Conocer y desconocer... dos caras de la misma moneda

Comienzo por afirmar que el conocimiento es el resultado del proceso de asimilación e interiorización profunda de la información mediante un tratamiento no estandarizado y, en todo caso, subordinado a esquemas cognitivos y morales forjados en el curso de la historia individual del ser. Si se acepta el sentido de esta conceptualización, fácilmente se podrá entender que no existirá conocimiento que no haya sido previamente subjetivado, pues es en la esfera del pensamiento y la reflexión, a través de los procesos de interpretación y comprensión, en donde el conocimiento puede residir. En consecuencia, al partir de la idea de que el conocimiento entraña incertidumbres, ambigüedades y antagonismos, se está aceptando tácitamente que el ser humano también es contradictorio y paradójico, y por lo tanto, complejo.

El conocimiento es excluible de cualquier pretensión de tangibilidad y por lo tanto excluible también de cualquier intento de división, parcelamiento o segmentación, siendo por ello que Edgar Morin ha sido un permanente crítico de la tendencia a la especialización del conocimiento que predominó a lo largo del siglo XX, más aun cuando al pretender confinarse el conocimiento a la esfera del mundo real, se ha menospreciado la fuerza de los simbolismos que se proyectan desde el propio pensamiento y que ubican al conocimiento en un nuevo estadio intermedio entre la realidad empírica y la construcción teórica, dejando claro de este modo el sentido de su organicidad, el cual ya ha sido profusamente desarrollado por Humberto Maturana en su Teoría Biológica del Conocimiento, al considerar la mente como un fenómeno que pertenece a la dinámica relacional del organismo.

Manteniendo una línea de pensamiento divergente, el conocer no sólo se manifiesta mediante el saber, sino también mediante la toma de conciencia del desconocer. Es la conciencia del no conocimiento la que engendra el conocimiento y junto a él, nuevas dudas y tensiones, y nuevas vías para su desarrollo. El ser humano es capaz de conocer porque su naturaleza es subjetiva. Esto conduce a entender que el conocimiento es de la exclusiva inherencia del sujeto reflexivo, hasta el punto que pudiera afirmarse que la naturaleza del conocimiento también es moral y no sólo biológica (en los términos que plantea Maturana), pues las capacidades cognitivas también plantean consecuencias éticas.

Son los valores y premisas culturales del individuo las que señalan el conocimiento que se necesita, la forma de adquirirlo y el modo de utilizarlo, por lo que el conocimiento no puede abstraerse de la subjetividad de quien intenta conocer. Tal como lo afirman Nonaka y Takeuchi, el conocimiento “trata de creencias y compromisos (…) de significado, depende de contextos específicos y es relacional”, advirtiéndose que el hombre gestiona el conocimiento en función de sus atributos reflexivos, al estar consustanciado éste con su historia individual y colectiva, así como con sus propias finalidades.