En todas las vertientes de la
sociedad se están produciendo procesos de innovación relacionados
principalmente con los avances de la tecnología, pero también con el desarrollo
económico, la organización social, el estilo de vida y las relaciones con el
medio ambiente. Estos procesos de innovación van calando progresivamente en los
individuos hasta el punto que han logrado modificar sus códigos culturales, fomentando
a su vez una dinámica de cambio social que debe ser adecuadamente gestionada.
Frente a una cultura de competencia
interna, individualismo y afán de preponderar, las organizaciones comienzan a
ser conscientes de que su principal objetivo y responsabilidad consiste en la
innovación dentro de la sociedad. En este sentido, la gestión debe ser vista como
un esfuerzo de innovación en su sentido más amplio, es decir: “la innovación de las personas para las
personas” liderada por personas libres de prejuicios, capaces de
desmarcarse de los principios vigentes y pensar, desde la misma realidad, con
actitudes inconformistas y radicalmente diferentes.
Obviamente, cualquier aproximación
teórica a la gestión, nos remite al concepto de cultura y a su determinante
impacto en las posibilidades de innovación, pero en todo caso, e
independientemente de la perspectiva desde la que se aborde dicho concepto,
deberá entenderse que la cultura no es tan sólo un conjunto de reglas surgidas y
mucho menos impuestas, sino que debiera representar la lógica interna de las
acciones libres de cuyo seno emerge la vitalidad de cualquier organización,
siendo precisamente de esa vitalidad de la que depende, en buena parte, su capacidad para hacerse cargo de la complejidad
de su entorno, y su destreza para la comunicación con otras instancias
sociales.
Para diseñar cualquier mapa de la
gestión social, deben incorporarse dos elementos que se hayan implícitos en la
identidad cultural de las organizaciones: el primero, el reconocimiento de que
la gestión social se inicia en el propio seno de la organización; y el segundo,
que su trazado implica adoptar un carácter dialógico, consustanciado con las
creencias y valores dominantes en los distintos sectores a las que se dirijan
los esfuerzos de innovación y cambio.
En cuanto al primer elemento, pensar
en términos de gestión social requiere un esfuerzo previo de moralización en el
ambiente interno, y tal esfuerzo no se circunscribe a la reglamentación burocrática
de toda la organización, sino al diseño de una estructura cultural con la que
se incremente su capacidad para hacerse cargo de su propia complejidad.
En lo referente al segundo elemento,
diseñar el mapa de la responsabilidad social implica superar la confusión moral
que se deriva del rasgo pluralista de las sociedades contemporáneas y la consiguiente
exposición a múltiples interacciones culturales que pudieran estar debilitando
las bases morales de los negocios y de la sociedad. Considerando que la
vinculación de las organizaciones con el desarrollo social está fuera de
cualquier controversia, la superación de estos obstáculos en un mundo cada día
más interdependiente, se traduce en un enorme desafío.
Ambos enfoques obligan a superar el
paradigma de la linealidad para adoptar la complejidad como el escenario natural en el que podrán conciliarse las
características propias de las organizaciones y de los demás actores sociales,
en un marco de actuación dominado por la libertad y responsabilidad, que sea
capaz de armonizar lo económico con lo social; en otras palabras, que sea capaz
de superar el estancamiento organizativo centrado en la eficiencia, para poner
el conocimiento al servicio de la diversidad humana.
En las organizaciones, el
conocimiento siempre ha estado enfocado a evitar la incertidumbre, a la
búsqueda de la utilidad (eficacia) y al mejor aprovechamiento de los recursos y
capacidades con las que cuenta la organización (eficiencia), lo cual ha
desembocado en el desarrollo de una cognición procedimental muy asociada a la
racionalidad normativa, y consecuentemente al énfasis en los obstáculos y las
limitaciones, a la adopción de actitudes cerradas y sesgadas por parte de los
entes directivos, y a la resolución de problemas como el eje central de la
acción gerencial, todo lo cual bloquea la capacidad para generar alternativas
novedosas de mejoramiento y de aprendizaje profundo, abriéndose las puertas a
las desavenencias y a los estremecimientos emocionales que conducen a la
frustración y al resentimiento hacia los demás.
La separación entre conocimiento y
afectividad en los espacios organizacionales, es un factor desencadenante de
los sentimientos de exclusión, sobreviniendo con ello los fanatismos,
radicalismos, insensibilidades e intolerancias que lejos de ayudar a la
consolidación de un tejido social armónico, conlleva a la progresiva ruptura de
las relaciones interpersonales que, en definitiva, son las únicas a través de
las cuales se puede promover la convivencia y el entendimiento.
Las referencias teóricas al
binomio conocimiento/afectividad han tenido una larga tradición en
las corrientes filosóficas, económicas y sociales, siendo hecho públicas por
autores como Bilbeny, cuando afirma que “la emoción nos sostiene,
porque hay algo emocional en todo intento de ser racional”; o por Velásquez
Coccia, al señalar que “la emoción tiene que integrarse al modelo de la
racionalidad para que sea posible acercarse con justeza al comportamiento
racional”, pero en todo caso y centrándonos en la teoría administrativa
clásica, el enfoque de la elección racional no sólo deja de incorporar la
influencia de las emociones en los procesos de toma de decisiones, sino que
además resalta la necesaria ausencia de correlación entre los afectos
(enfocados a las personas) y las preocupaciones por la eficacia en el logro de
los fines y la eficiencia en el uso de los medios, con lo cual se asoma una vía
de aproximación para comprender las razones de una realidad organizacional
marchita, profundamente deshumanizada, moralmente empobrecida y tristemente
venerada por quienes ostentan el poder de elección.
Las emociones se constituyen en el
catalizador del respeto a la diversidad e integrador de las diferencias; de no
ser tomadas en cuenta, los individuos no podrán encontrar algún punto de apoyo
en el que puedan sustentar su comportamiento con base en criterios éticos
aceptados y compartidos, por lo que la interrogante que deviene de esta
afirmación es cómo construir ese punto de apoyo a partir del cual se inicie una
auténtica gestión social.
Tal como lo ha señalado Víctor
Guédez, en los tiempos actuales se impone aceptar que no habrá reconciliación y
paz sin modelos participativos e incluyentes; y a la inversa, tampoco podrán
existir modelos participativos e incluyentes sin reconciliación y paz. Es en
medio de esta relación en la que deben operar los esfuerzos gerenciales para
reducir la percepción de sometimiento mediante la integración de los elementos
conductuales y afectivos, de forma tal que los intereses individuales
(personales y laborales) puedan conjugarse con los intereses organizacionales
en cuanto a eficacia, eficiencia y efectividad, siempre desde el respeto a la
singularidad propia de los sujetos organizados, y a la dinámica cultura de los
colectivos sociales
La conjugación de los componentes
cognitivos, afectivos y emocionales en las organizaciones, se traduce en la
consolidación de un capital social promovido a partir de una cultura de
confianza, entendimiento y convivencia, lo cual implicaría aceptar que en dichos
espacios no existe algo que pueda ser considerado como definitivo o inamovible,
y mucho menos cuando tales referencias son formuladas desde una perspectiva
moral.
De lo anterior no sólo salta a la
vista la importancia de integrar los aspectos conductuales y afectivos para
permitir que los intereses individuales puedan convivir y ajustarse con los
intereses organizacionales y sociales, sino también que la racionalidad
estratégica, es decir los esfuerzos reflexivos y deliberativos enfocados a la
obtención de resultados deseados, implica considerar las diversas posturas,
perspectivas, valoraciones, emociones y conductas mediante las que se
posibilitará la emergencia de un estilo de pensamiento gerencial representativo
de la legitimidad de las diferencias cognitivas y morales, la participación en
condiciones de igualdad, el compromiso hacia el bien común y la genuina
disposición de coadyuvar al fortalecimiento de la dignidad humana.
La gestión social se traduce entonces
en la gestión de la diversidad humana, y desde este enfoque, la acción
directiva debe ser considerada como un ejercicio de ética aplicada a las
relaciones interpersonales, vehiculizado mediante el diálogo entre sujetos
portadores de diversas concepciones valorativas, enfoques, intereses y
perspectivas; diálogo que solo podrá ser fructífero si se obra en el terreno
común de la esperanza, de la justicia y de la solidaridad.