética normativa, la ética del deber como referente cultural que establece lo conveniente y lo necesario, haciendo abstracción de los simples conceptos respecto a lo bueno y lo malo; pero esta perspectiva normativa, tampoco es suficiente. Para que el universo globalizado pueda funcionar, necesita más valores y actitudes que normas (Vivas, ob. cit) por lo que surgen nuevas dudas sobre cómo la teoría ética clásica puede soportar la ética de la transición.

Las divergencias entre la teorías éticas y las prácticas morales invitan a hacer referencia a la credibilidad del propio ser, es decir, a la credibilidad de sus propias convicciones y a la autonomía para manipular sus propias creencias y auto-censurarse, puesto que además de la lucha entre las experiencias adquiridas y las propias convicciones, observamos hoy una lucha entre dichas convicciones y las responsabilidades asumidas, que también deben ser abordadas en el terreno de la auto-regulación; siendo congruentes con las tres perspectivas éticas presentadas por Muguerza (2002) cuando se refiere a las relaciones de ésta con la política, la tecnociencia y la ontología, afirmando que la ética del siglo XXI debe ser entendida como la “teoría de la razón práctica” al visualizarla desde una triple perspectiva: a) como una ética de las intenciones que plantea el problema de las consecuencias; b) como una ética de los fines que conduce al cuestionamiento de los medios; y c) como una ética de las convicciones que abre interrogantes sobre los principios en las que se fundamentan.

Ante estas disyuntivas, la capacidad de autorregulación parece encontrar refugio en la credibilidad de la información obtenida y de las propias convicciones, en la lucha contra la auto-censura y en la capacidad para manipular las creencias personales; pero al mismo tiempo; y por la misma inquietud sobre el futuro ambiguo e impredecible del que deriva la necesidad de transgredir, la capacidad de autorregularse se potencia por el temor ante posibles regulaciones impuestas por los demás.

Por lo tanto, al igual que en la trasgresión, no habría más fundamentos que los basados en la responsabilidad individual para incrementar la capacidad de autorregulación, estableciendo límites a las intenciones, los fines y las convicciones. Consecuentemente, el segundo problema de la transición se evidencia tras reconocer la debilidad para aceptar las consecuencias, defender la utilización de los medios disponibles y argumentar la validez de los principios en los que el individuo sustentará cualquier decisión al respecto.

De la transgresión necesaria, a la capacidad de transgredir

Por su propia naturaleza el hombre es un ser insatisfecho, siendo precisamente ese afán de transformar lo que le rodea, lo que debiera conducir a la verdadera reflexión sobre la forma de interrelación con sus pares sociales. Dicho de otro modo, a la forma de gerenciar su realidad y la aproximación al futuro deseado. Sin embargo, la mayoría de las empresas están dirigidas por personas nacidas, criadas y educadas bajo la lógica moderna, siendo más fácil defender lo conocido, que sumergirse en una lógica que perdería su propia condición cuando se interpreta a la luz de la postmodernidad.

Sería inocente asumir que modernidad y postmodernidad son conceptos antagónicos, en el que el nacimiento de uno conlleva explícitamente a la desaparición del otro. Ambas lógicas pueden y de hecho se superponen, conviviendo juntas y escondiéndose la una en la otra. Quizás la lógica moderna luche por su vigencia, como en su momento, tras la aparición de las máquinas, la lógica de la sociedad agraria se resistió a ser desplazada por la industrialización.

La complejidad del mundo actual no puede encontrar respuestas en el discurso científico moderno. En correspondencia, el modelo gerencial moderno tampoco podrá ofrecer respuestas a la complejidad en el ámbito de los negocios. Esto nos conduce a la necesidad de trasgresión, la cual significaría el abandono de prácticas empresariales, en detrimento de la comodidad que ofrece manejarse en escenarios conocidos y de la confianza que proporciona el éxito obtenido; y está íntimamente ligada a la capacidad de innovación y a la capacidad de abandonar pensamientos y acciones que han dado frutos en el marco lógico moderno, o a lo que Drucker (ob. cit.) refiere como “la conversión de una organización basada en el poder, en una organización basada en la responsabilidad”, acotando que ésta representa “la única solución que está de acuerdo con la organización del conocimiento” (pág. 117)

Al reconocer el entorno complejo como el motivador de la trasgresión, y al considerar que la idea y magnitud de la complejidad depende de la óptica del observador, ¿cuál es el razonamiento ético que sustenta la necesidad de trasgresión?

La trasgresión no puede ser considerada como meta organizacional, o como prescripción que pudiera surgir de la nueva ciencia administrativa, sino más bien, como un hecho existencial que reside en las creencias más profundas del ser; y que como tal, está más asociado con la virtud que con la utilidad del comportamiento o el compromiso que pueda adquirirse. En consecuencia y en el plano ético, la necesidad de trasgresión no debiera estar sustentada en el utilitarismo, puesto que supondría, incluso, el debilitamiento de las convicciones sobre el modo de asegurar el rendimiento económico, visto éste como la primera responsabilidad de la empresa. Sin embargo, la misma naturaleza de la trasgresión trasciende los propios límites morales hasta sumergirse en la visión prospectiva del futuro lógico que se desea alcanzar. No habría razón para transgredir, mientras no se visualice el beneficio que supondría el quebrantamiento de determinados patrones de comportamiento. Desde esta perspectiva, la ética de la virtud (Aristotélica) cede el paso a las más racionales formas de utilitarismo. No estaríamos hablando de la ética como valor humano, sino como valor económico, instrumento de negocios; o como mencionó Mejías (1992) “de mera conveniencia” (p. 204)

La necesidad de trasgresión surge como imperativo moral y al mismo tiempo, como estrategia de permanencia empresarial, por lo que no está suficientemente representada en los reduccionismos que tratan a la ética de negocios como una deducción de la teoría ética clásica; y mucho menos, cuando simplemente se le considera como una variable de la actividad gerencial y de la práctica de negocios; pero deja espacio para visualizar las diferentes motivaciones que acompañan la adopción de cualquiera de las dos interpretaciones del comportamiento ético.

Argumentar la adopción de comportamientos éticos en la empresa desde la perspectiva instrumental, perdería sentido en un escenario de transición, puesto que la ética que lo fundamenta no estaría sustentada en la libertad y autonomía del ser humano para decidir conforme a sus propias convicciones. Tal como menciona Mejías, (ob. cit) la empresa es una comunidad de personas cuya actividad “es reconocida por su autonomía y creciente complejidad… requiriéndose un compromiso con la verdad y la libertad”. Más adelante agrega, “la libertad humana es un concepto ético y por consiguiente se ejerce y se afirma en el campo de los valores” (Pag. 202-205)

Esta libertad humana de la que nos habla Mejías, hace suponer que la capacidad de trasgresión, más que depender del reconocimiento del deber, la necesidad, la utilidad o la oportunidad, obedece a la capacidad de auto-regular la conducta mediante el establecimiento de los propios límites de la trasgresión, es decir; ¿qué se va a transgredir, hasta que punto, cómo y en qué momento se iniciará la trasgresión? y en este contexto, ya estaríamos hablando de la ética de la responsabilidad.

No habría otro fundamento que el de la responsabilidad individual para potenciar la capacidad de trasgresión. De aquí que el primer problema de la transición se presenta tras reconocer la debilidad para gestionar nuestros límites y asumir públicamente la responsabilidad por las decisiones adoptadas y los resultados obtenidos.

Aproximación al problema epistemológico y moral de la organización empresarial

El pensamiento administrativo clásico al que hoy se vincula gran parte de la actividad de negocios, ha estado sustentado en principios racionalistas y patrones normativos, centrados en la minimización del riesgo y en la búsqueda de la rentabilidad, fundamentalmente a través de sus procesos internos. Aunque la rentabilidad continuará siendo el eje rector capaz de condicionar el desarrollo y la consolidación de la empresa en su sector específico de actividad; y que el mercado mantendrá su eficacia como integrador de la actividad económica (Drucker, 1997) la dinámica contextual contemporánea está planteando un conjunto de rasgos que, en el mejor de los casos, invita a cuestionar la vigencia de los principios en los que se ha sustentado la noción del éxito; y consecuentemente, a replantear el conjunto de indicadores que tradicionalmente han sido utilizados para su medición.

Este cuestionamiento induce a revisar el marco ético que deberá respaldar los comportamientos y las decisiones de gerentes y empresarios, una vez reconocida la necesidad de modificar sustancialmente el patrón de referencia que históricamente ha legitimado sus actos. El simple hecho de reconocer la vasta complejidad del ambiente de negocios lleva implícito el cuestionamiento ético de las actuaciones que de él se derivarían, dificultándose por el hecho de que el mismo concepto de «complejidad» es abstracto y alejado de la esfera de la racionalidad. La actuación gerencial objetiva y tangible, no solamente choca con la subjetividad de las actitudes, sino también con la abstracción del mundo complejo, abriéndose un espacio a la duda sobre la capacidad real de la empresa y de su gerencia para traspasar los límites de referencia convencionales.

La complejidad tecnológica y socio cultural de nuestro tiempo, evidencia la debilidad de las bases que han configurado el pensamiento gerencial del siglo XX, cuya persistencia pudiera explicar la agonía que experimenta la ortodoxia gerencial ante la aparición de un nuevo modelo de sociedad, mejor informada, más exigente y cada vez menos dispuesta a tolerar las prácticas gerenciales y empresariales que aún persisten.

En el actual contexto de negocios, los fundamentos clásicos que sustentaron la noción del éxito, comienzan a desfigurarse cuando son observadas desde la perspectiva de la complejidad, la cual solamente es percibida por el aparato gerencial tras reconocer la dificultad para comprender y gestionar la linealidad de las múltiples relaciones causa-efecto que han sido identificadas; pero a las que debe añadírsele el propio desconocimiento de las variables sociales que no han sido -o no han querido- ser percibidas como factores que inciden, de manera muy significativa, en la configuración de un tejido social coherente con los nuevos retos empresariales, convirtiendo a la organización en una especie de mecanismo trasgresor de la realidad.

Esta trasgresión, sea deliberada o no, es la que induce a visualizar la organización como un escenario de lucha eterna entre el orden y la complejidad, (Cornejo, 2004) en el que el modelo normativo racional sustentado en los fines, pierde funcionalidad en virtud de su propia naturaleza restrictiva de la capacidad gerencial para encontrar respuestas lógicas a los sucesos que configuran la realidad. Estos elementos configuran un ambiente de imprecisión que podría conducir al colapso de las estructuras organizacionales clásicas y a un resurgimiento del componente empírico e intangible que caracterizaba la pre-modernidad.

La transición de la empresa a un nuevo modo de pensamiento, conlleva la aceptación del riesgo natural que implica tomar decisiones basadas en la simple presunción de la oportunidad. Esto, aún manteniéndose vigente el enfoque actual de los sistemas de negocios, representaría la génesis de un importante problema de naturaleza ética, agravado por las cada vez mayores demandas y expectativas de los diferentes grupos sociales que constituyen los ejes alrededor de los que gravita la acción gerencial, añadiendo un nuevo componente a las ya complejas tareas de gestión, al hacerlas indisolubles en el funcionamiento de los propios sistemas de negocios.

Ante un mundo impreciso y en un ambiente de transición, se visualizan ciertos indicios que invitan a cuestionar el comportamiento ético de la gerencia en el manejo de la complejidad. Por otra parte, según parece, la acción gerencial en tiempos de transición hacia la muy discutida concepción de “postmodernidad”, no está debidamente representada por los típicos reduccionismos que tratan la ética de los negocios; pues tal como lo comenta Morín (2006), toda acción implica considerar dos polos: el de la intención y el de los resultados, no habiendo forma de desagregarlos o reducirlos.

Siguiendo la interpretación de Melchim, (Lo Biondo, 2.003) la ética se refiere a “cualquier experiencia en nuestras vidas en la que se trate de deliberar y decidir como actuar”. (pág. 1) A pesar de la lógica interna que encierra esta definición para el mundo de los negocios, el autor comenta que el concepto ético y el concepto de empresa, se han movido en planos distintos, debatiéndose dos visiones aparentemente opuestas: la subjetividad de la ética versus la objetividad de la empresa. Con ello, a lo largo de la historia reciente de la humanidad y dado que el positivismo ha dejado poco espacio a las teorías humanistas, (Vivas et. al. 2.002) se ha generado un paréntesis en el desarrollo de la ética empresarial, no siendo sino hasta finales del siglo XX (década de los 80) cuando comienzan a experimentarse cambios acelerados que repercuten significativamente en la dinámica social, tecnológica y científica del mundo occidental.

En los últimos años, las empresas han comenzado a reconocer la enorme carga de responsabilidad moral hacia la sociedad, impulsando profundos cambios en su concepción ideológica, hasta el punto que Vivas ilustra el concepto de la organización como el núcleo básico de las sociedades postcapitalistas e instrumento remoralizador de la sociedad. La toma de conciencia de que la ética constituye una exigencia impuesta por el propio sistema económico; la existencia de una conciencia de solidaridad; y el miedo a la mala imagen y al descubrimiento de su falta de ética, son otros factores que el autor utiliza en su argumentación para ilustrar el cambio en la concepción de las empresas.

Las aseveraciones de Vivas revelan el impacto del cambio que ha sido asumido por el sector empresarial, al comprender que el éxito de los negocios y la legitimación social de su actividad, sólo será posible en la medida que exista un adecuado crecimiento económico, requiriéndose, por una parte, el fortalecimiento del sector privado como principal generador de empleo y riqueza, y por la otra, una sociedad cuyo funcionamiento y desarrollo esté sustentado en principios éticos recíprocamente aceptados; y materializados en acciones sostenibles en el tiempo.

De allí que la relación entre empresa y sociedad obtenga un mayor significado ante el reconocimiento mutuo de obligaciones y responsabilidades que van más allá de las que se derivan del estricto cumplimiento de la normativa legal o de la simple producción de bienes y servicios, aún cuando éstos se encuentren plenamente justificados. Esto es coincidente con los señalamientos de Lozano, (Argandoña, 2005) cuando se refiere a la empresa como una “institución económica; pero al mismo tiempo sociológica, cultural, política y ética (…) estudiada por diversas disciplinas en términos de eficiencia; pero también de poder, conflicto, legitimidad, demandas sociales, sentido y cultura”.

La transición de la empresa hacia un nuevo modelo de convivencia y desarrollo, conlleva, de forma implícita, el gradual desmoronamiento del paradigma tradicional que sustentó el pensamiento y la praxis gerencial que ha caracterizado el siglo XX, el cual ha estado fundamentalmente orientado a la búsqueda del beneficio económico, al ser considerado éste como la razón y el sentido de la actividad empresarial. Esto plantea, entonces, cuatro grandes retos para la gerencia contemporánea: a) internalizar y asumir como ciertas, las tendencias económicas, sociales, culturales, políticas y tecnológicas que afectarán a la actividad empresarial en su nuevo papel de remoralizador social; b) aceptar el progresivo desmoronamiento de las bases filosóficas en las que se ha venido sustentado el devenir histórico de la empresa desde la aparición del pensamiento ilustrado y de la razón técnica instrumental como sustento de la toma de decisiones; c) modificar los patrones de pensamiento y acción sobre la dinámica gerencial y de los negocios en un escenario de complejidad; y d) garantizar la rentabilidad de la empresa durante las sucesivas etapas de transición, asegurando la coexistencia de modelos paradójicamente divergentes.

Lo anterior no deja lugar a dudas sobre la necesidad de incrementar el capital ético de la empresa, como variable interviniente en el sistema de negocios. Tal como lo planteó Donaldson (2.004) en su teoría sobre el capital ético de las naciones, las ventajas económicas surgen en un ambiente en el que las personas se comportan éticamente, entendiendo la ética no tanto como un valor meramente instrumental ó teleológico, sino como valor intrínseco del propio ser. Aunque Donaldson emula la obra de Porter y contextualiza su postura a las naciones en su conjunto, la esencia de sus planteamientos es aplicable al contexto empresarial, tal como en su momento lo fue el pensamiento Porteriano de la competitividad.

De las ideas expuestas surgen dos vertientes de la ética empresarial: por una parte, un componente ético instrumental, orientado al conjunto social, a la búsqueda del «progreso» y a su remoralización ante la profunda crisis de valores; y por la otra, un componente ético intrínseco, imbuido en la estructura más profunda del propio pensamiento gerencial y sin el cual, la empresa dejaría de existir; pero en una sociedad postmoderna no hay posibilidad de desagregar ambos componentes. Al no poder justificarse uno sin la presencia del otro, tampoco pueden materializarse de forma separada. En otras palabras, la razón teleológica social es, al mismo tiempo, el fundamento deontológico empresarial. Esta disociación explicaría, en parte, los razonamientos que impulsaron a Snoeyembos y Humber (Mundim, ob. cit.) cuando se referían a las dificultades que plantea el utilitarismo, al considerarlo como la doctrina ética empleada en los contextos de negocios; o el por qué los problemas éticos rara vez se resuelven (Rojas et. al. 2001)

A pesar de que para los utilitaristas contemporáneos, la racionalidad económica y la moralidad son conceptos compatibles; y aún cuando actualmente el utilitarismo establece una mayor relación entre razón y moral (Gómez, 2.005) los razonamientos lógicos que conducen a entender la imposibilidad de disociar la actuación ética de la empresa, hacen emerger una paradoja con profundas implicaciones éticas. Por un lado, el pensamiento postmoderno alienta la tolerancia hacia la diversidad cultural, la pluralidad de ideologías y la libertad de acción; pero por el otro, el volumen y la velocidad de la información, como consecuencia del relativamente fácil acceso a las nuevas tecnologías, tiende a la homogeneización de los patrones y modelos de comportamiento social.

Quizás, la respuesta a esta contradicción no sea del dominio exclusivo de la ética y este cuestionamiento deba abordarse mejor desde una perspectiva antropológica; pero es un signo de las imperfecciones del mercado que requieren mejorarse desde el ámbito empresarial, a través de lo que Donaldson (2004) denomina la cooperación moral de sus participantes, o de lo que Morín (2.006) define como la antropolítica, llamando a conjugar la ética con la política.

Este ambiente complejo parece propicio para el surgimiento de un nuevo escenario ético que permita –al hombre y a la organización- adecuar el alcance y forma de participación en el nuevo modelo económico y social, mediante la trasgresión auto-regulada y co-regulada de los principios y valores que han permitido construir el referente lógico-cognitivo en el que ha basado su actuación histórica, siendo la capacidad conjunta de estos elementos, la que configuraría el potencial ético de la empresa en un ambiente de transición.

Hacia donde vamos

Nos encontramos en un mundo altamente tecnificado pero paradójicamente incierto, hasta el punto que no sabemos cual es el tipo de conocimiento que nos permitirá superar las brechas entre lo que somos, lo que aspiramos ser y lo que necesitamos ser. Por ello, el sentido de urgencia en la actuación gerencial empresarial, no debe seguir expresándose tan solo en términos de mercado, competencias o regulaciones, sino con referencia a los nuevos espacios de reflexión en los que predomine el equilibrio, la libertad, la responsabilidad y la solidaridad. Necesitamos nuevos espacios morales que nos conduzcan a nuevas formas de concebir la verdad y a desprendernos de las viejas ideas sobre la racionalidad y el objetivismo, que deslegitiman las diferencias y deshumanizan el sentido de nuestras vidas. Esto nos llama a reflexionar sobre el fascinante mundo de las organizaciones y su gerencia, ante los retos que la humanidad plantea a quienes debemos gestar compromisos y coadyuvar, por así decirlo, a sembrar conciencia acerca de nuestros aciertos, errores, esperanzas, dudas y temores, en la gestión de personas y de las identidades (personales y colectivas) que sustentan nuestra cotidianidad.