El indiscreto encanto del canalla

La estupidez humana es eterna, decía Einstein; es el fracaso de la voluntad y de la inteligencia para escapar a su propia dinámica de extinción, pero cuando la estupidez se combina con la ignorancia aparece la figura del canalla, ese hombre ruin y despreciable que dibuja el mundo con grotescos rasgos de obediencia y aceptación, e irrumpe sin permiso e invitación en nuestras vidas, acallando verdades y empujándonos para actuar conforme a quijotescas razones devaluadas por el peso de la historia.

Fracasado, como toda su estirpe, el canalla se refugia en la fantasía popular y se lanza a lo prohibido sin luchar contra nada; de ahí su embrujo, pues de ese modo nunca se arriesga a perder una batalla; siempre sale victorioso en su afronta contra lo irreal y lo imaginado sin percatarse de que tal fantasía nace de la tragedia de una vida sin horizontes ni significado, germina en la conciencia de la eterna derrota y en un concepto de felicidad reducido a la simple carencia de angustias y temores; por eso, la estupidez humana que le mantiene vigente se despliega por todos los ángulos de la existencia sin llegar a ser ridiculizada.

El canalla piensa que el destino de la humanidad le pertenece, y estando en paz consigo mismo vuelve una y otra vez sobre sus pasos, reeditando sus locuras y convencido de que su esfuerzo vale la pena. De ese modo se nos presenta como instrumento de los Dioses para salvar la promesa del futuro, pero la irracional lucidez de la conciencia que define al canalla, lo convierte también en un hombre absurdo e inhabilitado para valorar su propia existencia, obligándole a replegarse en necios y destartalados argumentos para luego deleitarse en la placidez de su desdicha.

El canalla se aparece en cualquier esquina cabalgando sobre la miseria, a la que alimenta con ilusorios gozos y convierte en esclava de sus propias utopías, pero en el fondo solamente se percibe el vacío de una soledad rota por el barullo de los perros que ladran a su paso y le acompañan en una suerte infinita de despropósitos. Cabalga dejando a su paso las cicatrices del odio, la injusticia y la exclusión, pero no por ello es villano; no hay atisbo de malevolencia o perversidad en sus actos, puesto que dicha y tragedia se amalgaman por la incapacidad deliberativa para distinguir entre la maldad ajena y la majadería propia.

La palabra incisiva es su roca; y sus edulcoradas ideas, traidoras arenas movedizas hábilmente dispuestas para atraer por igual, tanto la inocencia de quienes nada tienen, como la desmedida ambición del poderoso. Por eso, al concebir el mundo en blanco y negro sin la riqueza que otorga la escala de grises, el canalla niega una realidad y termina siendo víctima de sus irracionales pasiones.

Su genialidad radica en la capacidad para suscitar visiones opuestas; es la personalización del sacrificio al que le quieren conducir los enemigos que sólo habitan en su imaginación, pero a la vez es el consignatario de las más disímiles manifestaciones de arrogancia e imbecilidad.

Así, el canalla tiene su encanto; es una especie de Quijote idealista enredado en sus propios pensamientos e imaginaciones, que no se conforma con un Sancho de “muy poca sal en la mollera” para que le acompañe en sus aventuras, sino que los quiere a todos; Sanchos de cortejo, glotones y cobardes, esperanzados por la recompensa ofrecida a cambio de lealtad con sus astutas maniobras; Sanchos socarrones, deseosos de pisar las arenas del peligro aun a sabiendas de que se inmolarán con él.

Ay canalla, qué fuera de ti sin los Sanchos que te cortejan, pero mientras existan, volverse loco quizás sea la mejor forma de responder a tus embestidas.