La ética en el pensamiento de Paul Ricoeur

Nacido en Valence (Sureste de Francia) en 1.913, el filósofo y antropólogo Paul Ricoeur fue uno de los más talentosos exponentes de la tradición humanística europea y precursor de la corriente interpretativa de principios de la década de los 70. Entendiendo la libertad como la capacidad de iniciar procesos nuevos en el mundo, Ricoeur define la ética como la aventura de la libertad a lo largo de una vida, postulando sus fundamentos a partir de los propios elementos constitutivos del hombre, es decir, el deseo de ser y el esfuerzo por existir

Define la aspiración ética en términos de “tender a la vida buena, con y para los otros, en instituciones justas” dejando entrever su preocupación por el yo, por el otro y por la sociedad. Aquí se encuentran los elementos integrativos de su ética, en la que se evidencia su clara alusión Aristotélica (cuando se refiere a los fines del hombre) así como su conformidad Kantiana (en cuanto a la universalidad de la norma), pero añade un tercer elemento: el de la sabiduría práctica, defendiendo así la primacía de la ética sobre la moral, cuyos principios según dice, se encuentran inevitablemente confrontados en la complejidad de la vida. Es en este episodio de su reflexión filosófica, en el que Ricoeur conjuga su marco de pensamiento ético a través de la estima de sí”, la solicitud por el otro y el sentido de justicia

En un primer momento, argumenta que lo estimable en el "sí mismo" es: [1] la capacidad de actuar intencionalmente eligiendo mediante razones, y [2] la potestad de introducir cambios en el curso de la vida, materializando la capacidad de iniciativa. Si bien estos fundamentos de la estima de sí comportan el peligro de replegarse sobre el propio yo para tender a la vida buena (vivir bien), Ricoeur alude al desconocimiento de las exigencias sociales como circunstancia ajena al concepto de autoestima, suponiendo una relación de reciprocidad sustentada en la amistad y el respeto, a través de las cuales las personas se reconocen como insustituibles en el intercambio mismo. A este componente del saber práctico, Ricoeur lo denomina “solicitud”, enfatizando que nunca se podrá hablar de la estima de sí mismo sin que lleve aparejado un pedido de reconocimiento. De este modo, al considerar la autoestima como elemento originario de la pretensión de vivir bien, el hombre estaría moralmente obligado a: [1] reconocerse en el otro, y [2] reestablecer la igualdad donde no esté dada, siendo aquí conde adquieren relevancia los conceptos de solidaridad y justicia, mediante los cuales intenta compensar el desequilibrio en las relaciones de poder entre las instituciones y las personas, confiriéndole una connotación ética a las interacciones humanas como vía de entendimiento a partir de las diferencias, dando a entender que: [1] el vivir bien no se circunscribe solamente a las relaciones interpersonales, sino que se extiende a la vida de las instituciones, y [2] el concepto de justicia comporta exigencias de igualdad y solidaridad.

Calificado como una especie de Quijote intempestivo presto a defender con todas sus fuerzas el papel activo de la subjetividad frente a corrientes que propugnaban el entierro de lo humano, Ricoeur falleció en Francia en el año 2.005; pero por su férrea oposición a cualquier tipo de totalitarismo, por la amplitud y profundidad de su pensamiento hecho público en más de 20 obras, y por su demostrada voluntad de integrar tradiciones y escuelas aparentemente inconmensurables, sigue siendo reconocido como "el hombre de todos los diálogos" y junto con Gadamer y Vattimo, como uno de los máximos exponentes de la ontología hermenéutica y de la orientación lingüística y dialógica de la filosofía contemporánea.

Ver también:
La ética en el pensamiento de Jürgen Habermas
La ética en el pensamiento de Gianni Vattimo
La ética en el pensamiento de Edgar Morin

El progreso como construcción ética

Desde hace varios siglos, a la noción de progreso se le asocian las ideas de libertad, igualdad, crecimiento económico y desarrollo social; pero aún así, en el mundo contemporáneo se evidencian tensiones y desacuerdos sobre estos cuatro valores fundamentales. De hecho, la búsqueda de la igualdad social encuentra oponentes en quienes defienden la supremacía de la libertad individual; y suficientemente ha sido demostrado que el crecimiento económico no siempre es paralelo al desarrollo social, pudiendo incluso avanzar en sentidos contrapuestos. Desde esta perspectiva pareciera que tanto el determinismo tecnológico como la emergencia de lo irracional, propios de esta primera parte del siglo XXI, son incapaces de ofrecer respuestas a la pretensión de progreso.

En un artículo publicado por Francisco Contreras titulado “El concepto de progreso: de San Agustín a Herder” (2.003) su autor define el progreso como "la evolución necesaria y gradual del conjunto de la especie hacia algún tipo de perfección o plenitud”. Aunque reconoce que existen diferentes ritmos de progreso, enfatiza que ese término debe aludir a la especie en su conjunto, mas no con referencia concreta a una cultura particular o a un pueblo determinado. El autor no precisa a qué tipo de progreso se refiere; si al progreso relacionado con el perfeccionamiento técnico o cognitivo (perspectiva epistémica), al progreso visto como un incremento de la felicidad (perspectiva eudemónica), o al progreso visto como un perfeccionamiento moral (perspectiva ética); quizás apunte al progreso de la humanidad como integración de estas tres vertientes, o acaso esté simplemente defendiendo la ilusión del progreso como un imperativo del hombre y la razón de su existencia tras el abandono de la fe en la providencia; pero al analizar dichos señalamientos, se advierte que el autor no apela a la subjetividad del ser, quien es el único que puede construir y utilizar su conciencia sobre lo que debe considerar como progreso, para así poder valorar monológicamente sus efectos, mediante su postura cognitiva y moral respecto a sí mismo y hacia la sociedad.

Es precisamente esta omisión, la que conduce a entender la postmodernidad como una respuesta natural ante el agotamiento cultural del proyecto social moderno en su pretendida búsqueda del progreso global, de la felicidad, de la equidad y del bienestar general fundamentado en un discurso moral de carácter universal, deduciéndose que la emergencia del sentir postmoderno radica en la idea del progreso inalcanzado y en la crisis de sus fundamentos.

Tal como apuntase Rigoberto Lanz, el desvanecimiento de la modernidad como epísteme, supone que la ética del progreso ya no puede validarse por si sola, o como bien lo señala Nuria Almiron, quien luego de afirmar la paulatina pérdida de confianza en el progreso que ha caracterizado al siglo XX, advierte que estamos rodeados de la existencia de un progreso material, esencialmente tecnológico-digital, no siendo fácil emitir un juicio respecto a su impacto en la vida moral de los individuos.

Acerca de este cuestionamiento moral del progreso, el filósofo francés Edgar Morín reflexiona sobre los imperativos en los que debe sustentarse su autodenominada «ética planetaria» al dar cuenta de que la humanidad debe definir los límites de su expansión material y correlativamente, emprender su desarrollo psíquico, moral y mental. Desde esta perspectiva, parece claro que el bienestar no puede expresarse sino en términos que evoquen el equilibrio entre materialidad, conocimiento y moralidad; equilibrio éste que sólo puede ser buscado y percibido en la capacidad reflexiva del propio ser, a partir de la conciencia particular de cada individuo.

Lo anterior invita a considerar que ante la aparición de una nueva cultura social, paradójicamente como consecuencia del debilitamiento de su libertad para decidir y de la cada vez menor utilización de la razón técnica-instrumental como método de elección, el hombre atraviesa un tiempo caracterizado por un cambio de conciencia sobre el bien y el mal, y por un reencuentro con los valores humanísticos. En el mundo actual no solo deja de tener sentido el pensamiento de Descartes, cuando anunciaba que la razón era superior a la experiencia como camino para obtener el conocimiento, sino que en este escenario, el conocimiento adquirido por cualquier método se fragiliza, pudiendo incluso cuestionarse su utilidad ante las evidencias de un mundo caracterizado por la necesidad continua de desaprendizaje y cambio; al respecto, conviene sin duda citar a Wagensberg, quien resume sus dudas preguntándose si acaso sabemos lo que deseamos saber.

Según parece, la conciencia intelectual está perdiendo su solidez, sumergiendo al ser humano en una debilidad reflexiva de la que sólo puede escapar recurriendo a su propia concepción integral a través de la conciencia moral; sin embargo, en un mundo cada vez más interdependiente, el hombre ético no puede sustentarse en el mero reconocimiento de sus errores y en el consiguiente cambio de sus creencias, sino en su capacidad de disentimiento como única vía para promover el «intersubjetivismo dialógico-argumentativo», mediante la reafirmación de sus diferencias respecto a los demás y el respeto activo a las conciencias reflexivas que le son ajenas, sumiéndolo en una ética de la utilidad, del deber y de la virtud, profundamente relacionadas con la idea de la libertad en la que Savater centra el concepto ético del hombre, cuando afirma que la ética es la actitud ante la libertad propia en relación con la libertad individual y social de otros.

De aquí que la noción de progreso, vista desde la profundidad de la conciencia individual, encierra la idea de voluntariedad y con ella, el concepto de responsabilidad como capacidad de imputación ética (Dianes) y del individuo como valor intrínseco y no meramente instrumental (Donaldson), surgiendo así cuatro elementos que convenientemente estructurados permiten asegurar su coherencia cognitiva: [1] La pretensión del bienestar conduce a la noción reflexiva de progreso, debiendo ser entendido como el equilibrio entre materialidad, conocimiento y moralidad, [2] pero al ser reflexiva, la noción de progreso subyace en la profundidad de la conciencia particular de cada individuo, por lo que su concepción y búsqueda no deja de ser libre y voluntaria; por lo tanto, dentro de los dominios de la ética. Por otra parte, [3] la libertad y voluntariedad inducen la idea de responsabilidad para con el yo y el otro, como núcleo de la capacidad de disentimiento, lo cual implica [4] la reafirmación de las diferencias y el respeto por las conciencias ajenas, evocando la idea de solidaridad con los principios en los que se fundamentan.

Es así como en respuesta al reconocimiento de la complejidad humana y al paulatino desmoronamiento de las bases filosóficas en las que se ha pretendido sustentar la búsqueda del tan anhelado progreso, estos cuatro elementos (equilibrio, libertad, responsabilidad y solidaridad) conducen a entender la perspectiva ética que en su papel de orientadora para la consecución de los fines del hombre, debiera definir los rasgos de su actuación dentro de cualquier contexto social.

Etica, pluralismo y reciprocidad

La realidad construida e interpretada por el hombre se convierte en el instrumento por excelencia para comprender las bases que sostienen la convivencia social. Las realidades empíricas – al mismo tiempo que ideológicas – constituyen el punto de partida para redefinir el rol del hombre sumido en la heterogeneidad, la diversidad cultural y la conflictividad social. La hermenéutica está desplazando a la noción de “verdad” y en consecuencia enarbola la bandera del pluralismo, entendiéndose éste como el aglutinador de los diversos horizontes de significados e identidades que coexisten en un mismo ámbito espacio-temporal, sustentadas en premisas solamente derivadas de quienes enuncian tales significados.

El legítimo pluralismo que se evidencia en las interacciones cotidianas y en los discursos económicos, políticos y sociales, más que una respuesta ante la necesidad de tolerancia y comprensión, obedece al reconocimiento explícito de la pérdida de los fundamentos normativos comunes con los que durante siglos se pretendió sustentar el progreso de la humanidad; dicho de otro modo, obedece al debilitamiento de la certidumbre y de la verdad, así como al ocaso de las corrientes epistemológicas y metodológicas amparadas en la ingenua presunción de que toda pregunta válidamente formulada era poseedora de una única respuesta.

Esta situación posee profundas implicaciones éticas, suficientemente desarrolladas por el canadiense Charles Taylor, quien ya en 1.994 advirtió de que cualquier forma de autorrealización que niegue las vinculaciones del hombre con los demás, atenta contra la propia autenticidad de las personas, dejando entrever así el carácter dialógico de las relaciones humanas, la fidelidad hacia sí mismo como el imperativo moral en el que se sustentan las ideas de auto-reconocimiento y auto-realización, y la reciprocidad como vía de escape del individualismo y el relativismo moral, siendo en este punto donde la ética tiene algo que decir, pues es en el amor recíproco donde se centra la principal motivación para actuar éticamente

Es así como la reciprocidad se convierte en el imperativo moral de la construcción cotidiana; construcción ésta que a través de la deliberación y la tolerancia, invita a encontrar soluciones temporales a las permanentes tensiones generadas por la coexistencia de valores encontrados, heterogéneas culturas y disímiles interpretaciones de la diversidad social. Todo un reto que debiera formar parte del discurso normativo y del discurso de la vida.


La ética en el pensamiento de Gianni Vattimo


Inspirado en las obras de Nietszche y de Heidegger, el filósofo italiano Gianni Vattimo (1.936) es un fiel representante de la actual condición postmoderna, quien a través de lo que denomina “pensamiento débil” y “ontología del declinar”, ha puesto de manifiesto, por una parte, la crisis de la modernidad, y por la otra, la idea de que no existe ningún tipo de certidumbre que conduzca a la razón y a la verdad, sino que todo es interpretación. Así, al destacar sus conexiones con los rasgos postmodernos de la sociedad, Vattimo sitúa a la hermenéutica como el idioma común de la cultura contemporánea, y con ello presenta su propuesta sobre una ética de la interpretación como fórmula que abre la oportunidad a la diversidad y a la pluralidad.

Su pensamiento se centra en la revisión del papel de la filosofía en la sociedad y los efectos sociales del pensamiento en las prácticas cotidianas, sobre todo tras el desarrollo de los mass-media y el nuevo esquema de valores e interrelaciones. Vattimo parte de la premisa de que no existen hechos, sólo interpretaciones, por lo que no podría concebirse el pensamiento postmoderno alejado de la ética, pues ya de por sí, este modo de pensamiento alberga una finalidad ética que, dada la ausencia de verdades absolutas, se manifiesta en la necesaria interpretación de la realidad. Ante esta tríada (postmodernidad – hermenéutica – ética) la ética no podría estar fundamentada en valores, o supeditada a fundamentos irrevocables, sino que en todo caso la actividad ética se limitaría a proponer valores a través de la argumentación, erigiendo un nuevo sentido de responsabilidad hacia el futuro pero sin renunciar a la validez de la tradición histórica. En este sentido, la responsabilidad de los actos derivados de la interpretación se constituye no solo en la autoconstrucción del hombre y de su realidad, sino también en la herencia interpretativa que legará a sus sucesores, conformánose así un permanente diálogo histórico-cultural.

Tras la afirmación de que la ética no puede hablar en términos demostrativos, Vattimo concibe una ética persuasiva, propositiva, que no determine la acción sino que la posibilite. Su ética de la interpretación no se sustenta en imperativos, sino que trata de responder a los acontecimientos propios de la época en la que se contextualiza la acción, apoyándose en la negociación y el consenso como mecanismos para la toma de decisiones y la elección responsable. De este modo, ante el debilitamiento de los dogmas que han inspirado la actuación del hombre, Vattimo deja de lado los prejuicios y trata, no sin controversias, de sentar las bases de una nueva cultura del pluralismo y la tolerancia.

Ver también
La ética en el pensamiento de Paul Ricoeur
La ética en el pensamiento de Jürgen Habermas
La ética en el pensamiento de Edgar Morin

No es lo mismo la validez de las demostraciones matemáticas que la persuasión de los discursos éticos… (Gianni Vattimo)

Etica para incrédulos

Causan asombro las opiniones de quienes afirman que las tonterías se difunden con mayor eficacia y rapidez que las ideas sensatas. Ese asombro no es tanto causado por lo que se deja entrever en cuanto a la laxitud del hombre, la superficialidad del pensamiento, la plausibilidad del absurdo o la negación de lo obvio, sino más bien por el velo de presuntuosa autoridad con la que se pretende juzgar algo como tonto o como sensato.

Paradójicamente, los supuestos que sustentan tales expresiones están acompañados del rechazo a creer algo; y lo que es más grave, de la incredulidad en lo posible, aún cuando lo que se visualice como imposible sea deseable. Es precisamente esa desesperanza la que quebranta las bases morales del desarrollo humano, creando una brecha entre los fundamentos del hombre y sus prácticas cotidianas.

A modo de ejemplo, sería deseable que dentro de algunos años, las organizaciones –en cuanto comunidades morales- estuviesen regidas por prácticas discursivas capaces de sostener un nuevo orden social, siendo sensato entonces admitir que en virtud del deseo para alcanzar tal grado de desarrollo, habrán de incorporarse cuanto antes nuevos esquemas de comprensión del hombre y su mundo; pero lo que resultaría aterrador sería que dadas las enormes dificultades actuales para modificar hábitos, costumbres, modos de vida y estilos de pensamiento, califiquemos como tonta la posibilidad de alcanzarlo.

De ese modo se advierte la persistencia de una filosofía del sujeto capaz de decidir lo que cree y lo que no, lo que le es útil o lo que encaja dentro de sus ideales; evidenciando el alejamiento de la inter-subjetividad mediante la que a través del lenguaje, se de rienda suelta a la imaginación discursivamente construida, a lo colectivamente plausible, al descreimiento de aquellas razones, mitos e ideologías que han caracterizado la historia del hombre gestado en la modernidad, y al escepticismo sobre las pretensiones de progreso, porque tal como lo comenta Vattimo, el progreso se ha vuelto rutina. Entonces, si ya no es sensato hablar de progreso como fin último del hombre y la sociedad, ¿a que nos conduce la idea de sensatez?

Hablar de sensatez es hablar de una racionalidad infundida en la lógica de la modernidad, no queriendo esto decir que el hombre inspirado en un pensamiento posmoderno, sea insensato o irracional. Quizás comporte lo contrario. Escuchar suponiendo que lo que se dice es verdad, implica más sensatez que la utilizada para negar lo dicho por otro cuando tal negación se sustenta en razones que simplemente emanan del monólogo subjetivo. Esto nos invita a entender que existen dos dominios de incredulidad: la incredulidad respecto a los fundamentos de la cotidianidad (lo cual nos remite al pensamiento crítico) y la incredulidad respecto a los fundamentos del futuro deseado, la cual está revestida de tan perverso poder que es capaz de neutralizar la propia capacidad de crítica y acción.

En cuanto al primer dominio de incredulidad, sabemos que la realidad del hombre social no puede comprenderse mientras sigamos estando sujetos a la rigurosidad de los conceptos sobre los que ha pretendido edificar su desarrollo, lo cual ayudaría a ilustrar la crisis de los fundamentos que han caracterizado la modernidad, así como el ocaso de la corriente positivista con la que se pretendió conocer y modelar la naturaleza moral del ser -al menos en la cultura occidental-, no siendo de extrañar que los trabajados conceptos con los que hasta ahora se ha asociado la búsqueda del progreso (predictibilidad, futuro, sistema, estructura, racionalidad, regulación, control y jerarquía) comiencen a ser desplazados por expresiones ajenas a la lógica del poder y la dominación, tales como escepticismo, pluralidad, ruptura, incertidumbre, paradoja, fragmentación, caos, heterogeneidad e intuición, las cuales evocan la debilidad de las estructuras cognitivas racionales que han sido empleadas en el intento de alcanzar los fines del hombre.

En cuanto al segundo, lo absolutamente necesario en estos momentos de crisis ética y de fe en el futuro, es reencontrarnos con nuestra propia conciencia reconociéndonos en los demás, puesto que el empeño en calificar algo de tonto o de sensato no es más que el reflejo del desconocimiento de sí mismo, tanto en el plano racional, como en el emocional, debilitándose así el sentido moral de la vida, la ética de nuestros actos, la responsabilidad de nuestras acciones, el ímpetu del optimismo y la fuerza oculta de los desafíos. De aquí que la clave para la superación de las graves dificultades que hoy reconocemos comienza por la incredulidad, no de lo que escuchamos, sino de lo que somos; comienza con la revalorización del espíritu y la pérdida del insólito miedo a la libertad.

La nueva ética -la ética necesaria- es una ética para incrédulos porque demanda una mayor sensibilidad humana hasta el punto de imponerse sobre la razón técnica, postula la reconfiguración de la relación espacio-tiempo, desvirtúa las relaciones lineales entre causas y efectos, obliga a revalorizar el impacto de la energía y la información en la construcción moral del ser, deslegitima las prácticas utilitaristas que no son de utilidad para los otros, y alienta una intensificación de los intercambios culturales y del escepticismo sobre los valores contemporáneos apoyándose en la debilidad de la vinculación entre racionalidad y progreso. De aquí la expresión «pensamiento débil» que Gianni Vattimo utiliza para referirse a la postmodernidad.

Dicho esto, sería saludable admitir la necesaria incredulidad; pero no respecto al futuro que intersubjetivamente construye cada persona a partir de lo cotidiano, sino mas bien, respecto a los supuestos ontológicos a los que el hombre se encuentra aferrado y que han impedido que se reencuentre con su propia moral para hacer uso de su libertad, y con ella, de su máxima capacidad para auto regular sus deseos, sus convicciones y sus responsabilidades. Es en este escenario de ilustrada incredulidad, que destruye la idea de linealidad histórica y desmorona el tradicional concepto de progreso, en donde mejor puede reconfigurarse la construcción ética del ser.