Pequeñas vanidades y algunas mentirijillas siempre han
formado parte del decorado de la personalidad, y es porque la apariencia
importa, y mucho, en un mundo cuyos ocupantes se bambolean entre la supervivencia
y la competición.
Pensamos que el respeto de los demás solo se obtiene
mediante la imagen social que proyectamos. Dejamos de tomarnos en serio para intentar
gozar del respeto ajeno, perfeccionándonos día a día en el difícil arte de
simpatizar al público, y esto no es más que una irreverencia a la autenticidad.
Creemos que aunque la tragedia interior nos invada, siempre
habrá un mañana para reír y hacer sonreír. Al mostrarnos socialmente dóciles y
divertidos, intentamos esconder la vulnerabilidad que surge de nuestras más
intimas verdades y de la densa sombra de nuestros conflictos; de este modo, la
cotidianidad se nos presenta como una suerte de payasearía que discurre por el
entramado de nuestra mente, no siendo necesarias vestimentas extravagantes,
excesivos maquillajes o llamativas pelucas para materializar nuestras más chuscas
intenciones.
Nos exhibimos al mundo no como lo que somos, sino como
queremos que nos vean; por eso, la ética genuina, la que llevamos por dentro
sin perfume ni almidón, es la de la calle; es la ética payasa que se traduce en el arte
popular de vivir día tras día; es la que nos impulsa a sonreír ante un
sufrimiento y a mitigar las penas ajenas olvidándonos por un momento de las
propias; es la que nos define al poder reírnos de nosotros mismos, porque en
estos tiempos vacilantes y sin tregua, lo importante no es el ayer sino el ánimo
con el que nos levantemos aunque tengamos sal en las heridas.