He dicho en
múltiples ocasiones que toda investigación es un acto de creación, una aventura
literaria, un evento socializador y un ejercicio persuasivo. Estas cuatro
vertientes conducen a considerar que la investigación también es una
experiencia de fe.
El investigador tiene fe en sí mismo porque cree (valga la redundancia) en su capacidad para crear, cree en su potencial para socializar y para persuadir. El investigador cree en lo propio, en su interioridad, en sus fortalezas y en las que no lo son tantas; tiene fe en que podrá sacar a la luz lo que los demás desconocen, pero el investigador también cree en la importancia social de su trabajo, en su pertinencia y en la congruencia cultural de su creación; es decir que el investigador, además de tener fe en sí mismo, también tiene fe en el núcleo social al que se dirigen sus descubrimientos.
El investigador tiene fe en sí mismo porque cree (valga la redundancia) en su capacidad para crear, cree en su potencial para socializar y para persuadir. El investigador cree en lo propio, en su interioridad, en sus fortalezas y en las que no lo son tantas; tiene fe en que podrá sacar a la luz lo que los demás desconocen, pero el investigador también cree en la importancia social de su trabajo, en su pertinencia y en la congruencia cultural de su creación; es decir que el investigador, además de tener fe en sí mismo, también tiene fe en el núcleo social al que se dirigen sus descubrimientos.
Pero para descubrir debe
actuarse con libertad, y a menos que disponga del suficiente talante para desprenderse
de sus monótonas rutinas y liberarse de sus inquietudes, ansiedades y temores, el
investigador no será más que un prisionero de sus prejuicios y de los factores
externos que lo condicionan, pues nunca habrá posibilidades de descubrir mientras
se viva con el miedo de lo que sucedió o de algo que pueda ocurrir.
No se puede crear haciendo chapuceras imitaciones; tampoco, sobre la sombra de la represión tras intentar vencer estereotipos o visiones engringoladas de la ciencia.
No se puede crear haciendo chapuceras imitaciones; tampoco, sobre la sombra de la represión tras intentar vencer estereotipos o visiones engringoladas de la ciencia.
La investigación científica
no es un deporte de alto riesgo en el que siempre se está a medio camino entre
el temor y el placer. Para investigar debemos liberarnos de los temores porque toda
investigación comienza con una pregunta para la que no debemos sentir temor al enunciarla;
una pregunta que marca el problema y que a fin de cuentas también conduce a su
solución; una pregunta que exige prudencia al formularla, y produce
placer al contestarla.
El simple hecho de
formular una pregunta reclama apartarse del conformismo para retar lo instituido,
actuando con libertad y determinación; esto de por sí implica evadirnos de un molde cultural que estrecha las posibilidades creadoras; pero además, debemos investigar el problema para conocer la solución, y para
ello necesitamos la suficiente energía, intensidad y pasión para vencer esa
especie de somnolencia mental que padecemos y a la que tristemente nos hemos
acostumbrado, lo cual también demanda huir de la zona de comodidad, redimensionando el concepto de peligro, pues toda sensación de peligro constituye
un obstáculo a cualquier intento creador.
Sin duda, es
bastante fácil hacer preguntas sin sentido o identificar problemas donde no los
hay; preguntas hechas de ese modo revelan que no estamos ansiosos de experimentar
algo extraordinario y, por lo tanto, tampoco dispuestos a evadir el férreo molde
de los convencionalismos.
La gran interrogante
que surge es: ¿hasta qué punto interesa huir de lo aceptado y lo instituido? ¿Hasta
qué punto somos verdaderos investigadores?
Como siempre, más preguntas que respuestas, pero en cualquier caso, la conciencia reflexiva de cada quien es la única que podrá marcar las diferencias.
Como siempre, más preguntas que respuestas, pero en cualquier caso, la conciencia reflexiva de cada quien es la única que podrá marcar las diferencias.