Síndrome de la deriva moral

No cabe duda que la complejidad organizacional, caracterizada por un estilo de pensamiento convergente hacia un objetivo predeterminado por las instituciones dominantes, se torna aún más confusa si a la diversidad cultural y al pluralismo moral que reina entre sus miembros, se le añade la brecha entre la experiencia personal y la experiencia social, lo que explicaría que ante la débil correspondencia social que se evidencia en los contextos organizacionales tradicionales, la persona tienda a comportarse socialmente de modo distinto a como piensa, por lo que no es de extrañar que ante los posibles dilemas a los que deba enfrentarse, y en su afán por defenderse de su propio contexto, más que sentir la necesidad de responder ante los demás, prefiera concentrarse sobre sí mismo, recurriendo a un egocentrismo mediante el cual, paradójicamente aspira mantener su vigencia dentro de una determinada comunidad moral.

No obstante, la aparición del Yo como centro de referencia en este tipo de situaciones, supone al mismo tiempo la pérdida de voluntad para actuar en función de una finalidad ética previamente establecida, lo cual induce el surgimiento de una moral circunstancial subordinada al contexto, en la que a todas luces prevalecen los conceptos de audacia, prudencia y conveniencia en el ámbito personal. Esto explicaría la alteración defensiva de la voluntad del individuo, quien aun disponiendo del poder normativo y de la autoridad moral para actuar, se siente obligado a sortear continuamente las embestidas del contexto en el que hace vida, como consecuencia de la deriva moral en la que se encuentra sumido.

Así, mientras los códigos de ética intentan actuar sobre el contexto, la deriva moral se manifiesta como síndrome sobre el individuo, quien es el propietario de la acción y quien elige lo conveniente de forma independiente a sus más altas finalidades morales. La persona con este síndrome actúa de igual forma que con el síndrome de Estocolmo; sus “captores” estarían representados por aquellos individuos de los que cree ser capaces de dominar ante una situación que le desagrada, llegando a aceptarlos, e incluso llegando a sentirse complacida con lo que hace y deja de hacer. El síndrome de la deriva moral se manifiesta en la pérdida de la voluntad para alcanzar un fin previamente definido por la persona que lo sufre; sus convicciones personales quedan en un segundo plano, incapaces de hacer sentir su voz y de imponerse a la cotidianidad; todo ello, en función de los intereses emergentes en el plazo inmediato (ej: mantenerse en el puesto de trabajo o garantizar su permanencia y aceptación en el contexto social del que se trate). De aquí que la voluntad para actuar de forma ajustada a una determinada intención moral estaría determinada por tres ingredientes esenciales: [la fortaleza de las convicciones morales] más [la claridad de los objetivos a largo plazo] menos [el poder atribuido al contexto para impedirlo].

El síndrome de la deriva moral refleja la pérdida de la voluntad; pero al mismo tiempo, la aceptación de lo que sucede y la satisfacción de la persona en el ámbito público, aunque ocurra lo contrario en el pensamiento privado. Esto es coherente con lo que Edgar Morin señala como la “permutación de finalidades según las circunstancias”, es decir, el abandono de las finalidades a largo plazo para responder a necesidades urgentes, lo cual llega a materializarse al sacrificar finalidades éticas bajo el amparo de la ética del mal menor, al recurrir a una ética de resistencia cuando no hay posibilidad de alcanzar el éxito, o al aceptar un mal para evitar algo presumiblemente peor, previo entendimiento de que no existe solución práctica a un problema ético determinado.

En conclusión, la autonomía ética parece demasiado frágil ante la eterna lucha entre el poder de la convicción y la angustia que emana de la responsabilidad personal y social, pues si bien la inconformidad activa la voluntad para alcanzar un fin dotado de intenciones morales, no constituye de por sí, una garantía de aproximación. Tal como lo ha señalado Max Weber, ninguna ética podrá decirnos en qué momento y en qué medida, un fin moralmente bueno puede justificar los medios y las consecuencias moralmente peligrosas; pero es esa deriva moral la que nos mantiene vivos y despiertos; es el coqueteo con el bien y con el mal, con lo correcto y con lo imprudente, con lo cristiano y lo pagano, lo que nos convierte en huéspedes ocasionales de la razón y la locura, haciéndonos felizmente humanos al activar nuestros sentidos y al invitarnos a soñar mientras navegamos por las tumultuosas aguas de la vida.