Sobre política y estupidez colectiva



Una somera reflexión sobre la forma como la sociedad responde ante sus circunstancias políticas genera gran inquietud, mas aun cuando esas respuestas son el producto de una racionalidad puesta al servicio de intereses destructivos y mezquinos, pero cuando observamos individuos capaces de hacer daño a otra persona o grupo social, aun sin obtener un provecho para sí (e incluso auto-perjudicándose), la inquietud no solo da paso a la perplejidad, también a la vergüenza.

Existen suficientes indicios de que nos encontramos ante un proceso de bestialización social. Nuestro ethos se fragiliza con el paso de los días como si de una delgada capa de hielo se tratase. Las grietas de la exclusión y la barbarie que inspiraron las obras clásicas de Domingo Faustino Sarmiento y Stanley Kubrick (entre otros) parecen renacer en nuestro tiempo con más ímpetu, evidenciándose que la estupidez humana está muy lejos de ser vencida.

Toda respuesta humana es un acto racional; es el fruto de una deliberación interior consciente en la que lo emocional juega un papel de primer orden, pero la miseria mental que padece buena parte de la sociedad se traduce en decisiones sustentadas en la negación del pensamiento y la reflexión, que no sólo afectan a quienes se rigen por la alucinante lógica de la insensatez, sino que trasciende con un profundo y significativo impacto en la colectividad.

La estupidez no es más que la voluntaria exteriorización de la ignorancia que es propia de quienes no tienen necesidad de pensar. “Prohibido pensar” parece ser el referente ontológico de la estupidez. Lo hemos visto en más de una campaña electoral en países que no han alcanzado siquiera un mediano nivel de desarrollo social. Pero esto no es nuevo; ya lo decía Aldous Huxley: “Todos los caudillos populacheros de los años de posguerra han seguido la misma política: han organizado circos políticos a fin de distraer la atención del pueblo de su hambre y la incertidumbre social predominante. Incapaces de llenar los vientres vacíos con pan, su meta es llenar cabezas vacías con banderas, con cháchara y bandas de música e histeria colectiva

En los últimos años, la sociedad y las instituciones han experimentado una peligrosa degradación moral gracias a la caribería hecha arte con el propósito de mantener la vigencia de un nombre propio como reclamo público. Cambiar las formas, deformar la realidad, negar la historia, elogiar ruines pasiones, vulgarizar el arte, desvirtuar logros ajenos y denigrar de quienes piensan de modo distinto, también forman parte del argumento político mezquino que alienta la desmemoria y la capacidad de pensar.

Hemos cometido el gran error de subestimar el creciente número de individuos estúpidos que circulan por el mundo; nos hemos equivocado al percatarnos demasiado tarde de que la estupidez desmoraliza, y contra ella hasta los dioses luchan en vano.

Ética de la calle (la ética payasa)



Pequeñas vanidades y algunas mentirijillas siempre han formado parte del decorado de la personalidad, y es porque la apariencia importa, y mucho, en un mundo cuyos ocupantes se bambolean entre la supervivencia y la competición.

Pensamos que el respeto de los demás solo se obtiene mediante la imagen social que proyectamos. Dejamos de tomarnos en serio para intentar gozar del respeto ajeno, perfeccionándonos día a día en el difícil arte de simpatizar al público, y esto no es más que una irreverencia a la autenticidad.

Creemos que aunque la tragedia interior nos invada, siempre habrá un mañana para reír y hacer sonreír. Al mostrarnos socialmente dóciles y divertidos, intentamos esconder la vulnerabilidad que surge de nuestras más intimas verdades y de la densa sombra de nuestros conflictos; de este modo, la cotidianidad se nos presenta como una suerte de payasearía que discurre por el entramado de nuestra mente, no siendo necesarias vestimentas extravagantes, excesivos maquillajes o llamativas pelucas para materializar nuestras más chuscas intenciones.

Nos exhibimos al mundo no como lo que somos, sino como queremos que nos vean; por eso, la ética genuina, la que llevamos por dentro sin perfume ni almidón, es la de la calle; es la ética payasa que se traduce en el arte popular de vivir día tras día; es la que nos impulsa a sonreír ante un sufrimiento y a mitigar las penas ajenas olvidándonos por un momento de las propias; es la que nos define al poder reírnos de nosotros mismos, porque en estos tiempos vacilantes y sin tregua, lo importante no es el ayer sino el ánimo con el que nos levantemos aunque tengamos sal en las heridas.

Yo también quiero mi bosón (a propósito del bosón de Higgs)



El reciente hallazgo de una misteriosa partícula que -según parece- todo lo puede explicar, ha causado una polémica sin precedentes en el mundo de la física. El descubrimiento del bosón de Higgs promete, y no es para menos; una partícula con tanto misterio no se encuentra todos los días; mucho menos en las kilométricas ecuaciones que -seguro estoy- han secuestrado miles de horas de sueño a Higgs y su pandilla.

La famosa partícula ya no es el producto de la imaginación matemática con la que se escudriñó el más profundo entramado de nuestros orígenes y del por qué somos como somos;  hoy ya se asegura su existencia;  la partícula está ahí, mírenla, es real, ¿vieron cómo se mueve?, ¿acaso no la ven?, pero si se ve clarita;  ¡qué guay!

Ahora sí que es verdad. Con ese bosón se acabaron nuestros problemas terrenales; al fin encontraremos la paz, se acabará la violencia, ya no habrá necesidad de hacer largas colas desde la madrugada para renovar la licencia de conducir, los supermercados estarán repletos de productos esperándonos; todos tendremos una casa digna antes del 2018. No habrá más huecos en la calle; los cortes de luz, la corrupción, la malversación y el tráfico en las horas pico serán cosa del pasado... ¿te acuerdas, Nicolás?... No hará falta ir a trabajar porque los gobiernos (incluso los latinoamericanos) comprarán muchos bosones y los repartirán a diestra y siniestra para alegría del pueblo. Israel hará las paces con Irán y Corea del Norte; el Reino Unido será más europeísta que el propio continente, incluso renunciará a Gibraltar, y al English Channel lo llamarán como se tiene que llamar: “el Canal de la Mancha”. Los países bolivarianos exhibirán un águila calva en sus escudos. El hip-hop y la bachata se convertirán en coros de ángeles. Los chinos dejarán de ser achinados para que más nunca sean confundidos con los japoneses. Se acabará la incertidumbre sobre el Euro;  los mercados financieros serán más éticos y solidarios; la prima de riesgo española estará por debajo de los 400 puntos y Madrid, por fin será elegida como sede de los Juegos Olímpicos. Los taxistas parisinos comenzarán a ser educados y la letra pequeña de los contratos no será menor de milímetro y medio. Por si esto fuera poco, en el fútbol se acabarán los goles fantasmas y -lo mejor- Balotelli no volverá a mostrar sus pectorales al mundo. A final de cuentas, gracias a Higgs seremos felices.

Cada quien tendrá su bosón (solamente uno porque estarán racionados, pero habrá para todos y todas); tan sólo será necesario registrarse en la “Gran Misión Bosón” y esperar a que les sea adjudicado; eso sí, no se emocionen, los bosones no podrán ser transferidos ni heredados porque nadie podrá ser el legítimo propietario de un bosón.

Y ahora que tenemos la famosa partícula para nuestro uso y disfrute; ¿qué hacemos con ella?, ¿hay que frotarla?, ¿viene con un manual o su uso es simplemente intuitivo?, ¿las instrucciones estarán en español? Pues no querido amigo; el bosón no es la lámpara de Aladino; no le servirá para otra cosa que ayudarle a entender la razón de sus actitudes, de sus caprichos y temores; solamente le ayudará a comprenderse a usted mismo y al que piensa distinto a usted; le ampliará su horizonte existencial; comprenderá que hay vida más allá de su conuco y sus gallinas; le ayudará a descubrir su insatisfacción para que de una vez por todas pueda cambiar su mentalidad de víctima sobreviviente, pero sobre todo le invitará a luchar contra sus propios prejuicios e incapacidades para así aceptar con gallardía los grandes retos que tenemos por delante.

Necesitamos buenos gobiernos; no cabe duda, pero para tener buenos gobiernos necesitamos ser buenos ciudadanos, personas que dejemos de regocijarnos con las limosnas y que aprendamos a recordar lo que nos une y a respetar lo que nos separa, y si la partícula de Dios -el bosón- nos ayuda a conseguirlo, yo también quiero el mío.

Investigación científica: un acto de evasión


He dicho en múltiples ocasiones que toda investigación es un acto de creación, una aventura literaria, un evento socializador y un ejercicio persuasivo. Estas cuatro vertientes conducen a considerar que la investigación también es una experiencia de fe. 

El investigador tiene fe en sí mismo porque cree (valga la redundancia) en su capacidad para crear, cree en su potencial para socializar y para persuadir. El investigador cree en lo propio, en su interioridad, en sus fortalezas y en las que no lo son tantas; tiene fe en que podrá sacar a la luz lo que los demás desconocen, pero el investigador también cree en la importancia social de su trabajo, en su pertinencia y en la congruencia cultural de su creación; es decir que el investigador, además de tener fe en sí mismo, también tiene fe en el núcleo social al que se dirigen sus descubrimientos.

Pero para descubrir debe actuarse con libertad, y a menos que disponga del suficiente talante para desprenderse de sus monótonas rutinas y liberarse de sus inquietudes, ansiedades y temores, el investigador no será más que un prisionero de sus prejuicios y de los factores externos que lo condicionan, pues nunca habrá posibilidades de descubrir mientras se viva con el miedo de lo que sucedió o de algo que pueda ocurrir. 

No se puede crear haciendo chapuceras imitaciones; tampoco, sobre la sombra de la represión tras intentar vencer estereotipos o visiones engringoladas de la ciencia.

La investigación científica no es un deporte de alto riesgo en el que siempre se está a medio camino entre el temor y el placer. Para investigar debemos liberarnos de los temores porque toda investigación comienza con una pregunta para la que no debemos sentir temor al enunciarla; una pregunta que marca el problema y que a fin de cuentas también conduce a su solución; una pregunta que exige prudencia al formularla, y produce placer al contestarla.

El simple hecho de formular una pregunta reclama apartarse del conformismo para retar lo instituido, actuando con libertad y determinación; esto de por sí implica evadirnos de un molde cultural que estrecha las posibilidades creadoras; pero además, debemos investigar el problema para conocer la solución, y para ello necesitamos la suficiente energía, intensidad y pasión para vencer esa especie de somnolencia mental que padecemos y a la que tristemente nos hemos acostumbrado, lo cual también demanda huir de la zona de comodidad, redimensionando el concepto de peligro, pues toda sensación de peligro constituye un obstáculo a cualquier intento creador.

Sin duda, es bastante fácil hacer preguntas sin sentido o identificar problemas donde no los hay; preguntas hechas de ese modo revelan que no estamos ansiosos de experimentar algo extraordinario y, por lo tanto, tampoco dispuestos a evadir el férreo molde de los convencionalismos.

La gran interrogante que surge es: ¿hasta qué punto interesa huir de lo aceptado y lo instituido? ¿Hasta qué punto somos verdaderos investigadores? 

Como siempre, más preguntas que respuestas, pero en cualquier caso, la conciencia reflexiva de cada quien es la única que podrá marcar las diferencias.

Educación para la respetabilidad: una relación en entredicho

De manera casual, días atrás tropecé con algunos pasajes de la extensa obra de Jiddu Krishnamurti, quien por la claridad de sus ideas y la solidez de sus convicciones, al menos es merecedor de ser tomado en cuenta. La obra de Krishnamurti es un yacimiento de críticas contra el conformismo social, la tradición educativa e incluso contra la respetabilidad, pues según se desprende de la línea central de su pensamiento, en el mundo contemporáneo, el hombre respetable es el hombre mediocre, conformista, el hombre que ha sido educado para adaptarse a una sociedad profundamente enferma y así poder darle continuidad al pasado, sin las herramientas precisas para descubrir lo nuevo y lo necesario.

Tras una breve reflexión sobre las ideas de Krishnamurti se advierte que el precio de la respetabilidad devenida de la tradición educativa, no parece ser otro que la confusión y la infelicidad. El precio a pagar por la dignidad que representa una mente ilustrada, parece ser el obligado aislamiento de los valores humanos fundamentales, lo que se traduce en la cada vez mayor apatía moral y en la progresiva pérdida de la autenticidad, en aras de obtener una mayor percepción de adaptabilidad a una sociedad enferma; una sociedad en la que el respeto no es más que la actitud motivada por una recompensa, llegando con ella a fomentarse la codicia del respetable y el temor de quien respeta.

Esa respetabilidad, que bien pudiera denominarse dramatúrgica, nace del condicionamiento social con su conjunto de creencias, ritos, esperanzas, angustias y temores, mientras que la respetabilidad necesaria, el respeto auténtico y genuino, nace de la comprensión del diferente, sin condicionamientos, sin cortapisas, en un marco de libertad delimitado tan solo por los valores culturales que, por su naturaleza, no pueden ser objeto de discusión.

Es entonces como podrá entenderse que el verdadero papel de la educación no debiera estar limitado a crear ciertas condiciones de seguridad y comodidad, de estabilidad y éxito en el entramado social del que formamos parte; mucho menos para fortalecer egos intranscendentes plasmados en la sensación de respetabilidad que se perciba, más propios del rol de víctimas sobrevivientes, que del catálogo cultural de los actores responsables del desarrollo.

La educación solo cobrará sentido en la medida que ayude a fortalecer la inteligencia para discernir lo esencial de lo mundano, para crear relaciones de valor entre individuos, para desprenderse de los miedos que están presentes en toda sociedad que privilegie lo dramatúrgico sobre lo genuino, y para ayudar a comprender la libertad y la integración; en otras palabras, para entender el orden interno de cada individuo y para aprender a pensar en términos de inclusión y conciencia colectiva.

En fin, las ideas de Krishnamurti constituyen un poderoso caldo de cultivo para la investigación y la reflexión profunda sobre el papel de la educación en una sociedad que necesita ser remoralizada, pues educar es ayudar a discernir entre el intelecto (conciencia cognitiva) y la inteligencia (conciencia reflexiva), y mientras no se aborde la educación desde este prisma, las casas de estudio solo seguirán siendo bastiones del intelecto perspicaz, astuto y ambicioso, instituciones legitimadoras de una visión deformada de la vida y el mundo, que es la causa de nuestros mayores y más significativos problemas contemporáneos.