La vorágine cotidiana, esa desordenada aglomeración de sucesos y sentimientos que aceleran el tiempo y difuminan la historia, parece estar conduciéndonos hacia un estado de precariedad cognitiva y salvajismo moral sin precedentes. Lo sublime está siendo desplazado por lo chabacano, lo mediocre, y lo burlesco ha dejado de ser parodia carnestolenda sustentada en disparates e incoherencias, para llegar a convertirse en grotesca realidad que impone su particular imperio de farsas y traiciones.
En este mundo al revés, la máscara, más que artilugio usado para esconder el rostro y poder dar rienda suelta a pasiones reprimidas, se ha convertido en útil instrumento para encerrar ideas y pensamientos, para acallar la autenticidad y para mostrar todo el vacío que emerge de la contradicción.
Vivimos en un mundo de máscaras, en el que todo está potencialmente permitido ante la posibilidad de usurpar cuanto precepto lógico sea necesario para deleitarnos en la miseria y recrearnos en la tentación. “Es válido todo lo que me haga feliz” parece ser el sello moral de nuestro tiempo; sello que no distingue entre generaciones y estilos de vida, puesto que tal forma de pensamiento es observable tanto en jóvenes como en adultos, en alumnos como en profesores, en gerentes como en empleados, en políticos encumbrados como en aduladores de oficio, sin percatarnos de que tales enmascaramientos nos convierten en sujetos tristemente felices, una paradoja que nos recuerda la tragedia de Sísifo en su eterna montaña, y que arruina las ansias de progreso, la trascendencia de nuestros actos y la calidad de nuestra propia vida.
Enmascarados y permanentemente ensimismados en carnavalescas preocupaciones que actúan como válvulas de escape de una incómoda realidad, formamos un rebaño social que se deja guiar, tan solo, por quien pueda hacernos momentáneamente felices al apartarnos de la rigidez de los convencionalismos; no importan las verdaderas intenciones ni el final del camino, al parecer sólo interesa que se nos permita seguir mirándonos en el espejo de nuestra propia caricatura.
En un mundo al revés, irreverente y desfachatado, chapuceras conspiraciones y crímenes morales son cometidos con total permisividad e impunidad, incluso alentados por metafóricos y desacreditados pastores sumidos en un medievalismo cultural que reivindica el vasallaje, y que en aras del intercambio de apoyos y fidelidades mutuas, atenta contra la convivencia, el respeto y la tolerancia.
En fin, la comedia burlesca en la que se ha convertido nuestra sociedad, dibuja caprichosos horizontes ante una realidad de la que ninguna institución o tipo social escapa a su crítica, advirtiéndose una cotidianidad demasiado silvestre, para la que tal vez debamos rescatar el viejo oficio de afinador de cencerros, esas toscas campanas que además de advertir cuando algún animal se alejaba del rebaño, alertaban al pastor sobre el estado anímico e intenciones de los animales bajo su custodia. Pero en estos tiempos vacilantes, a quién colgarle el cencerro quizás sea la pregunta que con mayor insistencia debamos formularnos.