Identidad gerencial: el arte de ser diferentes


En la actualidad, ciertas cualidades resaltan sobre otras características con las que pudiera pretenderse definir nuestro mundo; cualidades extremas que condicionan el ejercicio de la vida en sí misma y que obligan a adoptar una postura responsable ante los profundos dilemas y contradicciones en las que la sociedad se encuentra atrapada. Tales cualidades definitorias no son otras que la complejidad, la incertidumbre y la violencia, las cuales también son representativas de lo que ocurre en el ambiente gerencial; constituyendo una camisa de fuerza para la innovación y el logro de los más altos objetivos empresariales.

Las organizaciones requieren un estilo gerencial que estreche su contacto con la realidad y que responda a las aceleradas transformaciones culturales que se están dando en el seno de la sociedad. Esta necesidad de adaptación demanda una nueva forma de pensar y actuar, amparada en la autonomía y la responsabilidad de todos los miembros de la organización y no solamente de sus gerentes; en otras palabras, la gerencia necesita algo que las defina culturalmente y que les proporcione el sustento de sus actuaciones.
El aparato gerencial sumido en la complejidad, la incertidumbre y la violencia, necesita responder a los grandes retos de la nueva gerencia, y para ello tres dimensiones deben considerarse: 1) el propósito de la información y del conocimiento; 2) el significado otorgado a la gente, y 3) la forma como se toman las decisiones.
En la conjunción de estos tres elementos se encuentra el ADN de la identidad gerencial, en otras palabras, la genética de una nueva forma de gestionar la complejidad y la incertidumbre, al tiempo que se reduce la violencia, tanto implícita como explícita, que padecen las organizaciones.
Estas ideas constituyeron el argumento central de la ponencia titulada: Construcción de la identidad gerencial: el arte de ser diferentes presentada en el Primer Congreso de Alta Gerencia en el Caribe (Curaçao, Diciembre 2010)

Jugo de naranja con ñapa


Siendo hija de las peculiares circunstancias que se forjan en el andar cotidiano, la picaresca no tiene límites, llegando a convertirse en una forma de vida que sin heroísmo ni santidad, responde a la monótona hostilidad de cada día.

Aun con la sensación de fracaso que le acompaña mientras dure su existencia, el pícaro aprende a vivir compartiendo la influencia de otras vidas sobre las de él, pero dedicando todos sus esfuerzos para que la suya transcurra de la mejor manera posible. De este modo, lo cotidiano es parodiado con sentido burlón, utilizando algunos elementos de la realidad que conjugan un poco de verdad y algo de fantasía.

El reclamo publicitario “Jugo de naranja con ñapa”, captado en una céntrica avenida de Barquisimeto (Venezuela), da buena cuenta de ello; confesión autobiográfica del hombre que intenta convencer a fuerza de ñapas, siendo éste el punto en el que centra el mensaje y marca la irresistible diferencia que invita a adquirir el precioso elixir de la anaranjada fruta. Según él, al viandante no le interesa si el jugo es dulce o ácido, recién extraído o diluido con agua; al viandante solo le interesa la ñapa; esa ganancia marginal sin trascendencia que está presto a aprovechar. ¡Cómo no hacerlo si viene con ñapa!

El “juguero”, por así decirlo, no sólo vive de exprimir naranjas, también extrae y condensa la sustancia moral y social del arte de vivir lo cotidiano, mostrando su ideal caballeresco en un vano intento por mejorar su condición social y dramatizando sobre sus buenas intenciones. Para ello, tras reconocer la debilidad de una sociedad que se deja atrapar por la ñapa, recurre a la astucia, aun sin trampas ni engaños, y satiriza con ella; irónico contrapunto de quienes no ven en el mensaje la oportunidad de calmar la sed, sino de aprovechar el regalo; algo que el pícaro sabe y que está presto a aprovecharlo para sí, quizás sin percatarse de que está ironizando sobre los valores sociales dominantes.

En la picaresca cotidiana, el protagonista de la historia no es el hombre de la calle, atraído por tan inesperado giro de la suerte, el protagonista es el pícaro complaciente que enfundado en el disfraz de la humildad y la benevolencia, da un zarpazo a la ingenuidad del caminante ofreciéndole algo difícil de rechazar, al mismo tiempo que genera simpatía.

Fullerías y embaucamientos que no convierten al pícaro en truhán, sino en golfillo dispuesto a sobrevivir recurriendo a su ingenio y picardía para asegurar su objetivo con el menor esfuerzo posible. Así, no hay evolución posible que cambie la historia, pero tampoco deja de ser personaje representativo de los aspectos más crudos de la existencia.

La ética: entre el saber y la conciencia


La ética es la suprema expresión de la inteligencia humana”. Con estas palabras, Víctor Guédez no solo enaltece el poder de la ética para la creación y transformación a través de la racionalidad y la utilización del talento, sino que además conjuga lo moral con lo biológico, y lo racional con lo afectivo, logrando que el lector se percate de que la ética es conocimiento en sí misma.
Sin pretender abordar la ética desde su densa perspectiva filosófica, se aprecia que es precisamente en la dualidad cognición/emoción donde emerge la simbología de la realidad; por ello, no habría lugar para desligar lo cognitivo, de lo simbólico y lo moral, convirtiéndose la ética en ese tipo de saber que orienta el conjunto de acciones alejadas de la lógica formal, de lo normativo y de lo estructural. Por ello, la dimensión ética de cualquier acción incorpora la idea de voluntariedad, de libertad, de responsabilidad y de prudencia, pero también añade la idea de futuro puesto que al contrario de lo estético, lo ético no tiene cabida en la fugacidad del presente. Toda acción ética está orientada a contribuir a preservar la naturaleza humana; en consecuencia, la utilidad de todo conocimiento no es otro que el de contribuir a una vida mejor.
Sin embargo, no hay dudas sobre la distorsión histórica en cuanto a la utilización del conocimiento, al cual se le ha considerado como un objeto de mero valor económico; es decir, como un bien de intercambio comercial divorciado de las personas, de sus compromisos y de la interioridad del ser. De este modo, la cosificación del conocimiento ha derivado en una oscura deshumanización y a la sutil pero sistemática pérdida de la libertad y del principio de convivencia basado en la comprensión, la solidaridad y la justicia.
La vinculación entre conocimiento y libertad, irrumpe y configura el complejo escenario social contemporáneo marcado por el pluralismo y la diversidad, pero que en todo caso se ha construido al amparo de la ausencia de neutralidad del conocimiento, pues tal como sobradamente lo han planteado filósofos de la talla de Jürgen Habermas, la orientación de todo conocimiento está definida por los intereses racionales de quien intenta conocer.
De este modo, toda pretensión de conocer lleva implícito un propósito, entendiéndose fácilmente que la gestión del conocimiento no es más que la gestión de los intereses y las intenciones, convirtiéndose –por lo tanto– en materia de reflexión ética dado su poder para orientar la cotidianidad en el mundo de vida.
Lo anterior nos remite al concepto del saber ético, lo cual equivale al modo de orientar racionalmente la acción. Si como ya se ha discutido, toda acción deliberada deviene del uso del conocimiento, entonces y desde una perspectiva moral, gestionar la acción racional implicaría considerar las vertientes fundamentales del proceso de conocer y aprender, es decir: los intereses y las intenciones, pero en un escenario complejo esto no sería suficiente, pues obligaría también a mantener un equilibrio entre los intereses propios y los ajenos para crear la conciencia ética y reducir de ese modo la brecha entre las convicciones individuales y las responsabilidades colectivas. Tarea nada fácil pues para ello se requiere amalgamar la educación y el espíritu de progreso, con valores tales como la autoestima, la solidaridad y el sentido de justicia.
La deliberación ética habita entre el saber racional y la conciencia moral. Muchas preguntas pueden derivarse de esta afirmación, pero en todas ellas, el rol de la educación ocupa lugar privilegiado al momento de intentar encontrar las respuestas que nos aproximen a la construcción de la sociedad necesaria.

Ciencia sin conciencia


Quizás, el más sublime tributo del ser humano para la preservación y desarrollo de nuestra especie sea la generación y difusión del conocimiento científico. Generar ciencia constituye indiscutible homenaje a la capacidad humana de creación, y su difusión está enraizada en la esperanza de un mejor futuro para las actuales y nuevas generaciones.
Es bien sabido que la ciencia no ha sido capaz de encontrar respuestas a todas las preguntas, pero también es cierto que en esta época de desproporcionados relativismos, la mente ha iniciado viajes por peligrosos derroteros en compañía de pasiones sin rumbo, tristemente enfocadas a la sobrevivencia del día a día, que incluso llegan a debilitar la capacidad para formularnos tales interrogantes.
La ciencia es para creyentes y paganos, pero pareciera que la producción científica no tuviera destinatarios. De hecho, salvo honrosas excepciones, los pocos artículos científicos que se producen se escriben para salir del paso, como un requisito más que ha de superarse para satisfacer egos académicos; y es que la originalidad está deteriorada por la desidia y la intemperie a la que se han desterrado las fuentes morales implícitas en todo acto de creación, hasta el punto que la opinión propia, aun proveniente de mentes ilustradas, ha perdido espontaneidad y se encuentra desprovista de admiración.
Así, la ciencia no se ve fielmente reflejada en una cultura ciudadana que clama por encontrar respuestas a sus problemas cotidianos, y en ese vacío, el conocimiento popular sustentado en tertulias de esquina e intercambios digitales de escaso cuño, se erige como la base para la construcción social de interpretaciones y significados que alientan aun más el desánimo por la ciencia y neutralizan las escasas capacidades creativas que aún persisten.
Hoy día, lamentablemente, hacer ciencia es un acto reservado para personas valientes, decididas a traspasar los límites de la vanidad y capaces de situar el conocimiento en su verdadera esencia y justo sentido, pero mientras continúe reservada a ese pequeño grupo de valientes, costará mucho derribar las barreras cognitivas y morales que impiden la conformación de una cultura científica genuina, que convierta al ciudadano en el constructor de su propia realidad y que le permita depositar en ella las esperanzas de solución a sus problemas cotidianos.
La ciencia no puede estar alejada del hombre común porque él también tiene algo que decir. Ese ciudadano que sufre en su día a día necesita ser escuchado porque su conocimiento ha sido libremente obtenido, sin vanagloriarse por ello y sin almidonadas prácticas con las que, desapercibidamente, se le han restado oportunidades a la verdadera integración social.
Todo ciudadano es esencialmente educador, transmisor de valores y constructor de la sabiduría y conciencia colectivas. Por ello, nunca se podrá hablar de una legítima conciencia científica mientras no estemos dispuestos a trascender las fronteras de lo inmediato, pero también mientras los gobernantes no dejen de alentar la controversia mundana y, sobre todo, mientras los propios miembros de la comunidad científica permanezcan complacientes y ajenos al drama que representa la pérdida del interés por indagar, conocer, crear y argumentar.

La esencia del cambio organizacional: una cuestión de enfoque


Para intentar protegerse de los problemas, las personas tratan de evitar lo desconocido refugiándose en valores y hábitos que ya conocen; procuran hacer solamente aquello con lo que están familiarizadas, reaccionan contra lo nuevo y, en definitiva, se resisten a los cambios cualquiera sea su naturaleza.
Pretendemos crear una “zona de comodidad” en nuestras vidas, resultándonos difícil aprender o hacer cosas nue­vas. Nos duele cambiar nuestras actitudes, porque implica abandonar esa zona de comodidad. Lo que no nos resulta familiar se convierte en un obstáculo; pero si reflexionamos brevemente nos daremos cuenta que paradójicamente, el verdadero aprendizaje siempre ocurre fuera de esa zona de comodidad.
En un mundo en constante cambio, preser­var actitudes y creencias no es la mejor alternativa. Tenemos dificultades con lo nuevo hasta que lo aprendemos y ese paso nos impulsa a dar otro mayor, anhelando el desarrollo.
Las organizaciones anhelan el desarrollo como un instrumento para ganar terreno en su afán de ser competitivos. Los trabajadores desean el desarrollo personal como un elemento generador de nuevas inquietudes que se traducen en fuerzas de presión para obtener un mayor nivel de reconocimiento e incrementar el nivel en la calidad de vida.
Todos queremos el desarrollo; unos en mayor medida que otros y algunos, con intereses distintos de los demás. Sin embargo, alcanzar ese tan preciado nivel de desarrollo parece mucho más difícil y agotador de lo que pudiéramos imaginar, no tanto por la escasez de recursos o conocimientos, sino porque todas las organizaciones poseen cuatro características comunes que bien pueden interpretarse como barreras al progreso, obligándonos constantemente a cambiar de rumbo.
La primera característica corresponde a la complejidad interna. Las organizaciones son complejas porque sus procesos son complejos y porque poseemos una capacidad limitada para comprender y predecir la conducta de la gente. Además, a las complejidades de las conductas individuales, deben añadirse las complejidades de las conductas grupales.
La segunda característica se refiere a la sorpresa. Las organizaciones son sorprendentes porque, generalmente, la mejor opción para atacar un problema se convierte en fuente de nuevos problemas, haciéndonos difícil predecir los resultados globales de las iniciativas y decisiones; más difícil aún, es controlar las reacciones antes que surjan los conflictos de alto nivel.
El tercer elemento característico de cualquier organización es el engaño. Todas las organizaciones son engañosas porque son ellas mismas las que suelen encubrir los elementos sorprendentes. Lo que aparentemente luce como un todo armónico, en el fondo esconde un germen problemático que no saldrá a la luz hasta generarse el conflicto. Esto se agrava por el hecho de que en la mayoría de los casos, la cultura individual está reñida con la propia cultura organizacional.
La complejidad, la sorpresa y el engaño son los elementos que desencadenan la cuarta y más importante característica de las organizaciones: la ambigüedad. Ésta se manifiesta por la dificultad para identificar los problemas entre las múltiples interpretaciones que de ellos se derivan, así como por la presencia de metas divergentes, conflictos políticos y emocionales, en la negación de responsabilidades y sobre todo, en la inadecuada utilización de criterios para medir el éxito.
Ante el reconocimiento de la ambigüedad como característica, surge una pregunta difícil de responder: ¿cómo saber lo que realmente está ocurriendo en nuestra organización? A lo que habría que preguntarse entonces, ¿cómo alcanzar el desarrollo si no sabemos lo que realmente está ocurriendo?
Dirigir una organización que al mismo tiempo es compleja, sorprendente, engañosa y ambigua no parece ser tarea fácil. La historia demuestra que el centro de atención y guía para la solución de los problemas organizacionales, dependía del enfoque que la gerencia le diera a la relación causa-efecto. Dependiendo de las valoraciones y creencias de éste, los problemas y conflictos pueden ser manejados, atendiendo a cualquiera de estos enfoques.
Tenemos así, el enfoque estructural que enfatiza la importancia de las metas, las funciones y la estructura; el enfoque de recursos humanos que enfatiza las relaciones entre la organización y su gente como portadora de necesidades, sentimientos y prejuicios; el enfoque político que enfatiza el uso del poder, la negociación y el manejo de recursos como medios para lograr la cooperación; y por último, el enfoque simbólico que propone la necesidad de incrementar la confianza en los modelos, imágenes mentales y valores, como vías para imponer y preservar el orden.
Todos estos enfoques, aunque válidos en cuanto a su naturaleza y contenido, no aportan nada significativo si se les trata de manera única y excluyente. Las acciones que deriven de la aplicación del enfoque político, por ejemplo, no surtirán efecto si no se toman en cuenta los supuestos estructurales. Igualmente, el enfoque humano podría ser inútil si no se considera el enfoque simbólico o el político.
Esto nos conduce a interpretar el éxito o fracaso de la organización, como la respuesta natural a su capacidad para utilizar varias perspectivas al mismo tiempo, sin concentrarse en un único enfoque que restrinja la habilidad para moverse con creatividad y flexibilidad en un ambiente crítico y retador.
El desarrollo de una organización solamente será posible en la medida en que sepa reconocer los cambios y adaptarse a ellos. Para lograr esto hay que visualizar las oportunidades, consolidar la cultura e integrar armónicamente las perspectivas y enfoques que, aún cuando aparentemente pudieran lucir contradictorios, se nutren unos de otros hasta volverse complementarios.
En conclusión, gestionar el cambio en medio de la complejidad y la incertidumbre es un reto que sólo podrá ser afrontado por el líder que establezca claramente una dirección, que propicie la creación de equipos de trabajo de alto desempeño para la generación y el desarrollo de estrategias, que inspire confianza y que energice a la gente para sobrepasar las barreras políticas y culturales.
El líder no deberá limitarse a lograr las metas organizacionales, sino que debe ir en busca de resultados potenciales, procurando un cambio en la mentalidad de la gente para que sea flexible, adaptable, innovadora y orientada a trascender la familiaridad y rutina que se haya implícita en toda zona de comodidad.
La velocidad del cambio será mayor en la medida en que los gerentes ejerzan mayor liderazgo para armonizar saberes e intereses. Una gerencia fuerte con un liderazgo débil creará un tapón que no permitirá liberar las presiones organizacionales y que sólo conducirá a consolidar los vicios empresariales.
La esencia del cambio radica en el compromiso y la voluntad. Son éstas las únicas armas que necesitamos para avanzar con paso firme hacia lo desconocido. No es un problema de tiempo, ni de recursos, ni de capacidad; es, simplemente, una cuestión de enfoque.
Extracto del documento: Manejo del cambio y la incertidumbre©2010 Eduardo Pateiro Fernández

El poder de la ficción: trascendiendo las fronteras del liderazgo

Cualquier acercamiento teórico al manejo de la diversidad humana en las organizaciones, comporta una referencia a la ficción que se halla implícita en toda interpretación; ficción que no debe ser entendida como falsedad o como algo opuesto a la verdad, sino como la representación de una realidad construida de forma autónoma y subjetiva, que alienta a su narración y argumentación ante las legítimas pretensiones por dotarla de veracidad y consistencia.

Toda organización constituye un escenario en el que convergen ficciones bajo la forma de creaciones mentales, fantasías, ilusiones y delirios a los que la racionalidad moderna se ha empeñado en desconocer. Bajo dicha lógica sólo hay lugar para una realidad hegemónica, escasamente dispuesta a razonar ante las contradicciones en las que se ha sumido; contradicciones de las que, por cierto, sólo intenta escapar recurriendo a sus propias ficciones perfiladas mediante acciones dramatúrgicas; por ello, la retórica de la modernidad alentó la desnaturalización del sujeto enmarañado en sus propias complejidades, negándosele cualquier posibilidad de formular juicios críticos al amparo de su propia y también ficticia realidad.

En este acontecer, el sujeto organizado pasó a constituirse en sujeto sumiso, obediente y silencioso, defensor de una tradición heredada, solitario y desprovisto del suficiente talante moral para actuar en función de una comunidad en la que no era capaz de encontrar su sentido de vida más allá del que le ofrecían sus profundos valores religiosos y familiares. No obstante, su carácter gregario pudo iluminar algunas zonas oscurecidas por el énfasis en la racionalidad instrumental, siendo capaz de crear nuevas ficciones, esta vez mediante la construcción de un capital relacional con el que además de intentar despejar sus dudas y vencer su soledad, le permitía tantear su poder en el entramado social del que forma parte.

Perdidos en la maraña de sus propias ficciones, los sujetos “organizados” buscaron refugio en convencionalismos cognitivos y morales, encaminándose progresivamente a la absoluta pérdida de autenticidad. Estereotipos culturales rápidamente difundidos por los medios de comunicación social, así como modelos de gestión ajenos al temperamento e idiosincrasia de la colectividad en la que hacen vida, fueron rápidamente adoptados y sustituidos por otros nuevos en una sucesión infinita de despropósitos bajo la premisa de lo necesario, lo útil y lo correcto.

La fragilidad del “yo” pasó así a convertirse en la fragilidad del “nosotros”, erosionando a su vez los vínculos sociales artificialmente creados, y debilitando aun más el sentido de vida; todo un ciclo recursivo del que brotaba la desesperanza, la desconfianza, el desentendimiento, la negación del otro, la injusticia, la insolidaridad y la exclusión. El liderazgo, en su vertiente más ortodoxa, comenzaba a naufragar.

Bajo este escenario y ante el miedo infundido por amenazas sociales, culturales, políticas, económicas y tecnológicas sobrevenidas de la racionalidad tecnocrática dominante, la necesidad de sobrevivencia emergió como la principal preocupación de la organización, pero en su intento por lograrla, los individuos comenzarían a luchar sin encontrar otros caminos que el del nihilismo, el egocentrismo y el fanatismo, contentándose con pequeñas ganancias marginales con las que intentaban compensar acumulados sentimientos de frustración, ingratitud e incertidumbre.

En nombre de la sobrevivencia, la marginalidad de las intenciones cobró vida, y la pérdida de espontáneos vínculos comunicativos, como producto de la erosión de los enlaces emocionales y afectivos, deshumanizó a la organización hasta el punto de empobrecerla moralmente, acallando así la promesa del futuro. Pero ahora sabemos que no es en la promesa de reconstrucción de este futuro en donde habitan los gérmenes de un nuevo despertar de la conciencia, sino en la posibilidad de reconstruir una realidad que, aun cuando por su naturaleza hermenéutica seguirá siendo ficticia, posee la capacidad de encontrar eco en ajenas conciencias reflexivas, hasta hoy indiferentes a las narrativas particulares de los sujetos que conforman determinado ámbito social.

Paradójicamente, más que conducir a la construcción de una organización ficticia, dicha conjunción de ficciones la impulsa hacia su autenticidad, y si bien es cierto que la coexistencia de múltiples realidades en un mismo espacio socio-contextual incrementa su exposición a la incertidumbre para la que no existen códigos que permitan descifrarla, tal incertidumbre incentiva la construcción de un sólido tejido emocional y afectivo mediante el cual se puedan desarrollar sólidas redes de confianza y de cooperación.

Una mezcla legitimada de significados auténticos y en consecuencia probablemente opuestos, no puede ser concebida desde la lógica de la modernidad. Si los significados se basan en creencias e interpretaciones, el conocimiento práctico tampoco pudiera ser el producto de ilustradas mentes solitarias, por lo que su utilidad solo podrá derivarse del contexto, es decir a partir del intercambio de narrativas históricas y argumentos. Desde esta perspectiva, la ambición ética que trasciende la modernidad solo puede manifestarse a partir de la interpretación como práctica empírica que antecede a la decisión y la acción, y esto conduce inexorablemente a repensar la organización desde nuevos conceptos y con nuevas bases ontológicas.

Los cuestionamientos postmodernos hacia la estabilidad, la certidumbre, la formalización, el control, el poder como dominación, la racionalidad individual y el lenguaje entendido como vehículo transmisor de un discurso (más no como constructor de realidades intersubjetivas), demandan el abordaje de la organización desde una perspectiva constructivista a partir de interacciones simbólicas mediadas por el diálogo.

Es así como la conexión de los aspectos cognitivos y emocionales marcará el devenir histórico de los sujetos que conformen cualquier espacio organizacional, y tal vinculación trasciende las fronteras de un liderazgo mezquino, atrapado en su propia complejidad, pues sólo podrá darse mediante un proceso de socialización auténtico y sin cortapisas a través del cual se armonicen saberes, se conjuguen identidades y se articulen relaciones, al amparo de las particulares ficciones que los individuos hayan logrado construir.

Premios Príncipe de Asturias: un oasis de esperanza


Durante los últimos años he podido asistir virtualmente a la ceremonia de entrega de los premios Príncipe de Asturias. Dos razones me obligan a ello: la primera, marcada por la fidelidad a mis raíces, la cual es ratificada al escuchar las notas del himno del Principado; la segunda razón es más egoísta, al permitirme sentir que mi línea central de pensamiento no es ajena a la de los hombres y mujeres de buena voluntad que en estos tiempos vacilantes, logran traspasar las tinieblas morales que acompañan nuestro viaje por los inciertos caminos de la vida.
Tanto las declaraciones de cada uno de los galardonados, como el discurso central de la ceremonia, dan cuenta de la existencia de un mundo cuya compleja naturaleza lo hace difícil de transitar, pero quizás la esencia de tal complejidad comience a dilucidarse tras afirmarse que “muchas de las viejas palabras ya no sirven para entender el presente”, y es que el paso de una sociedad previsible y fiable a otra indescifrable, en la que el poder se diluye en el espacio global, invita a “caminar sobre hielo fino”, evocando el deseo de huir de la incertidumbre como hábitat natural de la vida humana, y cuya esperanza representa el auténtico motor de todos nuestros empeños.
La complejidad del mundo está enraizada en la aventura de la vida, hoy sin brújula. Ese laberinto en el que nos hemos sumido, solamente puede ser desenmarañado mediante una conciencia crítica que conduzca a la reflexión profunda y que alumbre la forma de preservar los valores universales del humanismo, la libertad, la fraternidad y la tolerancia, al tiempo que se valore la riqueza de la diversidad humana como acicate para la convivencia armoniosa entre compañeros de viaje.
Cada año, los Premios Príncipe de Asturias llaman a la serenidad, a la libertad, a la justicia y a la concordia, pero también a la audacia y a la firmeza para luchar contra la violencia y el despropósito, constituyéndose así en indiscutibles referentes de unos valores que enaltecen la dignidad humana y que invitan a expresar, con la fuerza de nuestra lucidez, aquellos ideales mediante los cuales podamos generar ilusión y confianza.

El poder de la identidad en la gerencia


Del mismo modo como las personas y los colectivos poseen una identidad, la gerencia no escapa de esa necesidad. Como todo ente social, el aparato gerencial sumido en la complejidad, la incertidumbre y la violencia, requiere conjugar la adaptabilidad, la innovación y el compromiso, en su carácter de expresiones que definen el qué somos y el cómo somos.
Tres dimensiones pueden ser utilizadas en dicho intento de conjugación: 1) el propósito de la información y el conocimiento; 2) el significado otorgado a la gente, y 3) la forma como se toman las decisiones.
Respecto al propósito de la información y el conocimiento, son los valores y premisas culturales de la organización, las que señalan el conocimiento que se necesita, la forma de adquirirlo y el modo de utilizarlo. Ahora bien, ¿cuál es, para el gerente, el propósito de la información? Pudiera ser decidir o simplemente deducir; si se opta por decidir, se estaría cambiando el rumbo de los acontecimientos hacia un futuro cónsono con sus mayores ideales; claro está, habría que asumir el riesgo, la responsabilidad y la renuncia a otras opciones u alternativas; por el contrario, si la información sólo se utiliza para deducir las acciones a realizar, no sólo se mantiene una línea de maniobra que pudiera responder a intereses ajenos, sino que además se estaría debilitando la responsabilidad, justificándola en argumentos solamente cognitivos, pero no reflexivos desde una perspectiva moral.
Adicionalmente, la posesión de información pudiera interpretarse como un incremento del poder para doblegar voluntades, pero hoy sabemos que el verdadero poder en las organizaciones reside en la capacidad para crear y gestionar relaciones de valor. Por lo tanto, el para qué de la información constituye un elemento que determina la forma de pensar y, en consecuencia, la identidad.
Por otra parte, ¿cuál es el propósito del conocimiento adquirido? Pudiera ser unidireccional en el sentido de obtener la mayor rentabilidad en el menor tiempo posible, lo cual constituye un enorme error del que no escapa la mayoría de las organizaciones, puesto que hoy también sabemos que a pesar de que la rentabilidad continúa siendo la primera responsabilidad de la empresa, el conocimiento posee un propósito multidireccional con el fin de responder a los tres grandes retos de las organizaciones en este siglo, como son: garantizar la efectividad de sus modelos de gestión, procurar la trascendencia de sus miembros y obtener la legitimación social de su actividad.
La utilidad del conocimiento está condicionada por su propósito, es decir por los intereses que lo mueven. La gerencia pudiera interesarse tan solo en mantener estructuras y tradiciones; por el contrario, pudiera estar orientada a crear e innovar. Formulemos otra pregunta: ¿en qué lugar de la organización reside el conocimiento útil desde el punto de vista estratégico?... ¿en la cima, en la base; en la gerencia media? En consecuencia, al igual que en el caso de la información, el propósito del conocimiento, así como su ubicación, constituyen claras representaciones de una forma de pensar, la cual pudiera estar determinada por aspectos relacionados con una tradición académica o por la herencia de viejas usanzas, hoy en nada justificables.
En cuanto al significado otorgado a la gente, a ella se le puede mirar desde distintas ópticas: como un conjunto de seres obedientes y disciplinados; como entes manipulables en cuanto a sus intereses y creencias; como individuos cuyos intereses personales no se corresponden con los intereses colectivos; también pueden verse como seres adaptativos que luchan por sobrevivir, o bien como personas que no poseen las actitudes y aptitudes necesarias para actuar por sí solos; igualmente podemos verlas como las poseedoras de un talento que no hemos sabido aprovechar y cuya imaginación y creatividad son quizás más importantes que el conocimiento que poseen.
Recordemos que son nuestras creencias las que condicionan nuestras actitudes. Mientras la gerencia no reconozca el verdadero valor de la gente, sus actitudes hacia ella seguirán siendo las que han prevalecido a lo largo de la historia administrativa; actitudes que denotan cierto aire de superioridad jerárquica y cognitiva, y con ellas, comportamientos ajenos a la propia condición humana amparada en la libertad y la sociabilidad.
La libertad deviene en responsabilidad; los convencionalismos gerenciales han estado enfocados a construir individuos obedientes, más no responsables. Por añadidura, la ausencia de responsabilidad deviene en un alejamiento de la sociabilidad necesaria para configurar las nuevas y necesarias relaciones de valor que permitan transitar pacíficamente en las turbulentas aguas de la complejidad y la incertidumbre. Hoy más que nunca, la gerencia debe evolucionar, pero debe hacerlo con una identidad propia configurada a partir de la gente.
En lo que concierne a la forma como se toman las decisiones gerenciales, y dejando al margen las diferencias entre decisión y deducción (ya comentadas), abundantes son las muestras de la racionalidad instrumental que impera al momento de la elección, bajo el argumento de “yo hago esto porque conduce a lograr tal resultado”; también se evidencian las muestras de una racionalidad normativa, bajo la figura del “yo hago esto porque la norma así lo dice, o porque la norma no lo prohíbe”; pero además, existen múltiples evidencias de la racionalidad dramatúrgica que se encuentra presente en el aparato decisor... “yo hago esto porque es lo que mi superior desea que haga” o “yo hago esto para demostrar tal o cual cosa”; es decir que con la acción se pretende activar emociones ajenas que no se corresponden con la realidad, la verdad interior o las convicciones propias; por cierto, investigaciones recientes han revelado que este tipo de racionalidad se impone sobre cualquier otra.
Ahora bien, si estamos hablando de la necesidad de construir relaciones de valor como mecanismos para superar los graves desequilibrios que persisten, la racionalidad necesaria debiera ser la comunicativa, en el sentido de que el argumento por excelencia sería “yo hago esto, porque ha sido el producto de un acuerdo alcanzado” o “yo hago tal cosa porque ha sido un compromiso adquirido con la comunidad a la que van dirigidos los efectos de tal acción”. Obviamente, para utilizar dichos argumentos las personas debieron haberse despojado del enfoque en la sobrevivencia, del temor al reproche y a la recriminación.
Como se observa, la identidad opera tanto en el componente estático como en el dinámico que poseen todas las organizaciones. A partir de las creencias y significados, el componente estático define las pautas de nuestros valores y actitudes; por su parte el componente dinámico encuentra eco en la acción que deviene de la forma como se toman y ejecutan las decisiones.
En la conjunción de estas tres dimensiones se encuentra el ADN de la identidad gerencial, en otras palabras, la genética de una nueva forma de gestionar la complejidad y la incertidumbre, al tiempo que se reduce la violencia, tanto implícita como explícita, que padecen las organizaciones.
Recapitulando: los grandes desafíos sociales (en general) y organizacionales (en particular) están representados por la complejidad, la incertidumbre y la violencia (en todas su formas). Ante estos desafíos, la gerencia está llamada a obtener una identidad propia que responda a sus propias creencias y significados, para así incrementar la capacidad de adaptación a los nuevos valores emergentes, de innovación en cuanto a estrategias y procesos que impriman mayor dinamismo y efectividad, y el compromiso de las personas con sus propias convicciones, siempre y cuando sean compatibles con los intereses colectivos. Todo ello para responder a los tres grandes retos de la nueva gerencia: garantizar la efectividad de sus modelos de gestión, obtener la legitimidad social de sus actividades y procurar la trascendencia de sus miembros.
El poder de la identidad gerencial reside en la forma de maniobrar ante la complejidad, la incertidumbre y la violencia. Es ahí donde germina el orgullo de ser diferente.

Adaptabilidad, innovación y compromiso


No cabe duda que las organizaciones adolecen de cierta inconsistencia que se refleja en las continuas distorsiones entre pensamiento y acción, así como en la eterna lucha entre convicciones y responsabilidades, o entre la obediencia y la autonomía. Superar estas inconsistencias requiere la conjunción de tres palabras fundamentales por parte de la gerencia: adaptabilidad, innovación y compromiso.
En primer lugar, las organizaciones requieren adoptar un estilo gerencial que estreche su contacto con la realidad circundante y que responda a las aceleradas transformaciones culturales que se están dando en el seno de la sociedad. Tal como la ha señalado Gary Hamel, el mundo está experimentando un cambio al que las empresas deben adaptarse de forma urgente, pero la rapidez con la que el mundo se vuelve cada vez más turbulento, es mayor que la capacidad de las organizaciones para adaptarse, obteniéndose (en el mejor de los casos) respuestas tardías como producto de haber concentrado todo el poder y el dinamismo en la cima de la organización.
La necesidad de adaptación demanda una nueva forma de pensar y actuar, amparada en la autonomía y la responsabilidad de todos los miembros de la organización y no solamente de sus gerentes. En este sentido, la gerencia debe formular una meta estratégica que revierta el valor de la subordinación al “jefe” por el de la autonomía responsable, visualizando objetivos claros de aprendizaje y crecimiento, y sembrando la confianza en las potencialidades personales y el talento oculto y desaprovechado.
En segundo lugar y una vez que las organizaciones hayan internalizado las señales de cambio emitidas por la sociedad, debe implantarse la cultura de la innovación, no sólo en productos y servicios, sino sobre todo en gestión, de forma tal que los gerentes conozcan e indaguen nuevas ideas, estrategias y procesos que le impriman mayor dinamismo y efectividad.
En el mundo de hoy, el liderazgo ya no puede estar sostenido por un título universitario, un conocimiento adquirido o una experiencia acumulada, sino por lo que se es capaz de aportar a un colectivo; por ello, la gerencia tradicional sustentada en la autoridad verticalmente descendente, debe ser desplazada por un nuevo estilo definido por el poder de la gente para imprimir los cambios que la organización necesita, dotándola de libertad y de autonomía para la auto-gestión. Desde esta perspectiva, la alta gerencia está llamada a convertirse en la articuladora de un sistema en el que las órdenes son reemplazadas por las ideas, los reportes son bidireccionales y las decisiones emanan desde la base, para ser ejecutadas en sentido diagonal.
Por último, el conocimiento y la obediencia, en su carácter de factores que han moldeado la forma como se ha organizado la fuerza de trabajo, deben ser desplazados por el compromiso, lo cual implica mayor libertad pero también mayor disciplina, términos complementarios y no adversos como tradicionalmente han sido enfocados. Cuando la gerencia asocia la libertad con la indisciplina, se da una señal inequívoca acerca del desconocimiento que se tiene sobre las capacidades y potencialidades de la gente, incluso sobre su propia dignidad humana, lo cual inadvertidamente conduce a su marginación y con ella, a legitimar el bajo nivel de compromiso de los trabajadores con el futuro de la organización. Comprometer a la gente implica hacerla dueña de sus propias afirmaciones y decisiones, convirtiendo a la organización en una entidad social consistente con sus propias ideas, sus creencias y valores. Todo un reto que debe ser asumido para poder transitar sobre los complejos e inciertos caminos que nos depara el futuro.

Gerencia: entre la complejidad y la contradicción


En los turbulentos tiempos que nos ha tocado vivir, ciertas cualidades resaltan sobre otras características con las que pudiera pretenderse definir nuestro mundo; cualidades extremas que condicionan el ejercicio de la vida en sí misma y que obligan a adoptar una postura responsable ante los profundos dilemas y contradicciones en las que la sociedad se encuentra atrapada.
Tales cualidades definitorias no son otras que la complejidad, la incertidumbre y la violencia.
Vivimos en un mundo extremadamente complejo, enmarañado y confuso, hasta el punto que cada día se nos hace más difícil encontrar explicaciones lógicas a los problemas que la realidad nos presenta. La linealidad de las relaciones causa-efecto es cada vez más imprecisa; la ansiedad y la inmediatez se han apoderado de la dinámica cotidiana; lo legal no necesariamente encuentra cobijo en lo legítimo; hay un desconcierto mundial sobre los temas de índole económica, política y financiera, y como si no bastase con lo anterior, los valores fundamentales encuentran feroz oposición en nuevos valores emergentes. En extremo, esta complejidad social conduce a peligrosas conductas personalistas desprovistas de sentido social, provocando movimientos pendulares entre la sumisión oportuna y el radicalismo exacerbado; señales inequívocas de la pérdida de fe en los proyectos conjuntos.
La sociedad nunca ha sido educada para tolerar la complejidad. La formación tradicional siempre enfatizó la racionalidad, la lógica de la acción y el razonamiento cartesiano. En la palestra administrativa, el foco de atención estuvo representando por la certidumbre, el control, el orden y la predictibilidad, sin dar cabida a la posibilidad de coexistencia de lógicas incongruentes o contradictorias. Estas condiciones desembocan en la incertidumbre para la cual tampoco existen explicaciones racionales que tiendan a su neutralización. Hoy no sabemos cual parte del conocimiento adquirido sigue siendo útil; tampoco sabemos lo que ocurrirá en el futuro, por lo que no podremos saber que conocimiento será necesario. La incertidumbre sobre lo que ocurrirá, conjuntamente con la complejidad del presente, dificulta la comprensión sobre lo útil, lo necesario, lo justo y lo conveniente, invitando a los individuos a adoptar posturas victimistas más que comportamientos responsables. Del mismo modo como la sociedad no ha sido educada para tolerar la complejidad, tampoco ha sido educada para tolerar la incertidumbre.
El desgarrador aglutinante de la complejidad y la incertidumbre está representado por las distintas manifestaciones de violencia, desde sus formas más sutiles, como la violencia estructural y cultural, hasta las más notorias, como los intentos de destrucción física y moral de quienes se oponen a nuestras convicciones e intereses. Asistimos hoy a un mundo lleno de intimidaciones, confrontaciones culturales e ideológicas que no escapan a la dinámica organizacional. La agresividad ha llegado a convertirse en mecanismo de supervivencia, produciéndose con ella un repliegue personalista que al ser ajeno a las diferencias induce al maltrato y a la exclusión. Los sistemas de recompensas y castigos son buena muestra de ello, los manuales de normas y procedimientos están repletos de manifestaciones violentas bajo la figura de “prohibiciones”. Las imágenes del poder (tradicionalmente entendido) y la burocracia se han convertido en correas de transmisión de una violencia cómplice con los intereses propios, pero ajenos a la tolerancia, la comprensión y la justicia. En fin, la violencia quizás sea el adjetivo que mejor defina a la sociedad en su tumultuoso intento de progresar hacia lo desconocido.
Estas cualidades también son representativas de lo que ocurre en el ambiente gerencial; un ambiente que desde hace más de cien años no ha sufrido transformaciones significativas en sus líneas de pensamiento y acción, puesto que la productividad, la rentabilidad, la eficiencia, la eficacia, la efectividad y demás indicadores cuantitativos de desempeño, mantienen secuestradas otras dimensiones del comportamiento humano que no han sido reconocidas como catalizadores del éxito. De este modo nos encontramos ante una forma de gerenciar que no sólo ha perdido legitimidad social, sino que al mismo tiempo constituye una camisa de fuerza para la innovación y el logro de los más altos objetivos empresariales.
En la actualidad, la gerencia está generalmente enfocada a sobrevivir en un ambiente complejo, incierto y violento, configurando una entidad fría, calculadora y manipuladora, pero sobre todo, precaria en contenido humano e identidad. La gerencia ha sido alineada bajo una lógica escasamente dispuesta para servir de apoyo a la sociedad. Tradicionalmente el mercado ha estado separado de lo social, los trabajadores también han sido sustraídos de sus espacios relacionales, esa era la lógica dominante en los dorados tiempos de Taylor y Fayol, pero lastimosamente sigue siendo esa lógica la que aun está dominando el espectro de las organizaciones y sus gerentes.
En términos generales, la gerencia empresarial y la sociedad han venido transitando por distintos caminos, con muy escasa coherencia salvo la necesaria para no sucumbir ante las presiones del mercado; aun así y mientras los gerentes luchan ante las turbulencias cotidianas, a la empresa se le pide mayor implicación en los asuntos sociales y a contribuir con la consecución de los grandes objetivos del milenio. En fin, en pleno siglo XXI la gerencia pudiera ser conceptualizada como el penoso arte de manejar incongruencias y contradicciones.

Gestión estratégica en el CIDEC (videoconferencia)










Invitado por el Prof. Hender Labrador, se ofreció una video-conferencia a los participantes del Master en Ciencias Gerenciales del CIDEC en su núcleo de La Grita (Edo. Táchira) sobre el nuevo significado de la Gestión Estratégica en el mundo contemporáneo.

El tema fue abordado con sentido crítico a fin de propiciar la reflexión sobre aspectos de relevante interés, tales como: los múltiples retos y desafíos a los que se enfrentan las organizaciones y sus gerentes, la forma como ha evolucionado el poder en las organizaciones, el impacto de la capacidad de cambio en las posibilidades de éxito, los ingredientes fundamentales del posicionamiento estratégico, las vías de conexión de la empresa con su entorno, las fases intervinientes en la gestión estratégica y la importancia de la innovación en gestión, constituyéndose de este modo en los ejes alrededor de los cuales se generó la discusión e intercambio de ideas.

A raíz de las preguntas y comentarios vertidos por los participantes a lo largo de esta actividad, se pudo apreciar el alto grado de solidez argumentativa que poseen, así como la suficiente madurez intelectual para promover y gestionar los cambios que el sector empresarial necesita, lo cual no solamente fue enriquecedor, sino también representativo del ánimo y disposición para superar ciertos desequilibrios que aun persisten en el aparato gerencial, invitando a la confianza en las nuevas generaciones.

Mi agradecimiento al Prof. Hender y a todos los participantes en este programa, por haberme permitido compartir sus experiencias. Éxito !!!

Nueva gerencia: el diálogo como vehículo de conexión emocional


El pertinaz enfoque en la sobrevivencia, la crisis de valores que hoy se padece, la ausencia de esperanza y el temor a generar cambios, incluso en el marco de acciones moralmente válidas, son factores que convergen en los espacios organizacionales y que inducen a los individuos a procurar y sentirse satisfechos ante escasas ganancias marginales, sin trascendencia en sus mundos de vida, convirtiendo a la acción directiva en un sinónimo de precariedad cognitiva y moral que ante la imperiosa necesidad de satisfacer objetivos tecnocráticos de rentabilidad y eficiencia, produce la dislocación entre el saber y el poder, y con ella el distanciamiento entre inteligencia y voluntad para la toma de decisiones orientadas a la transformación moral de las organizaciones.
Ante la complejidad que se cierne sobre los sujetos que conforman las organizaciones, la transición a un nuevo estilo de pensamiento gerencial, no puede darse desde una perspectiva unilateral o con la simple asunción de la gerencia como vehículo de difusión de un discurso, sino como el resultado final de un proceso de gestación de sujetos postmodernos, mediante el que se posibilite la construcción de espacios de encuentro entre diferentes puntos de vista, percepciones e intereses, y en el que se armonicen posiciones jerárquicas, saberes reflexivos y saberes prácticos; todo ello a través de la demostración del respeto a partir del cual se posibilite la gestión e inclusión de las diferencias, y siempre tras el abandono de prácticas consustanciadas con el actual enfoque en la sobrevivencia.
La gestión de la transición debe procurar que emerjan compromisos emocionales a nivel individual; eso demanda un cúmulo de competencias directivas mediante las cuales se puedan conectar las intimidades de los individuos con sus responsabilidades organizacionales, lo cual no hace más que ratificar la concepción del poder como capacidad de relacionamientos, más que de dominación.
Para iniciar la transformación moral de la organización basta con entablar un diálogo como instrumento operativo mediante el que se demuestre el respeto hacia el otro a través de la escucha de sus interioridades y la dignificación de su subjetividad humana, lo cual implica poseer la suficiente capacidad para demostrar la emotividad, la autenticidad y la espontaneidad en su papel de elementos desde los cuales se podrá intentar la comprensión y aceptación de distintas visiones, heterogéneos intereses y diversos proyectos de vida que coexisten en un mismo espacio social.
El foco central de esta transformación reside en la conexión de emociones mediante la cual, los individuos dotados de libertad, sin presiones de sobrevivencia y provistos de un alto sentido de correspondencia social, serán capaces de realizar operaciones por sí y desde sí mismos dentro de lo que haya sido previamente enmarcado en el acuerdo moral que sostendrá el orden social. De este modo, la conexión de emociones se entiende como la construcción de una estructura moral, capaz de sostener la convivencia cívica y el despliegue de la autenticidad genuina por parte de los miembros que integran la organización.
Los invisibles muros ideológicos que se han levantado en el seno de las organizaciones, han obligado a los sujetos a aceptar determinismos e imposiciones que los convirtieron más en hacedores obedientes que en entidades propias con sentido de vida, pero los nuevos tiempos demandan borrar las cicatrices de profundas contradicciones socio-culturales que se han gestado durante la historia de la modernidad.
Dialogar para conectar emociones se constituye en el fundamento a través del cual se podrá comenzar a reemplazar los erosionados mapas morales y cognitivos que aun siguen señalando el devenir organizacional.
Del libro: "Repensar la organización: gerencia, ética y postmodernidad" © 2010 Eduardo Pateiro Fernández

Educación y valores para la nueva sociedad


¿Qué necesitamos conocer?... ¿Cómo construir el aprendizaje?... ¿Bajo cuáles premisas debemos educar y ser educados? Estas preguntas para las cuales no existen respuestas unívocas advierten sobre la enorme complejidad social en la que estamos sumidos; una sociedad que se debate entre la profanación de valores indispensables y la apología de una cultura en la que todo vale y en la que se incluyen los más aberrantes atentados contra la propia naturaleza humana.
Se está produciendo una enorme mutación cultural cuya génesis es multi-causal y por lo tanto difícil de aventurar, incluso pudiera pensarse que desconocemos cuál es el modelo de sociedad que deseamos. Entre la tolerancia y la permisividad surge la anarquía, y con ella la recóndita complicidad de quienes han perdido sus sueños e ilusiones, y con angustiante resignación confinan al ámbito de la poética la aspiración de una sociedad cuyos miembros tiendan a la vida buena, con y para los otros, en instituciones justas, tal como en una oportunidad lo mencionase el filósofo francés Paul Ricoeur.
La educación es el crisol en el que se funden viejos y nuevos valores con los que se dibuja la silueta de la sociedad contemporánea. Educar es un acto de fe y como tal, no se limita a la simple y oportunista transmisión de conocimientos que en muchos casos carecen de significado, sino también –y principalmente– a fraguar ciudadanos libres y responsables, forjadores del camino que habrán de transitar las próximas generaciones.
La sociedad clama por encontrar vías de aproximación que le permitan enfrentar sus actuales desafíos. Este es el propósito del simposio Educación y valores para la nueva sociedad que se realizará el próximo sábado 16 de octubre en la ciudad de San Felipe (Edo. Yaracuy) y en el que se abordarán temas como: la responsabilidad social universitaria; convivencia y cultura de paz; sociología de las organizaciones; empresa y humanismo; comunicación, poder y conflicto; ética y postmodernidad; ambiente, sostenibilidad y desarrollo; gestión del conocimiento; liderazgo educativo e inteligencia emocional.
Para conocer más sobre este evento organizado por el Centro de Investigación y Estudios Gerenciales, le invito a visitar la página: www.grupocieg.org o enviando un mensaje de correo electrónico a la dirección: eventos@grupocieg.org